Aquella mañana el aliento me olía especialmente mal, pienso mientras me asfixio. Se me estrecha tanto la garganta que los músculos de uno y otro lado se tocan. Pero solo alcanzo a recordar el hedor del día en que comenzó todo. Horas antes había visto un resplandor, silencioso al principio, estrepitoso después. Estados Unidos acababa de lanzar una bomba de hidrógeno junto a mi guarida. Apreté las garras, decidí salir, buscar un lugar tranquilo. No, otra vez no, me dije.
Mi piel, hosca y ajada tras la bomba atómica de 1945, no resistiría de nuevo. Fuera soy torpe, apenas puedo mover las piernas sin que se me enreden en los matorrales. Intento pisar terreno liso. No estoy acostumbrado a la luz, el sol es tan fuerte que un velo blanco lo entierra todo. Grito desesperado. Y entonces les distingo. Una muchedumbre que está tan aterrada como yo. El espanto se arraiga en sus caras, sus rasgos se pliegan.
De repente, parece que nacieron viejos y asustados. Me miran, me señalan y gimotean con mi nombre colgando de su boca. Atún contaminado, lluvia ácida y, ahora, un reptil hipertrófico. No soy lo que necesita Japón tras las bombas atómicas. Por eso volví al mar. Quise buscar alimento, pero el océano también tiene las heridas traumáticas del hombre. No. Si el humano me ha engendrado, el humano tendrá que ayudarme. Volví a emerger, esta vez de noche, para que la luz fecunda no me arrebatase la vista.
La lobreguez me calmó, pero enseguida algo me arañó la piel. A lo lejos, una decena de hombres me disparaba. El monstruo debía ser aniquilado. Los proyectiles se me enganchaban en las escamas, me desgarraban la piel y se me hincaban en los ojos. Esas minúsculas balas. Intenté acercarme a ellos, atizarles un zarpazo, cuando perdí el equilibrio. La solución a mi apremiante avance era una valla electrificada. Grité enfurecido, como gritaban los niños de Hiroshima. Un alarido animal y descarnado que precede a ese miedo que te envejece el corazón repentinamente, lo encanece y lo mata. ¡¡¡Grrrrrrrrrrroooooarrrrrrrrrrrrrrgh!!!
Mi hocico
no solo se abrió para amenazar a mis adversarios. Aquel lamento
vengativo y fiero desprendió una llama que incendió todo lo que había a
mi alrededor. La radiación me había provocado fuertes dolores de cabeza,
pero me había dotado de un aliento atómico con el que podía derrotar la
ciudad. Airado, comencé a andar, mientras los tanques apuntaban y
disparaban. Apuntaban. Disparaban. Disparaban. Disparaban.
Las madres y los niños, en sus escondrijos, ya tenían grabados en su rostro los implacables surcos del miedo. Los relamidos jardines quedaban triturados a mi paso, mientras los coches se me clavaban en los talones. Los cables me exprimían el cuello. Los árboles me golpeaban el cuerpo. Cada intento de retirarme era extenuante. Ellos contra mí, yo contra todos. Japón se había vuelto monstruosa de manera literal y metafórica: por un lado, mi fisiología, ahora mutante, y por otro, la moral humana.
Combatiente, destructiva y belicosa por su propia salvación. A aquellos hombres les esperaba una muerte horrible. Despellejados, aplastados o con alguna extremidad arrancada, y sin embargo se obstinaban en fotografiarme. Los relámpagos de sus cámaras me enfurecían. Antes de regresar al mar, agarré la torre de control y escuché a uno de ellos: «Se está aproximando hacia esta emisora. Ya no queda tiempo para protegernos, ¡no sabemos qué será de nosotros! ¡Parece ser nuestro fin!». Mientras me asfixio, los muertos a mi alrededor flotan. La ciencia tiene el remedio para matar al engendro: desintegrar el oxígeno del agua con una bomba. La bahía de Tokio, un cementerio. Me asfixio y solo pienso que el hombre es un monstruo para el hombre. Que Gojira es un monstruo para el hombre. Y el hombre, un monstruo para Gojira.
De repente, parece que nacieron viejos y asustados. Me miran, me señalan y gimotean con mi nombre colgando de su boca. Atún contaminado, lluvia ácida y, ahora, un reptil hipertrófico. No soy lo que necesita Japón tras las bombas atómicas. Por eso volví al mar. Quise buscar alimento, pero el océano también tiene las heridas traumáticas del hombre. No. Si el humano me ha engendrado, el humano tendrá que ayudarme. Volví a emerger, esta vez de noche, para que la luz fecunda no me arrebatase la vista.
La lobreguez me calmó, pero enseguida algo me arañó la piel. A lo lejos, una decena de hombres me disparaba. El monstruo debía ser aniquilado. Los proyectiles se me enganchaban en las escamas, me desgarraban la piel y se me hincaban en los ojos. Esas minúsculas balas. Intenté acercarme a ellos, atizarles un zarpazo, cuando perdí el equilibrio. La solución a mi apremiante avance era una valla electrificada. Grité enfurecido, como gritaban los niños de Hiroshima. Un alarido animal y descarnado que precede a ese miedo que te envejece el corazón repentinamente, lo encanece y lo mata. ¡¡¡Grrrrrrrrrrroooooarrrrrrrrrrrrrrgh!!!
Las madres y los niños, en sus escondrijos, ya tenían grabados en su rostro los implacables surcos del miedo. Los relamidos jardines quedaban triturados a mi paso, mientras los coches se me clavaban en los talones. Los cables me exprimían el cuello. Los árboles me golpeaban el cuerpo. Cada intento de retirarme era extenuante. Ellos contra mí, yo contra todos. Japón se había vuelto monstruosa de manera literal y metafórica: por un lado, mi fisiología, ahora mutante, y por otro, la moral humana.
Combatiente, destructiva y belicosa por su propia salvación. A aquellos hombres les esperaba una muerte horrible. Despellejados, aplastados o con alguna extremidad arrancada, y sin embargo se obstinaban en fotografiarme. Los relámpagos de sus cámaras me enfurecían. Antes de regresar al mar, agarré la torre de control y escuché a uno de ellos: «Se está aproximando hacia esta emisora. Ya no queda tiempo para protegernos, ¡no sabemos qué será de nosotros! ¡Parece ser nuestro fin!». Mientras me asfixio, los muertos a mi alrededor flotan. La ciencia tiene el remedio para matar al engendro: desintegrar el oxígeno del agua con una bomba. La bahía de Tokio, un cementerio. Me asfixio y solo pienso que el hombre es un monstruo para el hombre. Que Gojira es un monstruo para el hombre. Y el hombre, un monstruo para Gojira.
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