De todos los terrores infantiles, la metamorfosis del increíble hombre menguante es la que más se grabó en mi memoria. ¿Hay algo más terrible que avanzar milimétricamente día a día, hacia la nada, mientras somos progresivamente conscientes de que jamás podremos pararlo? Un niño no piensa, al fin y al cabo, que esa reflexión habrá de venirle algunas veces más de algún modo en su vida adulta.
Llegado el momento sabremos que la muerte nos iguala, lo que nos permitirá convivir con un destino desconocido sin que el terror nos paralice ni nos aísle. Pero ¿qué sucede si la metamorfosis es repentina, excluyente e irreversible? Gregorio Samsa despierta un día convertido en un insecto gigante y a Scott Carey la vida le cambia una tarde de verano bajo una nube radioactiva, aunque le lleva varios meses hilar los hechos que le enfrentan más que a un cambio radical, a un progresivo abandono del mundo que ha conocido, y que día tras día, a diferencia del de Gregorio, se vuelve extraño aunque igualmente hostil.
Gregorio nunca dejará de percibir su entorno tal como era antes de la mutación: su habitación, la puerta, las estancias, sus padres, la criada, su querida hermana... Las vidas de todos cambian pero solo hay un monstruo, Gregorio mismo. Scott Carey sin embargo nunca será realmente un monstruo, solo una versión degenerada de sí mismo mientras todo su entorno va transformándose en una monstruosidad gigantesca. Luisa y Greta, esposa de Scott y hermana de Gregorio, respectivamente. Dos ángeles que velan sacrificadamente por el mutante y el mutado y que serán víctimas de otra mutación, la de sus afectos. Luisa hacia la culpabilidad por no poder acompañar a Scott en su «viaje», Greta hacia la indiferencia necesaria para seguir viviendo («Solo tienes que desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia»).
El señor Samsa, padre de Gregorio, es un mantenido de su hijo hasta la metamorfosis. Scott sin embargo debía su prosperidad a su hermano, pudiente publicista, que le cede la lancha en la que disfrutan —fatalmente— sus vacaciones y del que depende el trabajo que perderá tras su desgracia, como Gregorio. A Gregorio le encierran y lo ocultan, Scott elegirá exhibirse ante los medios, para lograr el sustento familiar. Las necesidades fisiológicas de Gregorio, explícitas y obsesivas, frente a la preocupación soterrada de Scott por la falta de sexo con su mujer, implícita en los diálogos y los reproches.
Es especialmente tierno el pasaje del romance de Scott con la enana, tan parecida a Luisa, y a la que renuncia para no revivir una segunda decepción futura sabiendo que la metamorfosis seguirá su curso. Gregorio sin embargo apenas percibe que su cuerpo es ya otro, sus humores y dimensiones distintos, el dolor, su nueva voz y sus torpes movimientos de insecto le son ajenos. Gregorio se empeña en visibilizarse ante los suyos a cada momento como si su apariencia no hubiera cambiado, para siempre.
En una elipsis terrible, el cuerpo de Gregorio desaparece tras exhalar su último suspiro («No tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está todo arreglado», diría la asistenta). A Scott sin embargo le dan por desaparecido y mientras su familia huye de la casa hacia una vida nueva como la familia de Gregorio, el increíble hombre menguante vive y sigue sobreviviendo. No hay Más Allá en la triste existencia de Gregorio Samsa, ni siquiera en el recuerdo o el duelo de su familia, pero acaso da muchísimo más miedo el viaje hacia lo infinitesimal de Scott Carey, adentrándose hacia otros mundos tan desconocidos para nosotros como el cielo, fundiéndose día tras día de modo consciente con la materia misma de la que estamos hechos, eternamente
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