Era el nombre menos mainstream del cartel, lo que hacía que luciera como una apuesta osada. Casi como de otra época. Y aunque Rock in Rio goza de una fama reluciente de festival donde prima el volumen alto, son los nombres más comunes los que terminan por quedarse como números fijos. Por eso la participación de King Crimson jugaba un papel disonante en un certamen que en esta edición tuvo invitados como Iron Maiden, Slayer y también a otros de un casillero más pop, como Pink y Drake. De hecho, en la misma jornada del pasado domingo, en que los ingleses hacían su debut en la cita de Brasil, se presentaba en otro escenario Nickelback, Imagine Dragons y Muse.
Son pasadas las 21 horas del último día de Rock in Rio y el Palco Sunset, el segundo de mayores dimensiones, comienza a recibir a un público mayoritariamente adulto. De entre 40 y 60 años. No son muchos al comienzo. Algunos con sus hijos pequeños en los hombros, casi como en una suerte de traspaso de legado. Otros, más jóvenes, parecen acercarse de curiosos al ver tres baterías montadas en la tarima. Un minuto antes de lo programado, el septeto arriba al escenario con solemnidad. El conjunto está en medio de su gira de conmemoración de los 50 años de In the court of the Crimson King, su debut discográfico y pieza fundamental del rock progresivo. Un derrotero que, por cierto, ha visto ocho cambios de integrantes y que hoy tiene solo a Robert Fripp como miembro inicial.
El guitarrista, vestido de traje, con una impronta misteriosa, se saca la chaqueta, la lanza a uno de sus asistentes y comienza la misa musical con “Drumzilla”, corte instrumental que obliga el despliegue sincronizado de los tres hombres tras los ritmos: Gavin Harrison, Jeremy Stacey y Pat Mastelotto. Matemática rítmica: cuando uno está en el hi-hat, otro sigue el ritmo de toms y el otro se mueve en el ride. Y así van variando, también en las figuras rítmicas. No hay fallas ni choques entre ellos. “Neurotica” es la segunda. El público intenta alentar con las palmas, pero los intrincados ritmos hacen que el esfuerzo sucumba rápido. No es fácil seguir el pulso de la banda.
Fripp dirige todo desde la esquina superior derecha. Con mirada rigurosa, cara imperturbable, casi como si se tratara del estricto director de una orquesta. Es el maestro de ceremonia. Y quizás no es de su gusto que el público carioca pueda registrar el show a su antojo con sus celulares sin ningún tipo de restricción.
La propia banda tiene férreas prohibiciones en torno a esta práctica. En Chile, por ejemplo, los teléfonos no podrán usarse para el registro. Lo mismo sucedió en México, donde los acomodadores y carteles lo recordaban en todo momento, mismo método que se usará en el Movistar Arena. De acuerdo a la producción, los días del show existirán gráficas como: “Conéctate con la música, no con el celular; los mejores recuerdos quedarán en tu memoria; fotos hay muchas, King Crimson uno solo ¡disfruta!”.
Así como también habrá personal encargado de evitar el uso de celulares y una voz en off que hará el recordatorio. Por las condiciones del festival brasileño – en un espacio masivo y al aire libre-, aquello no fue posible. Y es que el conjunto ha sido reacio a exponer su material. Por ejemplo, recién este año sus 13 discos llegaron a plataformas como Spotify.
Harrison, premiado por sus dotes musicales, luce todas sus virtudes en Indiscipline, composición de ritmos intrincados, sincopada, con acentos extraños. Tony Levin, otro de los históricos, va marcando el pulso con el Chapman Stick, mientras el ex Porcupine Tree se sale del ritmo y vuelve a entrar en él a su antojo. El canto se instala solo en pequeños momentos, en cortes donde el despliegue musical es la principal apuesta. En The court of the Crimson King, Michael “Jakko” Jakszyk muestra su voz suave. En esa misma, Mell Collins, uno de los que ha estado en el conjunto desde los 70 (con intermitencia), saca aplausos con su solo de flauta.
Las canciones se suceden sin interacciones. Las condiciones del festival permitieron solo una hora de show, con siete tracks, menor a lo registrado en Sao Paulo y también probablemente más corto de lo que será en las dos jornadas en Chile (este sábado 12 y domingo 13).
El final no puede ser otro. Ese riff pastoso, setentero, tenso, que introduce “21st Century Schizoid Man” baja el telón con un peso lóbrego. En la despedida, los músicos, en lo más cercano a una muestra de interacción con el público, se despiden con gratitud. Para el registro propio, Levin saca una cámara y comienza a fotografiar a los asistentes. Aquella falta de interacción queda soslayada con un show lleno de virtuosismo, el que probablemente estará entre lo mejor del año en nuestro país.
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