Sibylla es un genio, pero no le sirve de mucho serlo. Ve de forma compulsiva el clásico de Akira Kurosawa Los siete samuráis y teclea sin descanso porque cada minuto sin teclear es dinero que pierde y necesita el dinero para comer y para comprar libros, y también lo necesita para comprar billetes de metro. Sibylla pasa horas en el metro porque en casa hace frío. Y no quiere que su hijo pase frío. Sí, Sibylla tiene un hijo, Ludo. Ludo es la razón de que tuviera que dejar todo lo que empezó en Oxford para trabajar de cualquier cosa, enseguida. Si decidió que sería secretaria fue porque Rilke también lo había sido. Sólo que Rilke había sido secretario de Rodin. Y ella lo es de una tipa que ni siquiera escribe bien.
Ludo tiene un padre, claro, y es un escritor famoso que no sabe nada de Ludo. Y Ludo es un niño prodigio. Sibylla ya ha perdido la cuenta de cuántas lenguas habla. Ludo está fabricándose una espada de bambú de conocimiento para poder batirse en duelo con su padre cuando por fin lo conozca.
¿Existe un narrador en El último samurái? Sí, pero es uno genialmente mutante. Hay, se diría, tantas cabezas en la novela como personajes, y buena parte de ellas son cabezas de padres. Los posibles padres a los que Ludo somete a su peculiar duelo (que siempre se inicia con un “Soy tu hijo” y continúa con un “No, ¿en serio? / Me tomas el pelo / Eres igualito a mí”), y el lector las ocupa todas, porque la novela es una red sináptica en expansión; una pequeña guía introductoria a un puñado de idiomas (griego, japonés, inuit); un simulacro de la vida de una madre que no puede trabajar porque su hijo no deja de interrumpirla (la imposibilidad de la conciliación familiar, o, mejor, de la soledad y la maternidad); un vistazo al cerebro (triste) de un niño (triste) (pero) superdotado.
Esa criatura llamada padreampliar foto
Una, en definitiva, brillantísima aproximación experiencial —construida ante el lector— a esa criatura llamada Padre. Leyéndola se llega a la conclusión de que Helen DeWitt (Takoma Park, Maryland, Estados Unidos, 1957) no sólo debería haber formado parte de la next generation, sino que debería haber ocupado el podio, junto a David Foster
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