A la altura de 2003, cuando publicó París no se acaba nunca, llevaba Enrique Vila-Matas varios años en estado de gracia, en coincidencia con su autoconciencia de escritor. A otros ese estado los vuelve estúpidos, engreídos, ensimismados. A Vila-Matas le estaba provocando en cambio una creatividad desbordada, como si el dispositivo de alto riesgo que había emprendido desde Historia abreviada de la literatura portátil (1985) encendiera, precisamente en función de ese riesgo, las luces de su inteligencia narrativa y provocara los enormes destellos que el lector encontrará en este libro y que anticiparon los formidables Bartleby y compañía (2002) y El mal de Montano (2003).
París no se acaba nunca tiene mucho que ver con los libros que he citado, en cierto modo viene a ser su desembocadura y cierre, en tanto Vila-Matas ha decidido que su literatura hable de la literatura, y que su juego lo sea con las cartas marcadas de los límites entre realidad y ficción, vida y representación, escritura y silencio. Lo había hecho hasta ahora desde la comunicación feliz con los textos de tantos otros escritores.
Se dedica en esta obra a ofrecer al lector su poética, es decir a ponerse a sí mismo como texto-base, o lo que es lo mismo, su rostro de escritor en el espejo, para que la mise en abyme (tan parisina) recuerde al lector (quizá también al autor mismo) que la verdad más honda que un escritor descubre al final de su lucha tenaz con la palabra es que la escritura “llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida” (p. 215).
Dice Vila-Matas, y hemos de creerle, que es frase de Marguerite Duras, el alter ego de su experiencia parisina. Pero es conclusión de toda su poética de novelista, cuando ha querido enfrentarse a la pregunta que todo escritor enfrenta cuando se cree en la cima (Vila-Matas además de creérselo lo está) de su obra: qué lazo une la escritura y eso que llamamos vida, si logra ser lo segundo algo distinto de lo primero.
Se dedica en esta obra a ofrecer al lector su poética, es decir a ponerse a sí mismo como texto-base, o lo que es lo mismo, su rostro de escritor en el espejo, para que la mise en abyme (tan parisina) recuerde al lector (quizá también al autor mismo) que la verdad más honda que un escritor descubre al final de su lucha tenaz con la palabra es que la escritura “llega como el viento, está desnuda, es la tinta, es lo escrito y pasa como nada pasa en la vida, nada, excepto eso, la vida” (p. 215).
Dice Vila-Matas, y hemos de creerle, que es frase de Marguerite Duras, el alter ego de su experiencia parisina. Pero es conclusión de toda su poética de novelista, cuando ha querido enfrentarse a la pregunta que todo escritor enfrenta cuando se cree en la cima (Vila-Matas además de creérselo lo está) de su obra: qué lazo une la escritura y eso que llamamos vida, si logra ser lo segundo algo distinto de lo primero.
París no se acaba nunca ha querido mostrar que no hay distancia posible que pueda medirse entre escenario y texto, representación y tinta, persona y personaje. Y comienza el espectáculo de desmontar el género de los “años de formación de un escritor” y desmontar con él toda la parafernalia de la bohemia parisina, de la autobiografía de un joven escritor que quiere vivir como sus modelos, haciendo pastiches, y se encuentra finalmente con la ironía de que solamente se justifica siendo fracaso, desencanto, juventud perdida, vida gastada en el aprendizaje de que la literatura no se imita, no se juega a ella, se es o no escritor; y en ganar esa autoconciencia está toda la lección aprendida en los dos años gastados en un París, capital de la República de las letras y escenario donde se encendieron todas las luces de la bohemia, que acaban siendo al final una cerilla encendida, aterido de frío, en un apartamento donde le han cortado la luz, y queda el escritor solo consigo mismo, con su máscara de actor en un acto sin palabras, palabras que tiene que comenzar a escribir para que la vida sea tinta, y testimonio de ese París (juventud) que creíamos no acababa nunca y que este libro viene a convertir en elegía y despedida.
Estructuralmente el libro sigue las pautas de los anteriormente citados, pues es una narración en 113 fragmentos de diferente extensión, breves siempre, que va hilvanando en un aparente suceder sin unidad o armonía y que logran cuajar una soberbia historia. Es formidable el modo como el lector queda atrapado en una trama donde parece que no la hay, y es genial la proverbial inventiva y fértil imaginación de Vila-Matas para mezclar cuentos, encuentros con escritores, reflexiones sobre citas leídas, situaciones chistosas o tragicómicas, alguna directamente patética.
Todo ello en el marco de una reflexión que quiere ser realmente una poética de Cómo se hace una novela, convencido de que no puede ser hoy género que soporte recetas sobre armonías, unidades, estructuras y composiciones, (cuyas pautas se deconstruyen) sino en cierto modo la gama sutil de elementos narrativos entreverados de ensayo, autobiografía (ficción), citas reales, citas inventadas, y un no saber el lector qué es experiencia y qué literatura, qué es ficción y qué es real, o mejor leyendo la novela para saber que la discusión sobre ese límite es un viejo cuento de los manuales, que ya nadie cree.
Todo ello en el marco de una reflexión que quiere ser realmente una poética de Cómo se hace una novela, convencido de que no puede ser hoy género que soporte recetas sobre armonías, unidades, estructuras y composiciones, (cuyas pautas se deconstruyen) sino en cierto modo la gama sutil de elementos narrativos entreverados de ensayo, autobiografía (ficción), citas reales, citas inventadas, y un no saber el lector qué es experiencia y qué literatura, qué es ficción y qué es real, o mejor leyendo la novela para saber que la discusión sobre ese límite es un viejo cuento de los manuales, que ya nadie cree.
Los tonos van adensándose conforme el libro avanza. Y mejora mucho. Al final se tiñe de esa melancolía del fracaso, que urde mimbres líricos, lo que ya ocurrió en El mal de Montano. Las páginas primeras, las más disparatadas y “graciosas” son las menos logradas, porque evidencian con demasiada explicitud el modo como quiere que el lector lea el libro, vamos a decir, muestran las reglas del juego, que en propiedad debería haber callado. Las resuelve mejor el propio suceder del libro.
Creo innecesario el artilugio de la conferencia que dice ser toda la novela (ya lo hizo en una parte de El mal de Montano, en Budapest), pero sobre todo nada favorecen las declaraciones sobre la necesaria lectura irónica, porque la ironía es tal cuando no se declara y en todo caso, va de soi, según avanza el libro.
Fuera de este reparo menor, nos hallamos ante otra fiesta, esta vez no la del París era una fiesta de Hemingway (que es el texto base que aquí se parodia-homenajea) sino la fiesta de la inteligencia, un prodigioso repaso por todas las cuestiones que un novelista de hoy, consciente de ser novelista a su modo, con estilo ya conseguido, tiene sobre la mesa para decir verdades/ficciones. Al final son, como siempre, las viejas cuestiones cervantinas de la frontera entre literatura y vida. Vila-Matas, que a la altura de 2003 cada día es más cervantino y melancólico, despide en esta novela sus mitos de formación de escritor porque se sabía ya escritor pleno.
Creo innecesario el artilugio de la conferencia que dice ser toda la novela (ya lo hizo en una parte de El mal de Montano, en Budapest), pero sobre todo nada favorecen las declaraciones sobre la necesaria lectura irónica, porque la ironía es tal cuando no se declara y en todo caso, va de soi, según avanza el libro.
Fuera de este reparo menor, nos hallamos ante otra fiesta, esta vez no la del París era una fiesta de Hemingway (que es el texto base que aquí se parodia-homenajea) sino la fiesta de la inteligencia, un prodigioso repaso por todas las cuestiones que un novelista de hoy, consciente de ser novelista a su modo, con estilo ya conseguido, tiene sobre la mesa para decir verdades/ficciones. Al final son, como siempre, las viejas cuestiones cervantinas de la frontera entre literatura y vida. Vila-Matas, que a la altura de 2003 cada día es más cervantino y melancólico, despide en esta novela sus mitos de formación de escritor porque se sabía ya escritor pleno.
Nueva York, París
Aventuro que Vila-Matas tiene ganas de enfrentarse a Nueva York, porque Manhattan es el otro gran mito de nuestra cultura literaria-cinematográfica. Ignoro si lo hará, pero le costará superar a París como escenario medible solamente con pasos de nuestra propia juventud, al menos para quienes formamos parte de su generación.
Los cafés de Saint-Germain (el Flore, sobre todo), la rue Jacob, donde puedes encontrarte con Barthes o Perec, donde Gertrude Stein todavía es recuerdo y siguen todos ellos (o sus sombras) presentes cuando ya se han ido, en una mitología, que para los españoles era Europa, era cultura, era también libertad. Está, sí, la bohemia, el flâneur y todos los travestismos y engaños del fetiche cultural, pero también había un nervio creativo, un territorio de vanguardia, que como todo mito, sabemos hoy irrepetible. París se acaba.
Los cafés de Saint-Germain (el Flore, sobre todo), la rue Jacob, donde puedes encontrarte con Barthes o Perec, donde Gertrude Stein todavía es recuerdo y siguen todos ellos (o sus sombras) presentes cuando ya se han ido, en una mitología, que para los españoles era Europa, era cultura, era también libertad. Está, sí, la bohemia, el flâneur y todos los travestismos y engaños del fetiche cultural, pero también había un nervio creativo, un territorio de vanguardia, que como todo mito, sabemos hoy irrepetible. París se acaba.
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