17.7.16

Richard Ford " Canadá"

Pocos comienzos más rotundos y redondos y poderosos que el de «Canadá»: «Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en la senda que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes que nada».
Y quien nos cuenta la parte importante y lo que sucedió después –durante el verano y otoño de 1960– es un tal Dell Parsons. Adolescente que no es más que un nuevo nombre para una clásica y siempre poderosa voz dentro de la siempre poderosa y clásica literatura norteamericana.

La joven pero curtida voz de un testigo implacable a pesar suyo. Esa voz que –con diferentes inflexiones y estilos– parte de la garganta del Huckleberry Finn de Mark Twain, conecta con la del Nick Adams de Ernest Hemingway y sigue en la Scout Finch de Harper Lee, y de ahí al carraspeo del Holden Caulfield de J. D. Salinger o a aquel chico sin nombre en «Adiós, hasta mañana», de William Maxwell.

Que el Dell Parsons de Ford no desentone en semejante ilustre compañía dice a las claras que nos encontramos en presencia de un libro importante. Un libro al que podría definirse como el mejor de Ford si no fuese también responsable de la «Trilogía Bascombe», próxima a aumentarse con un volumen de cuatro de «nouvelles» titulado, juguetonamente, «Let Me Be Frank with You». O de otros títulos igual de magistrales como «Incendios» (de 1990, cuyo protagonista, el también adolescente Joe Brinson, puede releerse casi como un tentativo ensayo y seguro arrime a «Canadá»). O de sus tres colecciones de cuentos y «nouvelles» (las primeras hojas de Canadá parecen caer ya en algunos relatos de «Rock Springs», de 1987, como «Optimistas»).

Y en «Canadá», Ford (Jackson, Misisipi, 1948) vuelve a territorios conocidos por sus seguidores: lenguaje áspero y despojado como el paisaje de Montana; el derrumbe del amor y la construcción de los siempre frágiles puentes que unen a padres con hijos; el reflejo casi automático que empuja a huir del pasado pero al mismo tiempo a extrañar lo que se deja atrás; el trabajo o la falta de trabajo como disparador; el exquisito arte y talento para tomar todas las malas decisiones y los caminos equivocados, y el movimiento perpetuo y el fantasma verdadero del poder volver a empezar.

Pero aquí Ford lo rehace con una madurez que deslumbra pero, también, conmueve. Porque conviene aclararlo: hay muchos libros excelentes, pero son contados los que apelan con igual fuerza a nuestro corazón y a nuestro cerebro. En ese sentido, los paisajes tanto geográficos como mentales de «Canadá» –la épica doméstica y delictiva de la familia Dell– recuerdan a la inquieta quietud en el cine de Terrence Malick a la altura de «Malas tierras» y «Días del cielo».

O a ciertas añejas baladas asesinas cantadas por Johnny Cash o Bob Dylan, donde el elemento criminal (como el de Arthur Remlinger) es presentado con un lacónico pero arrollador lirismo que, nos guste o no, de inmediato nos hace sentirnos cómplices. Así, cuando la policía llega a arrestar a los padres de Dell, sentimos como si viniesen a por nosotros o a por nuestros padres.

Dividida limpiamente en dos largas partes y una breve coda –el fordiano Great Falls en Montana y el atraco; Canadá y los asesinatos; un último encuentro entre los hermanos ahora grandes pero de algún modo pequeños para siempre–, Dell parece, como nosotros, ir encontrándole cierto sentido a su historia a medida que nos la cuenta. Pero lo suyo no tiene la ambigüedad de los narradores poco confiables de Joseph Conrad o Ford Madox Ford o Francis Scott Fitzgerald. Imposible no creer a Dell.

Ninguna duda perturba su relato o nos perturba a nosotros hasta las últimas páginas, cuando un Dell sexagenario y profesor de literatura nos habla de la lectura y del estudio de grandes ficciones como del «cruzar una frontera» y de la vida como algo a lo que debe intentarse sobrevivir. Igual sensación nos deja «Canadá»: hemos huido, hemos conocido nuevos mundos y nuevas personas sin movernos demasiado. Pero –y nunca nos cansaremos de experimentarlo– regresando siempre a esa nueva patria para siempre cada vez que volvemos a viajar y a vivir un gran libro.

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