5.11.19

Manuel Vilas "Alegría" 2019


 Hay que hablar de Ordesa para hablar de Alegría porque ha sido Ordesa la novela que lo ha traído hasta aquí. Y como hablamos de literatura autobiográfica, ese aquí es literario y extraliterario, es vital y es su premio finalista, es su corbata exacta y vertical como la narración de una caída y su propio rescate. Quien espere encontrar en Alegría una nueva Ordesa se decepcionará, aunque sólo parcialmente. Alegría puede leerse, más que como una segunda Ordesa, como su consecuencia natural.
El hombre que nos ha narrado su descomposición como individuo ante el derrumbe de su matrimonio y el cerco corrosivo del alcohol, como padre al que se le escapan sus hijos y como el hijo que vive protegiendo la ausencia sagrada de sus padres, se ha encontrado a sí mismo, porque encontró el asunto y lo escribió. Vilas no elude la comparación con Ordesa en Alegría y se afianza en esa referencia. Porque quien no haya leído Ordesa no podrá comprender ni el mundo de fractura restaurado ahora, ni esta edificación solar que lo redime desde nuevos cimientos.


Porque hay algo solar en Alegría. Hay algo sanador. Los temas son los mismos, pero en otro momento biográfico: el protagonista va pasando por los aeropuertos y los hoteles del mundo gracias al éxito de su anterior novela, con el foco siempre colocado en España y en Estados Unidos, especialmente Iowa y Chicago. Hay un enfoque nuevo que es punto de giro sobre su narrativa: el estado de ánimo. Porque todo lo que en Ordesa es desgarro y es demolición, lo que da a su escritura un íntimo fulgor de intensidad dramática en esa narración colectiva no sólo de la caída de la clase media, sino del acabamiento personal que todo ser humano ha de vivir para reconocerse en sus cenizas, en Alegría se vuelve una aceptación plácida de cualquier existencia.

Es decir: tras la mayor zozobra, con su alta fiebre, con los huesos crispados de coraje interior y la agonía agarrada entre la uña y la carne, uno viene a entender que estamos vivos, que nuestros padres o sus ausencias viven, que nuestros hijos viven, y que nuestra escritura vive y no perecerá; pero no por el absurdo de la posteridad, sino precisamente porque todo cuanto una vez vivió y significó algo para alguien alcanzó su pasión, su dignidad provista de un sentido infinito.

«Todo eso que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría». En este comienzo portentoso está el libro, con esa sombra alada y protectora en la cita de José Hierro. Porque Manuel Vilas es un poeta eléctrico desde su testimonio en la arena de vivir también en sus novelas, que son poemas en prosa con vértigo en la sangre. Por eso ha levantado un decir propio con Barbastro erigido en epicentro de la confesión, entre momentos estelares como el sueño de la paella familiar con Lorca tocando el piano, porque Lorca es España.

Manuel Vilas no huye del espejo y se encuentra consigo mismo y con nosotros. Nos anuncia que quizá acabaremos en una casa de la periferia, olvidados y solos, y que el tormento psíquico es el peor de los males; pero todo merecerá la pena, aunque seamos los seres más indefensos de la Tierra, porque los hijos llevan a la mejor luz en una habitación de hotel en Chicago, restaurando el gesto de fragilidad al dormir de aquellos niños que fueron. Alegría es el don de ser hijo y de ser padre o la distancia de años luz entre cuanto tuvimos y la futura ausencia que seremos.

«Lo peor que le puedes preguntar a un padre o a una madre que ve poco a sus hijos es cómo están sus hijos», escribe. Es verdad. Pero hay que defender nuestra alegría diurna con bocanadas de aire. Porque se sale adelante, porque la vida siempre nos protege de nosotros y de nuestros abismos.

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