20.12.19

Enrique Vila-Matas "Un paseo por la vida" (Discurso de Formentor) 2014

Por extraño que pueda parecer, hoy, 30 de agosto de 2014, se cumplen cincuenta años exactos del día de 1964 en que visité con mis padres y mis dos hermanas este hotel y, al caer la tarde y llegar la hora de irse, en las escalinatas que, escoltadas por cipreses, descienden hasta el mar, inicié un movimiento de resistencia para impedir que dejáramos el lugar.
¿Qué pudo pasar para que incluso llorara en las escalinatas? ¿Por qué tanta desesperación al oír que nos íbamos? La orden de nuestro padre no carecía de sentido: empezaba a oscurecer y había que volver a la camioneta alquilada, regresar al hotel de Palma. Pero yo deseaba a toda costa seguir aquí. ¿Por qué?

Aquel paseo interrumpido sería un incidente ya olvidado de no haber sido porque, al modo de una gota malaya, la escena de mi llanto ha venido siendo puntualmente evocada en familia a lo largo de estos cincuenta años. La versión paterna sostuvo siempre que mi negativa de joven adolescente reveló tan sólo debilidad por los hoteles lujosos. Pero nunca estuve de acuerdo con esto, sabiendo como sabía que lloré porque me sentía vivamente conmovido por tanta belleza y porque, por mucho que faltaran doce veranos para conocerla, intuía que en la isla vivía Paula de Parma.

¡Era tanto lo que me retenía aquí! Y quién sabe si no llegué incluso a intuir que no valía la pena irse teniendo esta cita inexcusable con ustedes hoy medio siglo más tarde.

Cuanto más reviso aquel llanto en las escalinatas y aquella intuición de futuro, más veo que se perfila en el recuerdo de aquel día el leve –levísimo, si ustedes quieren- destello que, filtrándose por una especie de tejido ajado, anuló de golpe el tiempo, borró sus fronteras, y dejó de pronto al descubierto una relación íntima entre el pasado y el futuro, entre los vivos y los muertos.

No fue hasta el año pasado en París cuando de golpe recobré la memoria de aquel olvidado destello en el tiempo. Caminaba feliz por la ciudad y de repente, al doblar una esquina para llegar hasta el río, me pareció ver al poeta Arthur Rimbaud, plantado sólidamente sobre el viejo empedrado de la entrada del Puente de las Artes, expuesto a las miradas de todos los paseantes, pero aparentemente no percibido por nadie, salvo por mí. El pasado no está muerto, pensé, y ni siquiera es pasado y nunca termina de pasar. Volví a mirar, casi incrédulo. Allí estaba Rimbaud a plena luz del día, como un muerto entre los vivos, apostado inmóvil, de pie, apoyado en una baranda, quizás armado de droga hasta los mismísimos dientes, o bien simplemente muy ido; su mirada parecía estar viajando hacia el reloj en lo alto del Instituto de Francia, el viejo edificio cuya sombra se proyecta sobre el puente.

Rimbaud mirando hacia lo alto, como si el reloj fuera una esfera donde cupiera el sol y, más allá de ella, pudiera verse el aire, con su hondo azul interminable. Rimbaud, visto en el tiempo exacto de un sollozo. Rimbaud visto con naturalidad  entre los vivos,  quizás pasado de rosca, allí posando con discreción, pero de algún modo exhibiéndose, exponiéndose literalmente, a la entrada del puente. Rimbaud, visto con asombro en medio del destello que atravesó la pesada luz rutinaria.

Algunos dirán: ¿Se trataba del poeta, o de su fantasma, o de un simple imitador? Y otros quizás quieran saber si el tejido ajado no es el mismo por el que me muevo de un modo tan confortable desde hace años: ese tejido parecido a la brumosa frontera, imprecisa y aparentemente infinita, que separa la ficción de la realidad.

Sería fácil ahora, en el contexto de este discurso de agradecimiento que tolera muy bien las observaciones en torno a la propia obra, reconocer que me muevo por ese tejido como por un territorio propio y que, en efecto, la brumosa frontera se parece a esa zona borrosa en la que encuentro siempre la continuidad natural entre lo real y lo ficticio.

Pero precisamente porque sería fácil, no lo haré. Si escribir no me resulta difícil,  me muero de aburrimiento. No lo haré pues para burlar al tedio, pero también porque, a decir verdad, no estoy seguro de nada. O de casi nada. Confío en lo que narro. Pero tengo una absoluta desconfianza en mi lugar en el mundo.

Alguien pensará: ya es mucho si confía en lo que narra.

Sí, claro, pero sucede que la confianza en lo narrado surge en mí desde una cierta obstinación por la negatividad y desde una gran desconfianza hacia la posibilidad de que se pueda todavía relatar. Es un tipo de confianza muy desconfiada, que probablemente se originó en mi temprano encuentro con unas palabras de Rainer Maria Rilke en Cuadernos de Malte: “Que se narrara, lo que se dice narrar, eso debió de hacerse en otro tiempo. Yo nunca he oído narrar a nadie”.

Rilke parecía ahí sugerir que en el mundo ya no existe la simplicidad inherente al orden narrativo, ese simple orden que consiste en poder decir a veces: “Cuando hubo pasado aquello, pasó esto, y luego pasó lo otro, etc”. Porque es cierto que nos tranquiliza la simple secuencia, la ilusoria sucesión de los hechos, pero no lo es menos que hay diferencia entre una confortable narración y la realidad bárbara y brutal, sin significado, de las cosas. “Todo se ha vuelto ahora no narrativo”, decía Musil, frecuentador de un universo multidimensional, fragmentario, de un mundo sin posibilidades reales de acceder a un orden como el que pudo tal vez en otro tiempo existir.

Yo me acerco a lo literario desde la conciencia de que el mundo no es narrable, pero, eso sí, no dejo nunca de relatar. No deseo abandonar la escritura, sino todo lo contrario. Narro desde la sospecha de que el único camino abierto a la creación es aquel que es consciente de la imposibilidad de narrar y de que sólo de la pulsión negativa puede surgir la escritura por venir.

Por eso trabajo desde el No, viviendo en esa brumosa frontera, imprecisa y aparentemente infinita, en la que encuentro siempre la continuidad natural entre lo real y lo ficticio. Ahí vivo a mis anchas, como si tuviera casa, como si el universo me hubiera acogido. Ahí, por las noches, doy por sentado que la fusión entre ficción y realidad, practicada de un modo convincente, colabora con eficacia a la hora de ayudar a la literatura a sustituir la pérdida de su antiguo sentido por otro nuevo. De hecho, creo saber que,  sin esta clase de procesos, el arte de la escritura estaría condenado a repetirse y dejaría de conmover y se apagaría.

Dicho de otro modo, la negación es el gran mecanismo del que dispone la literatura para poder renovarse y seguir viva. “Hacer lo negativo aún nos será impuesto, lo positivo ya nos ha sido dado”, dice un aforismo de Kafka que, entre otras interpretaciones, se abre a la idea de que deberíamos ahondar más en la búsqueda del negativo de la escritura y así tratar de completar el hasta ahora recorrido casi exclusivamente positivo de lo literario; un recorrido de luz diáfana que tenemos ya más que leído y visto, pues nos ha sido sobradamente dado a lo largo de la iluminada historia.

Llegó la hora de ahondar en la búsqueda del negativo. De un modo no deliberado, muy imprevisto, esa búsqueda, empezó en la torre de un castillo, hace ya unos cuantos siglos, cuando Michel de Montaigne inventó el género del ensayo al decidir dibujarse a sí mismo en su verdad cotidiana. Toda la literatura de la época moderna nacería en lo alto de aquella torre en el momento exacto en el que Montaigne confesó, al inicio de los Ensayos, que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Hoy sabemos ya perfectamente qué clase de consecuencias trajo aquello. No mucho después de que en la escritura empezáramos a “buscarnos a nosotros mismos”, comenzó a desarrollarse una lenta pero progresiva suspicacia en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad.

A principios del siglo pasado, la carta ficticia y tan negativa en la que Hofmannsthal renunciaba a la escritura (en realidad para poder seguir escribiendo) precedió a casos como el de diversos poetas europeos que percibieron pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca plenamente transparente y, conscientes de esto, se fraccionaron ellos mismos en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como sujetos unitarios, compactos y perfectamente perfilados. Era la misma imposibilidad que, discurriendo acerca de los diferentes estados cotidianos de su humor, ya había apuntado el propio Montaigne en sus ensayos. En realidad, es la misma que me permite hoy precisamente tener confianza en lo que narro, aunque ninguna acerca de mi lugar en el mundo.

Claro está que esto tiene sus ventajas, pues mis propias dudas sobre ese lugar me impiden la caída en cualquier dogmatismo y me disuaden de indicar, por ejemplo, que una tendencia narrativa sea superior a otras, pues yo sé que, de encontrarme con una que pudiera ser más alta, no daría jamás con el modo de demostrarlo, no podría nunca sellar mi propuesta con aquel envidiable Quod demonstrandum est que Spinoza añadía a sus escritos.

De hecho, las teorías acerca de la literatura, es decir, todas esas grandes polvaredas que levantan las polémicas que dividen a los literatos, acaban en el balbuceo incoherente al que conduce la incapacidad de todos por formular algo que pueda sellarse diciendo que ha quedado debidamente demostrado.

Con el tiempo, las propias dudas sobre mi lugar me han servido para sentirme más cercano de ese personaje único de diferentes personalidades que, narración tras narración, ha ido asomando su tímida mente: alguien ansioso por encontrar un espacio, siquiera humildísimo, en un Orden cualquiera; en el universo, en un garaje, en una oficina, en un manicomio, suizo… Su inseguridad es la misma que debió de alcanzar a Rimbaud al final de sus días, cuando, tal como por fin empieza a saberse, quería regresar a París, al lugar de la escritura, y allí exponerse en público, exponerse en el sentido más literal de la palabra, así se lo indicó a su madre en una carta todavía no muy conocida –quizás porque destruye su mito- que le envío desde Abisinia: “La próxima vez quizás podré exponer los productos africanos y quizá de paso exponerme a mí mismo, dado que creo que uno debe tener un aire extremadamente raro después de una larga temporada en países como éste”.

Todo este afán de exhibicionismo modifica el mito de Rimbaud, fundado en su afán de borrarse, y nos remite, además, a la tensión entre literatura y vida, que ya estaba en Cervantes y ha estado después en tantos otros. Esa tensión que, dice Ricardo Piglia, es el tipo de debate que precisamente ha desarrollado la novela contemporánea. De hecho, lo que llamamos novela sería en realidad ese debate. ¿Qué es lo que uno se pierde si elige sólo escribir? ¿Hemos de preferir a la Abisinia de Rimbaud que al final de su vida ni Rimbaud quería?

Al final, supongo que todo acabará resultándonos más bien risible y, además, sencillo, sobre todo cuando descubramos que lo esencial nunca fue encontrarse a uno mismo, sino aprender a no bajar la guardia ante el tedio o a las ideas inmóviles. Quizás por eso siempre me pareció idónea la respuesta que, según cuenta Baroja, dio un andaluz cuando alguien le preguntó si su apellido era Gómez o Martínez. Da igual, dijo, la cuestión es pasar el rato.

Al final, nada encontraremos que sea fijo y definitivo, salvo quizás ese concepto francés de l´esprit de l’escalier (el espíritu de la escalera), que consiste en dar demasiado tarde con la réplica a algo que nos dijeron arriba, pero que ya no nos sirve, porque estamos bajando la escalera.

¿No es toda la historia de la literatura la de una larga venganza, el dilatado relato universal de cómo completar por escrito lo que en su momento habríamos tenido que poner en la vida?

Ante esta pregunta, que remite de nuevo a la búsqueda de un negativo que complete el concepto literatura que parecía no tener reverso, la única posibilidad de avanzar que veo ahora en la tarde espectacular es darles a todos ustedes las gracias y dárselas también, por supuesto, a los cabales organizadores y al lúcido jurado, agradecerles tanta gentileza, así como solicitar ahora un discreto permiso para poder regresar a las escalinatas flanqueadas por cipreses, y en ellas, mientras va cayendo el día y un destello vuelve a borrar el tiempo, tratar de completar mi llanto y el paseo interrumpido.



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