3.1.18

Italo Calvino "El vizconde demediado" 1952 trilogía Nuestros antepasados

El vizconde Medardo de Terralba llega al frente para luchar contra los turcos. En un lance de la batalla, recibe un cañonazo que lo parte por la mitad. Tras llevarlo al hospital, consiguen que viva, pero sólo conserva su mitad derecha, es decir: un ojo, media boca, un brazo, una pierna y del resto del cuerpo, sólo una parte. Cuando vuelve a Terralba, se ha convertido en un ser cruel que ejerce su poder tiránicamente y que tiene una fijación por dividirlo todo por la mitad. Tiempo después, hay quien lo verá haciendo el bien, provocando un misterio entre quienes lo conocen.


"Había una guerra contra los turcos. El vizconde Medardo de Terralba, mi tío, cabalgaba por la llanura de Bohemia hacia el campamento de los cristianos. Le seguía un escudero de nombre Curcio. Las cigüeñas volaban bajas, en blancas bandadas, atravesando el aire opaco e inmóvil.

—¿Por qué tantas cigüeñas? —preguntó Medardo a Curcio—, ¿adonde vuelan?

Mi tío era un recién llegado, habiéndose enrolado hacía muy poco, para complacer a ciertos duques vecinos nuestros comprometidos en aquella guerra. Se había provisto de un caballo y de un escudero en el último castillo en poder de los cristianos, e iba a presentarse al cuartel imperial.

—Vuelan a los campos de batalla —dijo el escudero, lúgubre—. Nos acompañarán durante todo el camino.

El vizconde Medardo había aprendido que en aquel país el vuelo de las cigüeñas es señal de buena suerte; y quería mostrarse contento de verlas. Pero se sentía, a pesar suyo, inquieto.

—¿Qué es lo que puede llamar a las zancudas a los campos de batalla, Curcio? — preguntó.

—Ahora también ellas comen carne humana —contestó el escudero—, desde que la carestía ha marchitado los campos y la sequía ha resecado los ríos. Donde hay cadáveres, las cigüeñas y los flamencos y las grullas han sustituido a los cuervos y los buitres.

Mi tío estaba entonces en su primera juventud: la edad en que los sentimientos se abalanzan todos confusamente, no separados todavía en mal y en bien; la edad en que cada nueva experiencia, aun macabra e inhumana, siempre es temerosa y ardiente de amor por la vida.

—¿Y los cuervos? ¿Y los buitres? —preguntó—. ¿Y las otras aves rapaces? ¿Adónde han ido? Estaba pálido, pero sus ojos centelleaban.

El escudero era un soldado huraño, bigotudo, que no levantaba nunca la mirada. "A fuerza de comer apestados, la peste también les ha alcanzado", e indicó con la lanza unas matas negras, que a una mirada más atenta se revelaban no de ramas, sino de plumas y de descarnadas patas de rapaces.

—No se sabe a ciencia cierta quién debe haber muerto primero, si el pájaro o el hombre, y quién debe haberse lanzado sobre el otro para quitarle el pellejo —dijo Curcio."


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