11.10.19

Peter Handke "Contra el sueño profundo" Kafka

Hubo un tiempo en el que releía los diarios de Kafka, sus cartas y también lo que sus amigos en alguna ocasión habían escrito de él, con el único fin de averiguar si había tenido granos. Las descripciones de sus amigos, el tono de escritura de sus cartas, mostraban, sin embargo, el rostro indemne de una persona volcada por entero en la observación.
Max Brod escribía que Kafka había sido hermoso, una figura esbelta con un rostro moreno. Yo, sin embargo, siempre me imagino que Kafka tenía acné de adolescente, protuberancias dolorosas y supurantes en la cara y el cuello, de modo que le costaba afeitarse. Forúnculos, miedo al contacto. Una vez, él incluso volvía a casa del extranjero porque tenía un forúnculo; esto es un hecho. El extranjero y los forúnculos. ¡No hay que idealizar los hechos! Pues en la realidad no idealizada Kafka era hermoso.

Una vez, yo quería escribir una historia en la que alguien empieza a verlo todo con ojos distintos porque tiene acné. La historia iba a llamarse «Acné». Fue hace mucho tiempo, cuando mi mundo todavía era el mundo de Kafka y mi héroe el doctor Franz Kafka. «Todos los acusados son hermosos».

¡Cómo me he reconocido en la vergüenza de Kafka!; no, reconocerme no, me descubría… y luego cada vez me redescubría. Y cuán temerosa, cuán timorata me parece esta vergüenza hoy, cuán altiva.

Tal vez por eso a menudo he husmeado en los documentos, como un detective privado, para saber si Kafka no se había acostado con mujeres. La lujuria en sus historias es un poco la lujuria del sueño, por un lado en su aspecto animal, entre charcos de cerveza, bajo una mesa de taberna, pero, por otro lado, maniatado por el miedo de no ensuciar de ninguna manera la sábana limpia que después verá la madre… También era un poco el mundo de un adolescente el que describía Kafka, y, en lo relativo a la sexualidad, un mundo todavía adolescente.

Y su buen humor nunca es un buen humor por sí solo, sino siempre el resultado de una reacción física a un prolongado dolor; como si la gravedad de la muerte se volviera tan fuerte que se invirtiera en una divina ingravidez. Este buen humor (otros dicen el «sentido del humor» de Kafka) como resultado de un dolor me resulta ajeno ahora, incluso repulsivo; y, sin embargo, cuando pienso en la última frase de El proceso: «Era como si esta vergüenza le fuera a sobrevivir», me da la sensación como si no fuese sólo una frase, sino una ACCIÓN, más grande que todas las acciones de las que hasta ahora he tenido noticia.

Cuando pienso en Kafka y lo veo ante mí, tengo la sensación de que si sólo lo mirara con la paciencia suficiente, bajando la cabeza de vez en cuando para no atormentarle demasiado, entonces, poco a poco, él dejaría de ser la mera imagen de una víctima y se convertiría en otra cosa muy distinta, de la que nos hablaría, pero con la misma meticulosidad de antes.

Discurso con motivo de la concesión del Premio Franz Kafka
Franz Kafka ha sido para mí, durante toda mi vida de escritor, frase por frase, la medida de mi escritura. Sin embargo, y a pesar de toda mi buena voluntad por decir aquí algo de él, no logro evocar de forma ordenada en mi imaginación al famoso personaje-escritor; sin embargo, su silueta anónima sí cobra un limpio contorno como pintor de brocha gorda, que pinta las paredes en la habitación contigua, como conductor de grúa en su cabina amarilla, o como estudiante de secundaria sentado en la vereda del camino. Sí, con su lenguaje cariñoso, Kafka ha hecho perceptibles a los sin nombre y ahora él camina a su lado hacia un futuro infinito, reclamando atención para ellos. En nuestro siglo, excepto Charlie Chaplin, sólo el particularísimo artista Franz Kafka se ha desprendido de su propia figura, y va actuando cada vez más como el prototipo humano Franz K., que otorga a todos y cada uno de los individuos en las masas, que deambulan aparentemente sin rumbo, una forma sensible e inteligente.

Este escritor es nuestro gran maestro. Pero, a diferencia de la mayoría de los otros maestros de la humanidad —como los fundadores de religiones y los filósofos—, ahora, apenas cincuenta años después de su muerte, su persona está a punto de fundirse y desaparecer por completo dentro de su pacífica doctrina: en su arte, que no era otra cosa que terca, meticulosa, pura narración.

Afirmo: desde el principio de los tiempos no hay en las escrituras de los pueblos otro texto que pueda ayudar mejor a los desamparados a resistir con dignidad y, al mismo tiempo, con indignación frente a un orden del mundo mortalmente enemigo, como el final de la novela El proceso, donde Josef K., el protagonista, mientras es arrastrado fuera para ser masacrado, incita él mismo todavía a la ejecución postergada cínicamente, si bien al final prescinde, en heroico triunfo, de quitarles a los dos señores que por encima suyo van pasándose el cuchillo su tarea de verdugos: eso está ESCRITO, LÉASE.

Y aquí es pertinente ahora hablar de mí; pues justamente a través del relato de El proceso se me reveló de qué manera mis intentos de escribir deben distinguirse de la obra de Franz Kafka: pues ésta muestra el mundo como una potencia malévola que juega al gato y el ratón con la llamada biografía del individuo. En cambio, para mí, nacido posteriormente, la creación representa un reto que quizás a la larga (a lo largo de mi vida) pueda aprobar. Por eso, el lenguaje de Kafka, decididamente desesperado, es el humor fabulador, rico en imágenes y detalles. Mi ideal de lenguaje (que siempre quiere salir de mí cuando en el trabajo verbal se hace posible, en respuesta al reto «creación», por muy puntualmente que sea) es en cambio la alegría, una alegría más bien exenta de imágenes y liberada del detalle y de la fábula.

Arriesguémonos a decirlo: yo aspiro, esforzándome con la forma para mi verdad, a la belleza; la belleza sobrecogedora, aspiro a la conmoción mediante la belleza. Sí, a lo clásico, lo universal, a aquello que, según la doctrina práctica de los grandes pintores, sólo adquiere forma en la constante contemplación de la Naturaleza.

¿Y qué hay de la opinión de que ya no queda Naturaleza? Me merece el mismo crédito que la afirmación de que «ya no hay estaciones del año». Quienes lo afirman tal vez solamente teman el aire libre, prisioneros como son de sus máquinas, en las que viven, las que conducen, convertidos en máquinas ellos mismos. Porque, a pesar de todas estas jerigonzas, allí fuera los árboles siguen extendiendo sus ramas con fuerza. Las estaciones del año existen. La naturaleza es. El arte es. Y yo a veces me siento como un personaje tragicómico o simplemente ridículo cuando, desde mi sentido del deber de escritor, les hablo a los voluntariosos lectores, al «pueblo de los lectores» (que tanto deseo tener), de un mundo oculto, que siempre se oculta de nuevo, pero que está al alcance de las posibilidades humanas, un mundo bueno. He llegado a considerar sólo esto como literatura necesaria, auxiliadora, que proyecta dulcemente un conjunto de perseverantes propuestas existenciales partiendo de los fugaces instantes de una vida DISTINTA, experimentada sin embargo como ley.

Y aquí ya no se puede silenciar que cada vez que mi frágil imaginación creativa falla, la obra de Franz Kafka se me aparece en medio del profundo enmudecimiento como el adversario riente que ha tenido razón. No hace tanto tiempo, cuando de repente y como para siempre había perdido la esperanza en un lenguaje imaginativo y la fuerza para el acto de hablar, se me presentó el pensamiento literal: «¡La venganza de Kafka!». Por otra parte, sé muy bien que el venerado escritor, si estuviera vivo como persona, si bien no me confirmaría en mi presunción, al menos me tomaría en serio, lo cual ya sería suficiente confirmación: él también quería proyectar su «Gran Teatro Natural de Oklahoma» como un teatro de redención.

Así que me complace dejarme alentar por el premio que lleva el nombre del maestro, y estoy profundamente agradecido; un «pueblo de lectores» tiene, no obstante, mayor importancia para mí. El abundante dinero quisiera cederlo, como llamada de atención sobre dos autores, al suizo Gerhard Meier, cuya novela La isla de los muertos acaba de publicarse, y al joven austriaco Franz Weinzettl. Ambos son, al menos a mis ojos, menos «escritores» que «buscadores de escritura», entre los que yo quiero contarme también, creyendo que hablo también por el hermano Franz Kafka. Porque sin la escritura diaria, lejos de la escritura, sólo hay infelicidad para nosotros, los necesitados de lectura. Reafirmémonos los unos a los otros, escribientes y lectores, los lectores mediante la expectativa y la confianza, los escribientes a través de la exaltación y el afecto.



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