Los primeros lectores de Cien años de soledad no sabían que estaban leyendo un Edipo; quizá (solo quizá) ni siquiera Gabriel García Márquez sabía que estaba escribiendo uno. Tiene sentido que en la primera edición del libro y en la mayoría de las que siguieron no se incluyera el árbol genealógico de la familia Buendía; por más necesario que resultase para seguir la sucesión de Aurelianos, Úrsulas y Arcadios, un gráfico revelaría que al final, en la séptima generación, el incesto se consuma. Conocer esto por adelantado, debieron decirse García Márquez y su primer editor, Paco Porrúa, arruinaría la lectura.
Sin embargo, a los antiguos griegos que llenaban los teatros para ver las obras relacionadas con Edipo (Sófocles hizo al menos tres, Esquilo cuatro y Eurípides dos) les pasaba como a usted: que conocían el desenlace de antemano. Más aún, conocían al dedillo la dinastía familiar integrada por Layo, Yocasta, Creonte, Edipo y Antígona, entre otros, que nutría los mitos fundacionales de Tebas, con siglos de antigüedad. Pero iban igualmente al teatro y disfrutaban de la obra, y seguramente más que nosotros en esta época saturadísima de ficciones. No pesaba entonces esa convención sobre la ficción (la convicción de que desconocer el final hace más provechoso el consumo de la historia) ni lo hizo hasta el siglo XX. Ejemplo: en La dama de las camelias, escrita en 1848 por Alejandro Dumas (hijo), se anuncia en la tercera frase que la heroína morirá al final. Igual que Cien años de soledad es un Edipo, La dama de las camelias es un Orfeo
Salman Rushdie, seguramente uno de los mayores exégetas que tiene García Márquez, explica que cuando publicó su primera novela, Grimus, en 1975, pronto se comentó la «profunda influencia» que el colombiano tenía en su escritura. Aunque fuese ya un libro superventas, Rushdie no había leído Cien años de soledad, que se había publicado ocho años antes, ni nada de García Márquez.
Si García Márquez leyó o no el Edipo rey de Sófocles, eso no lo sabemos (aunque parece probable: hasta su Melquíades cumple con el papel que tiene Tiresias en la tragedia clásica). Pero podría ocurrir perfectamente que no lo hubiese hecho, como Rushdie no lo había leído a él antes de escribir Grimus, como Dumas no pudo leer al menos el Orfeo de Esquilo (Las basárides, que se perdió en la Antigüedad). Así ocurre con las historias que adquieren proporciones gigantescas: se cuelan en la cabeza incluso de quienes no las han leído. Y en las cabezas de los más fértiles engendran nuevas historias.
Aquello que pocos anticipaban en 1967 hoy resulta una obviedad: Cien años de soledad es una de ellas, y quizá la mayor que se ha escrito en castellano desde el Quijote. Pero todavía hoy muchos defienden la idoneidad de que los primerizos no consulten el árbol genealógico de los Buendía para que desconozcan el final antes de leerlo. Como si acaso fuera posible. Como si la tragedia de los Buendía no se representase hace veinticinco siglos en las funciones teatrales de Tebas. Como si usted no conociera el desenlace de la historia de Edipo incluso sin haberla leído.
Es axiomático: ninguna Arcadia lo es en presente de indicativo, solo en pretérito perfecto, cuando ha sido perdida. Y Macondo lo era en tal medida que hasta su fundador, Arcadio, se llamaba como ella. Si no ha leído usted Cien años de soledad y quiere nuestro consejo, debe hacer como Orfeo: rendirse y mirar. El árbol genealógico no arruinará la sorpresa porque la sorpresa no es posible; usted ya sabe cómo acaba Cien años de soledad. Y lo que es mejor: así se goza verdaderamente de esta historia. Algunos cuentos hacen eso, anuncian primero el final y se cuentan desde entonces: muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento. Y la aventura es llegar, precisamente aquello a lo que más ayuda el árbol de los Buendía. Fue así durante siglos y solo en el nuestro dejó de serlo. Habíamos olvidado que así se lee realmente, pero García Márquez se ocupó de recordárnoslo. Y por eso, seguramente, Cien años de soledad es Cien años de soledad.
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