Escribe Kafka en la primera página de sus diarios: “¿Seguía estando el bosque allí? Seguía estando en buena parte. Pero apenas mi mirada se alejaba diez pasos, yo desistía; atrapado otra vez por la aburrida conversación”.En el mundo de hoy, la “aburrida conversación” que atrapa y nos impide alejarnos de la dictadura de la actualidad es el ruido del gran bombo mediático, la gran cháchara de la que parece difícil escapar.
De hecho, últimamente cada día nos dicen que estamos viviendo “un día histórico” y, cuando no lo estamos viviendo, todo sigue siendo igualmente histórico. El sábado, en los informativos de TV3, dieron la trascendental noticia de que cuatro coreanos habían probado por primera vez unos calçots,y después siguieron con un reportaje sobre el aumento de la claustrofobia en la ciudadanía catalana. ¿Estaban relacionadas las dos noticias? Al final, preferí irme al lavabo, a la calma histórica del váter, donde me esperaba una sesión de lectura: Ensayo sobre el Lugar Silencioso (Alianza), de Peter Handke, magistral traducción de Eustaquio Barjau.
El libro es un elogio del retiro y de la meditación y enlaza con aquello de lo que ya nos previno Horacio cuando recomendó que evitáramos por igual tanto “los pleitos del foro como los soberbios umbrales de los ciudadanos poderosos”, en alusión a la necesidad de buscar el silencio en lugares que queden aparte.
El ensayo de Handke sobre esos lugares —en realidad sobre los diversos váteres en los que alguna vez él huyó de la “aburrida conversación” del mundo— se subleva contra la amenaza realista de cierto lenguaje periodístico que nos deja secos todos los días. El sábado bastó que yo pensara en esa clase de lenguaje para que recuperara unas recientes declaraciones de Handke a Cecilia Dreymüller: “La invención, la ficción son la verdad. (…) Hoy, la literatura está en peligro de volverse periodística, de resultar indistinguible del periodismo. Cuando lo precioso de la literatura es la ficción, la transformación…”.
Inmerso en la paz de mi Lugar Silencioso, sin ánimo de volver al mundo, juré protegerme de coreanos catalanizados, de bebés que pasean por el Congreso, de las claustrofóbicas lecturas del doctor Puigdemont, en definitiva, de todo el estruendo mediático que describe falsos grandes hechos mientras olvida atrapar las verdades minúsculas, esas verdades cotidianas que en realidad sólo la literatura sabe capturar bien. Una de ellas la recoge Handke en el que es el duro y paradójico centro mismo de su libro.
Es una imagen que viene a decirnos que la gran cháchara es capaz de encontrarte hasta en tu lugar de retiro: “Aquella niña que durante la guerra en la que Europa occidental bombardeó la República Federal de Yugoslavia, al atardecer, casi de noche, fue al servicio de la casa de alquiler en la que vivía, en la ciudad de Batajnica, al noroeste de Belgrado, y allí —cuando, por lo menos en la noche en cuestión, todos los habitantes de la ciudad y de la casa salieron ilesos— murió por la esquirla de una bomba que atravesó la pared del váter”.
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