6.1.20

Enrique Vila-Matas"Un plato fuerte de la China destruida" (2003) Roberto Bolaño


Le decía en una carta  Franz  Kafka a Felice Bauer: “En este sentido escribir es un sueño más profundo. Como la muerte. Del mismo modo que no se saca ni se puede sacar a un muerto de su sepultura, nadie podrá arrancarme por la noche de mi mesa de trabajo”. Estas palabras de Kafka me trajeron ayer  el recuerdo de Roberto Bolaño y  de su actitud ante la vida y la escritura, el recuerdo de todos esos años en los que se dedicó,  sin tregua alguna y con  intensidad fuera de la normal, a entrelazar sueño profundo, muerte y caligrafía.
También Marguerite Duras, en  las últimas páginas de  Eso es todo,  me trajo  ayer la memoria de Bolaño:  “Ya está. Estoy muerta. Se ha terminado”.  Y poco después, tras una breve pausa: “Esta noche vamos a tomar algo muy fuerte. Un plato chino, por ejemplo. Un plato de la China destruida”. Ayer, al releer estas palabras de Duras, quise entender  que para ella  la China  destruida era  su infancia ya totalmente arrasada, devastada,   tan devastada como la vida de Bolaño.  Y poco después,  el tema de fondo de la muerte, asociado a  esa idea de tomar algo muy fuerte, me llevaron a  pensar de nuevo  en este escritor chileno desaparecido en Barcelona, este calígrafo del sueño que ha dejado a sus lectores literatura  pura  y dura, una obra de creación  seria y sin medias tintas, un plato fuerte  de la China destruida.

Todo lo que ayer leía o pensaba   –la verdad es que, como se ve,  hoy sigo igual, por eso escribo ahora sobre Bolaño-  me llevaba a relacionarlo con el escritor  desaparecido. Y así esa infancia devastada llamada China, por ejemplo,  no tardé en enlazarla con la obra de  Georges Perec, ese  autor que tanto fascinaba a Bolaño. Perec, el de las asociaciones delirantes. Perec, escritor sin infancia. Perec tal vez malogrado, en todo caso prematuramente muerto, como Bolaño. Perec, para quien escribir era arrancar unas migajas precisas al vacío que se excava continuamente, dejar en alguna parte un surco, un rastro, una marca o algunos signos. Perec, que vino al mundo en 1938 y nunca estuvo en China y tenía un estilo más bien cómico, a pesar de que había nacido de una familia de judíos polacos que emigraron a Francia y  perdió a su padre en la invasión alemana de 1940  y a su madre en 1943 en un campo de concentración.

“No tengo recuerdos de infancia”, escribiría más tarde el hombre que nunca estuvo en China,  pero tenía un pasado devastado. Me acuerdo de una fotografía en la que  muy especialmente asoma ese drama. Está hecha en el 24 de la rue Vilin de París, donde el escritor nació, está  hecha unos días antes de que la calle desapareciera y con ella los restos de la casa natal, en cuya fachada de ladrillos  aún podía leerse esta inscripción:  Peluquería de señoras. Su madre, treinta y cinco años antes, había sido la peluquera de aquella calle de las afueras de París,  y Perec acompañó a una amiga a fotografiar   los restos del negocio materno, poco antes de que las excavadoras hicieran su aparición y borraran del mapa la serpenteante rue Vilin y el barrio entero.

Perec, que vio  cómo desaparecía su casa natal y el borroso letrero del negocio de su madre peluquera, y unos años  después, a una edad temprana y en plena efervescencia creativa,  desapareció también él, dejando  escrita una obra que es una fuente inagotable de  sucesos misteriosos y asombrosa erudición, una obra admirable, escrita en un apretado, intensísimo (como si anduviera falto de tiempo)  periodo creativo que me recuerda la intensidad de escritura del Bolaño de los últimos  años, de ese Bolaño, que, consciente de la sombra que la Muerte había proyectado sobre él, se dedicó febrilmente, con obstinación única, a la heroica tarea de escribir, de reflejar su existencia ciega, su itinerario pertinaz de escritor de raza, de escritor consciente de que la muerte no sólo quería arrasar sus recuerdos de infancia sino  destruir la China y después  destruirlo todo.

Supongo que no exagero si digo que, en sus últimos años, nadie era capaz de arrancar por la noche a Bolaño de su mesa de trabajo. Precisamente,  la intensidad febril del  itinerario literario de sus últimos años me trae el recuerdo de una mesa roída por la carcoma a la que Perec, con su misterioso talento para sacarle partido a todo, supo convertir en un objeto fascinante: “Fue entonces cuando se le ocurrió la idea de disolver la madera que quedaba, con lo que hizo visible aquella arborescencia fantástica, representación exacta de lo que había sido la vida del gusano en aquel fragmento de madera, superposición inmóvil, mineral, de cuantos movimientos habían constituido su existencia ciega, aquella obstinación única, aquel itinerario pertinaz: (...) imagen desnuda, visible, enormemente turbadora de aquel caminar sin fin, que había reducido la madera más dura a una red impalpable de precarias galerías”.

No me resulta difícil asociar  ese intenso y  pertinaz itinerario literario del Bolaño final  con la intensidad de escritura del Perec de sus últimos años, ese Perec al que Bolaño admiraba y conocía muy bien. Una red impalpable de precarias galerías une el segundo bloque de Los detectives salvajes con las mil y una historias de La vida instrucciones de uso del ciudadano Perec. Esas galerías se hicieron ayer totalmente visibles en mi estudio cuando, por puro azar, mientras buscaba  unos papeles, apareció entre  ellos una carta de 1997 que Bolaño me había escrito en una pausa de su lectura de un libro que yo acababa de publicar: “Conozco también esa foto: una fachada de ladrillos y una puerta hecha con cuatro tablones de madera, encima de la cual, sobre los ladrillos, está pintada la leyenda Peluquería de señoras. Por  ahora es el texto de tu libro que más me ha conmovido. Me ha hecho llorar y me ha hecho recordar al gran Perec, el novelista más grande de la segunda  mitad de este siglo”.

No recordaba para nada esa carta y  la verdad es que me conmovió  ayer  dar con ella, y me dejó pensando en ciertas ins- trucciones de uso de la vida que nos ha dejado Bolaño.  Una de esas instrucciones  me lleva a evocar a  Montaigne que, cuando era joven, creía “que la meta de la filosofía era enseñar a morir” y que, con la edad, acabó rectificando y dijo “que la verdadera meta de la filosofía es enseñar a vivir”, que es a lo que  me pare- ce que  se dedicaba Bolaño en los últimos años de su existencia. “Para Roberto”, ha escrito Rodrigo Fresán, “ser escritor no era una vocación, era un modo de ser y de vivir la vida”.

Vivía la vida de tal forma que nos enseñaba a escribir, como si estuviera diciéndonos que jamás hay que perder de vista que vivir y escribir no admite bromas, aunque uno sonría. Sonrío  de una manera infinitamente seria cuando recuerdo que en los últimos tiempos  muchos de los textos que me disponía a enviar por correo para que fueran publicados pasaban, tal vez en un exceso de celo por mi parte, por una revisión de última hora, provocada  por mis repentinas sospechas de que tal vez  Bolaño los viera y leyera. Gracias a esto, gracias a que  tenía la impresión de que Roberto lo leía todo,  pasé  a vivir en un estado de constante exigencia literaria, pues  él había colocado el listón muy alto y no deseaba decepcionarle, por ejemplo, con algún texto descuidado,  con uno de esos escritos en los que, por mil motivos distintos, uno no arde  lo suficiente o, lo que es lo mismo,  no  pone toda la carne en el asador.

Eso acabó convirtiendo alguno de mis textos en historias interminables que no hacían más que crecer y crecer, sobre todo cuanto  más me acordaba de la mirada omnipresente de Bolaño: historias que se volvían infinitas y se me convertían en detectives salvajes. Y así yo llegué a presenciar, por ejemplo, cómo un texto (que, por estar destinado a una revista de tercera división, consideraba secundario)  comenzaba a crecer en distintas direcciones y se transformaba en una novela, la mejor de las mías. Y todo por la maldita altura a la que Bolaño había colocado el listón.

Si algo siempre aprecié muy especialmente de ese exigente  listón y de esa altura, ha sido que traía implícito el  listón  una lista de impresentables, de  escritores o pájaros (da lo mismo) a los que, dada la alarmante situación de la literatura,   “habría que enviar  siete años a Corea del Norte”, por ejemplo, y no concederles en todo ese tiempo ni  siquiera un permiso de fin de semana en la China destruida. Aunque esos impresentables deben hoy sentirse igual de felices o más todavía, felices con sus oportunistas y mediocres cantos literarios de siempre, es más,  aliviados algunos por la muerte de Bolaño. Juan Ramón Jiménez ya temía esa continuidad de la casta de los analfabetos y trepadores, de los impresentables, cuando decía:  “Y yo me iré/  Y  se quedarán los pájaros cantando”.

Con la  muerte de Bolaño, aparte de mi pena de amigo y de la rabia por la conversación literaria interrumpida para siempre, yo me he quedado en situación de alerta  ante uno de los problemas que este  Bolaño en la ausencia (que no en la distancia)  me plantea: cierto  pánico a que en el momento menos pensado su no presencia  pueda conducirme a  cierta relajación en la escritura,  aunque  a este problema  creo verle  un remedio:  tratar de arder (en mis escritos) como ardía él, pues no de otro modo las tinieblas podrán volverse algún día claridad. Así vivo ahora: buscando  que esa ausencia no me devuelva a un estado de menor  atención ante los peligros que acechan al escritor serio. Así vivo ahora. Consciente, por lo demás, de que debo seguir viviendo, de que debo vivir, por ejemplo, para  seguir escribiendo con exigencia alta (que es la mejor forma de poder ir señalando siempre a los impresentables) o, simplemente,  para poder decir que me  conmovió  ayer encontrar al azar la carta de Bolaño con la  confesión de que, ante la China destruida de Perec,  había llorado.

La vida no admite bromas, aunque uno sonría.  Como dice  Nazim Himket: “Has de vivir con toda seriedad, como una ardilla, por ejemplo; es decir, sin esperar nada fuera y más allá del vivir, es decir, toda tu tarea se resume en una palabra: vivir (...) Sucede, por ejemplo, que estamos muy enfermos; que hemos de soportar una difícil operación, que cabe la posibilidad de que no volvamos a levantarnos de la blanca mesa.

Aunque sea imposible no sentir la tristeza de partir antes de tiempo, seguiremos riendo con el último chiste, mirando por la ventana para ver si el tiempo sigue lluvioso, esperando con impaciencia las últimas noticias de prensa”.  Es decir, estemos donde estemos, hemos de vivir. Creo que Bolaño, calígrafo del sueño, entendía esto a la perfección, pues  escribía sin esperar nada fuera, ni nada  más allá del vivir, y en esa desesperanza residía a veces la gran fuerza de su escritura, la seriedad  excepcional de muchos momentos  de su escritura  de plato fuerte de la China destruida: una escritura consciente de que ha de sentirse la tristeza de la vida, pero al mismo tiempo uno puede  amarla, amar con intensidad esa tristeza (que algunos llaman escritura y  otros lágrimas perdidas), amar al mundo en todo instante, amarle tan conscientemente que podamos decir: hemos vivido.
http://www.enriquevilamatas.com/

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