21.11.19

Sergio Pitol "Enrique Vila-Matas-Premio Rómulo Gallegos" 2001


El 6 de julio de 2001, por la mañana, me enteré de que el Premio Rómulo Gallegos había sido adjudicado a uno de los escritores que más admiro y quiero, el español Enrique Vila-Matas. Lo conozco desde hace más de treinta años, aun antes de iniciarse en las letras, jovencísimo, y he seguido todo su trayecto, desde sus complicados experimentos iniciales hasta sus perfectas obras de los últimos años. Considero su amistad como un don extravagante y majestuoso de los dioses
En una ocasión, debió de haber sido en 1972, hizo un vuelo de Barcelona a El Cairo, que no sé por qué razón pasaba por Varsovia. Debía hacer allí una tregua de varias horas. Apenas nos habíamos conocido en Barcelona, pero se atrevió (era inmensamente tímido) a telefonearme y decirme que estaba allí con una amiga por unas horas. Los invité a comer y esas horas se transformaron en un mes entero divertidísimo. Fue de hecho el inicio de nuestra amistad. Lo consideraba como mi secreto hermano gemelo, mi colega de aventuras, de lecturas, de viajes, hasta que hace dos años esa relación se transformó. 

Con sus últimos libros, Enrique se transformó en mi maestro. A veces sueño que lo visito y lo saludo llamándole Sire. En fin, la felicidad producida por la noticia fue tal que parecería que yo fuese el premiado. Poco después, llegué a casa de Juan y Margarita Villoro para celebrar con ellos un festejo familiar. La noticia les había llegado ya, de manera que la celebración de los Villoro se fundió con la del premio. Me impresionó que buena parte de los asistentes manifestaba una dicha semejante a la mía. Tal vez porque desde hace una docena de años, Enrique se había vuelto nuestro. Sus frecuentes visitas a la Ciudad de México, a Guadalajara, a Morelia, a Veracruz, nos habían acostumbrado a admirar sus atributos personales y a intensificar la admiración por su trabajo de escritor.

Se ha sabido de premios literarios que desprenden un aroma a corrupción, a escándalo, cinismo y turbiedad, que se le quedan a uno en la memoria por décadas. Todo lo contrario a lo que suscita Vila-Matas. En parte, imagino, porque a este dandi con ademanes de Buster Keaton le es imposible posar ante sus lectores o sus amigos como un intelectual pomposo, engreído, imperial, sino como un mero hombre de letras que jamás emite una respuesta absoluta, contundente ni totalitaria. Su elegancia, su cortesía, su sentido común se lo impedirían.

La individualidad de su escritura es radical, rigurosa y perfecta; su sabio vaivén entre el juego y la disciplina hace que este espécimen humano no se parezca a nadie, que nadie pueda calcarlo, porque cualquier imitación resultaría tonta y destemplada. En cambio, una lectura atenta podría auxiliar a un joven escritor decidido en búsqueda de espacios inéditos a escapar de las convenciones, a romper cadenas, a no considerar sagrado ningún canon. Y no sólo a los jóvenes, sino también a los de mi generación, a los que estamos en el umbral de los setenta años, nos hace sentir una apetencia libertaria, un deseo de recobrar las alas.

La prosa de Vila-Matas se lee con facilidad. Su construcción, en cambio, es el resultado de un taller riguroso, donde el juego de las palabras se procesa con suma exigencia. Su actividad es la de los artesanos pero también la de los alquimistas. El autor se divierte en aprovechar las palabras más anodinas, triviales y grises de una conversación inútil para luego inflamarlas con los tonos del delirio, la demencia, la exaltación, la poesía […]

La memoria es la materia prima con la que están escritos estos textos, especialmente los que se refieren a la juventud de Pitol, ya que el paso de los años ha difuminado hasta casi desaparecer ciertos episodios importantes de la vida de nuestro autor; en estas situaciones es cuando su pericia como escritor es capaz, mediante algo que se podría llamar rememoración creativa, de rellenar los huecos de la memoria con substancia literaria para presentarnos una historia coherente y cerrada. A diferencia de El arte de la fuga y El viaje, en los que se dividía claramente la parte autobiográfica de la parte de comentarios literarios o de lecturas, en El mago de Viena toda esta materia se funde en algo diferente («Fuga de géneros» la denominó el propio escritor.)

Dentro de El mago de Viena Pitol dedica capítulos específicos a escritores como Walter Benjamin, Gao Xingjian, Darío Jaramillo, Carlo Monsiváis, Henry james, Joseph Conrad, Frann O’Brien, Evelyn Waugh y Enrique Vila-Matas, comentando también una amplísima lista de otros autores importantes (con los que personalmente comparto opinión, a excepción de su denostación de Giovanni Papini, uno de mis autores favoritos).

Libro civilizado, culto y maravillosamente escrito, El mago de Viena es un auténtico festín para los lectores interesados en el proteico universo de la creación literaria y una invitación a la lectura de la gran literatura universal. Totalmente recomendable.

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