29.10.19

King Crimson Chile 10/2019

"King Crimson 2019 aún encarna atrevimiento, destreza e imaginación, una orquesta en perpetuo movimiento con algunos de los mejores intérpretes de la categoría desde siempre, una institución de músicos entre músicos que desde el inicio ejercita desde el progresivo conexiones con el jazz y el metal de avanzada con naturalidad pasmosa e insuperable tras 50 años", destaca el crítico sobre el debut de Fripp y compañía en Chile.
Estamos absortos en medio de un infierno seductor, ambiente endemoniado con ritmos matemáticos en busca de suspenso y emociones intensas. Esta noche cada detalle tiene un sentido y pertenece a una trama fríamente calculada por medio siglo en la mente de un hombre que es uno de los más claros ejemplos de cuán democrático, transversal y acogedor era el rock en sus mejores días.

Había espacio para estrellas amantes de las luces como Mick Jagger y lugar para una personalidad antagónica como Robert Fripp, arquitecto musical vanguardista, refinado y huraño, un señor de lentes que toca sentado en un taburete hasta hoy como un profesor examinando a una clase de adelantados, donde todos están orgullosos de integrar la nómina de una de las bandas fundamentales en la historia del rock. King Crimson 2019 aún encarna atrevimiento, destreza e imaginación, una orquesta en perpetuo movimiento con algunos de los mejores intérpretes de la categoría desde siempre, una institución de músicos entre músicos que desde el inicio ejercita desde el progresivo conexiones con el jazz y el metal de avanzada con naturalidad pasmosa e insuperable tras 50 años.

El ensamble británico, que en esta última etapa alinea siete músicos, es una central nuclear donde confluyen diversidad de saxos y vientos a cargo de Mel Collins, las libertades de los bateristas Gavin Harrison, Pat Mastelotto y Jeremy Stacey (quien además se desdobla como tecladista), las guitarras cruzadas de Fripp y el también cantante Jakko Jakszyk, y las líneas de bajo del eterno Tony Levin, que enlazan ese caos aparente.

La diversidad de planos e instrumentos mediante un arsenal variado y repartido entre estos siete músicos diestros en montar alianzas efímeras, se alternan con otros pasajes que semejan enfrentamientos de una sección con otra sin moverse.

Porque ese es un detalle en King Crimson. Todos en su sitio como si se tratara de estaciones de trabajo para operar un ente gigante que desata una tormenta de sonido controlado y perfecto. Cada músico en su plataforma con aspecto de académicos, menos Harrison, el de look más joven en un septeto de señores mayores trajeados para una gala. Robert Fripp tiene 73 años.

El eje del espectáculo de casi tres horas con intermedio se concentra en el trío de bateristas. A falta de pantallas gigantes y mayores juegos de luces, el atractivo visual proviene de los tres kits instalados en primera línea. Mastelotto, cuya primera visita a Chile data de 1988 con la accidentada presentación de Mr. Mister en el festival de Viña, se encarga de los detalles con distintos elementos de percusión sin descuidar tambores y platillos con explosivos fills. 

Al centro Stacey trabaja menos en su set más tradicional pero ofrece este inusual desborde en teclados para un batero. En la otra esquina Garrison es el virtuoso técnico y veloz. Se llevó los mayores aplausos de la noche en su solo final mientras los restantes músicos lo observaban como un padre mira al hijo haciendo una gracia. En el intermedio era tema de conversación en pasillos y la eterna hilera al baño de varones la comunicación de los tres músicos, el diálogo fluido, la coordinación para atacar en conjunto, aguardar, escuchar al otro, replicar y desafiar.

Tras ellos y a cierta altura, vientos, bajos, y los guitarristas absorben esa energía y terminan de montar las canciones una tras otra, algunas en versiones modificadas como “Indiscipline”, que cerró el primer acto y clásicos como “Red”, “Islands”, “Epitaph” y “Starless”, cada una en versiones magnificentes y sobrecogedoras que empujaron al público a abandonar las butacas, aplaudir de pie y vitorear por largo rato, o a cabecear como sucedió con la pieza final, el big bang del metal progresivo, 21st Century schizoid man.

De pronto todo quedaba en silencio para que el sonido del mellotron rasgara la noche con una melodía triste -emocionante al turno de “The court of the crimson king” por ejemplo-, la sala repleta y en silencio, hombre maduros en su mayoría aún sorprendidos de tener al fin al conjunto en Chile.

Se puede resentir la ausencia de un genio ya retirado como Bill Bruford, y el carisma de Adrian Belew. Siendo quisquilloso, quizás esta versión de King Crimson merece una voz más singular que el tono grato pero algo anodino de Jakszyk. Pero esta alineación es simplemente demoledora, una representación del rock progresivo con sus mayores cualidades y protagonista del mejor concierto en Santiago en lo que va del año.

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