2.7.18

James Joyce "Dublineses" 1914

James Joyce (1882-1941), en una carta a su editor, señalaba acerca de Dublineses (1914) que su intención era la de escribir un capítulo de la historia moral de su país y que había escogido Dublín como escenario porque esa ciudad le parecía el centro de la parálisis. Precisamente, ésa es la palabra clave para entender la atmósfera uniforme que distingue a estos relatos: en la mayoría de ellos, un personaje tiene un deseo, se enfrenta a los obstáculos que le impiden obtenerlo y, en última instancia, cede y se detiene de repente para volver al mismo estado en que se encontraba al principio. Estos momentos de parálisis muestran a los personajes la imposibilidad de cambiar sus vidas y revertir las rutinas que frenan sus deseos.

Los personajes de Dublineses experimentan pequeñas revelaciones en su vida cotidiana, instantes que Joyce llamó epifanías, una palabra con connotaciones religiosas, que vienen a suponer un momento delicado y evanescente en el que se vive una súbita manifestación espiritual mientras está sucediendo el más trivial o sórdido acontecimiento. Sin embargo, frente a lo que podría esperarse, esas epifanías no traen nuevas experiencias ni posibilidades de una vida distinta, sino que se tiñen, desde el principio, de frustración, tristeza y arrepentimiento.

Joyce parece decirnos con estos relatos que no hay salvación posible para sus dublineses. Los personajes se encuentran encerrados en una rutina avasalladora y en un mundo de detalles repetitivos que marcan su vida cotidiana. En Duplicados, uno de los mejores relatos, el protagonista es un chupatintas que se dedica a copiar documentos. Su problema es la incapacidad para darse cuenta de la circularidad de sus días. No hay una parte de su vida que pueda servir como vía de escape; su trabajo es aburrido, terriblemente monótono, y la relación con sus compañeros, difícil; sus salidas para ir al pub sólo le lleva a repetir los mismos gestos diarios. La ira y la rabia se irán acumulando en su interior, hasta que finalmente exploten cuando llega a su casa, justamente contra el ser más inocente.

La circularidad de las vidas de los dublineses los atrapa de tal manera que les impide ser receptivos a nuevas experiencias y a la felicidad. Finalmente, las consecuencias de la rutina serán la soledad y el amor no correspondido. Es curioso que el amor sólo aparezca en dos relatos y siempre teñido de nostalgia. Si acaso será la muerte la única mensajera que traerá del más allá sentimientos que parecían olvidados, será el recuerdo del amor el que inspire un poco de alivio a los corazones, no el amor mismo.

Otro de los temas recurrentes de Dublineses es el deseo de escape. Los protagonistas de las historias soñarán con otros lugares, sobre todo en el continente, donde creen que realizarán sus sueños. A veces, ni siquiera es un lugar físico, sino que anhelarán otras circunstancias que le resultan liberadoras: el soltero crápula, que engaña a criadas para sacarles el dinero, sueña con la estabilidad de una familia; el alumno que se siente encerrado en clase desea salir al campo a vagabundear; la chica que es maltratada por su padre, oprimida por un ambiente familiar degradante, imagina que encontrará la felicidad escapándose con su novio a Buenos Aires. Sin embargo, ninguno de los personajes conseguirá su objetivo, o si lo consigue, sólo será para adentrarse en una mezquina aventura. En el último momento, se enfrentarán a un dilema ante el que, fatalmente, escogerán la infelicidad.

Los temas y motivos que aparecen en el libro se condensan en el que acaso sea el relato más famoso, Los muertos, una pequeña obra maestra, imprescindible para los amantes del género. Escrito con una sensibilidad exquisita, en el que cada detalle se convierte en un símbolo y la atmósfera se carga de resonancias nostálgicas, Los muertos es un cuento muy triste, pese a que se desarrolla durante una fiesta. Hay en él una rara tensión entre la apacibilidad de una cena familiar y el conflicto interior que vive el protagonista, Gabriel. Como otros personajes del libro, él también quiere escapar de Dublín, del que dice estar harto. Como en otros cuentos, la rutina parece apoderarse del ambiente: los acontecimientos de la fiesta se repiten cada año, como una ceremonia religiosa: Gabriel da un emotivo discurso, uno de los invitados siempre llega borracho, los invitados bailan idénticos pasos memorizados, los mismos alimentos regresan a la mesa igual que hace años.

Sólo hay un detalle nuevo: un invitado canta una melancólica canción, que a la mujer de Gabriel le trae un recuerdo casi olvidado. Ya solos, Gabriel comienza a sentir un fuerte deseo sexual por su mujer, pero ella se encuentra paralizada por aquel recuerdo desgraciado, el de un muchacho que murió de amor por ella. La íntima confesión le llevará a Gabriel a pensar que acaso sea mejor pasar al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida. En esos momentos, el relato se siente menos como una historia que como una mirada profunda y pura que Joyce otorga a sus personajes, esa epifanía en la que se enfrentan a sí mismos y a sus recuerdos, mientras que sobre el viejo Dublín paralizado, en la noche silenciosa y quieta, cae la nieve «sobre todos los vivos y sobre los muertos».

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