Cuando Caín asesinó a Abel, Dios no pudo castigar al infractor con la contundencia que merecía el execrable acto. La causa fue que el criminal era totalmente inconsciente de la bestialidad de su acción, ya que los homicidios no estaban extendidos por la Tierra en esos momentos.
Desde esos figurados tiempos bíblicos, la paradoja humana relativa a la existencia ha sido una constante siglo a siglo: una contradicción que versa sobre la brevedad del ciclo de la vida, y el anhelo de prolongarlo lo máximo posible.
En ese paisaje de espiritualidad latente y carnalidad extinguible, Don DeLillo (Nueva York, 1936) ha ubicado su prosa de quirófano, para dotar a sus libros de una poética sensitiva, distinguible y atrayente. Dentro de ese decorado de mobiliario minimalista es donde el norteamericano sitúa el curso argumental de Zero K: una especie de razonamiento inspirado en el látex social de Aldous Huxley, en el que el autor de Submundo explora los miedos y las reservas de los hombres y las mujeres, a la hora de retar a la insoportable levedad del ser.
El nombre de una multiplataforma informática (Zero-K) sirve al novelista y dramaturgo estadounidense para contar los conflictos morales de tres personajes, surcados por grises y sombras. Como maestro anfitrión, DeLillo escoge a Jeffrey Lockhart, el hijo de un multimillonario que ejerce como narrador a lo largo de la trama. Y lo que éste relata es la diatriba ética en la que se encuentra su progenitor: el triunfalista Ross.
El sexagenario papá está casado con una gachí más joven que él, llamada Artis Martineau. Pero la señora padece una salud precaria, que amenaza con provocar un fallecimiento prematuro. Tal descubrimiento lleva al poderoso Mr. Lockhart a probar con la tecnología, para dormir a su amada hasta que la ciencia pueda curar sus dolencias. Sin embargo, Jeffrey intentará evitar que los adelantos médicos sirvan a su father para frenar la condición normal de cualquier ser humano, siempre sentenciado al momento final de sus días en el mundo
El poso educativo del responsable de Cosmópolis se abre paso a través de las páginas de Zero K, como una larva reflexiva que impregna la mente del lector. Así, sin intención de ocultar su educación en un centro dirigido por la Compañía de Jesús, el ganador de la medalla de la National Book Foundation induce en la acción una metafórica balsa de dignidad humana, para que los personajes se suban a la misma con el fin de lograr algún tipo de redención, más individual que colectiva. Aunque esa supuesta visión de espiritualidad necesaria se convierte a lo largo de la trama en un arma de doble filo, con la que es posible vislumbrar una espada de Damocles eterna y amenazadora.
Mediante esos laberintos, la novela aborda la continua tesis de huir del dolor y de la pérdida de las personas a las que queremos. Pero esa ansiedad por conseguir el anestésico contra el sufrimiento, también implica la absorción de la vulnerabilidad. Una característica que, en definitiva, da significado a la existencia.
Ante estos planteamientos, cabe preguntarse: ¿Es posible expulsar la cercanía de la muerte con técnicas artificiales, para atisbar el Edén infinito? Cuestión atávica, que DeLillo parece abordar en su nueva obra con palabras de cavernas eternas.
El nombre de una multiplataforma informática (Zero-K) sirve al novelista y dramaturgo estadounidense para contar los conflictos morales de tres personajes, surcados por grises y sombras. Como maestro anfitrión, DeLillo escoge a Jeffrey Lockhart, el hijo de un multimillonario que ejerce como narrador a lo largo de la trama. Y lo que éste relata es la diatriba ética en la que se encuentra su progenitor: el triunfalista Ross.
El sexagenario papá está casado con una gachí más joven que él, llamada Artis Martineau. Pero la señora padece una salud precaria, que amenaza con provocar un fallecimiento prematuro. Tal descubrimiento lleva al poderoso Mr. Lockhart a probar con la tecnología, para dormir a su amada hasta que la ciencia pueda curar sus dolencias. Sin embargo, Jeffrey intentará evitar que los adelantos médicos sirvan a su father para frenar la condición normal de cualquier ser humano, siempre sentenciado al momento final de sus días en el mundo
El poso educativo del responsable de Cosmópolis se abre paso a través de las páginas de Zero K, como una larva reflexiva que impregna la mente del lector. Así, sin intención de ocultar su educación en un centro dirigido por la Compañía de Jesús, el ganador de la medalla de la National Book Foundation induce en la acción una metafórica balsa de dignidad humana, para que los personajes se suban a la misma con el fin de lograr algún tipo de redención, más individual que colectiva. Aunque esa supuesta visión de espiritualidad necesaria se convierte a lo largo de la trama en un arma de doble filo, con la que es posible vislumbrar una espada de Damocles eterna y amenazadora.
Mediante esos laberintos, la novela aborda la continua tesis de huir del dolor y de la pérdida de las personas a las que queremos. Pero esa ansiedad por conseguir el anestésico contra el sufrimiento, también implica la absorción de la vulnerabilidad. Una característica que, en definitiva, da significado a la existencia.
Ante estos planteamientos, cabe preguntarse: ¿Es posible expulsar la cercanía de la muerte con técnicas artificiales, para atisbar el Edén infinito? Cuestión atávica, que DeLillo parece abordar en su nueva obra con palabras de cavernas eternas.
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