3.3.20

Robert Walser "Lo mejor que sé decir sobre la música" 2019

Cuando no escucho la música, me falta algo, pero cuando la escucho, es cuando de verdad me falta algo.Esto es lo mejor que sé decir sobre la música.

Robert Walser fue un escrutador de irrelevancias: todas aquellas que pasan desapercibidas atravesadas por la cotidianeidad, pero que suelen esconder claves para leer la realidad con otros ojos. Su modernidad radica, aunque sea a destiempo, en ser un digno representante de la figura del flâneur, la del que vaga, posa los ojos aquí y allá y espera que suceda algo sin detenerse en nada.
Aquella que tan bien define Baudelaire cuando en El pintor de la vida moderna habla del deseo de “estar fuera de casa, y sin embargo sentirse en ella en todas partes (...) El observador es un príncipe que goza en todas partes de su incógnito”. Si a ello le sumamos la definición de la modernidad que ofrece el poeta francés, tendremos un retrato del horizonte estético de Walser: “La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable”.
Bajo ese prisma observa el fenómeno musical en los fragmentos (manuscritos inéditos, poemas…) que reúne este volumen, editados con celo y traducidos con destreza por Rosa Pilar Blanco. Como sucede en los “microgramas” recogidos en Escrito a lápiz (1924-1932) de los cuales se añaden aquí algunos textos, constituye un ejercicio muy personal de fragmentación de la experiencia humana, donde se pone de manifiesto una y otra vez la impotencia del lenguaje, la imposibilidad de hablar de aquello esencial (en este caso, la música). 

No es casualidad que hayamos utilizado hasta ahora verbos de carácter visual. Walser pone oídos a la música, pero su análisis –que no se alimenta de un oído especialmente formado aunque muestre sus preferencias, Mozart por encima de todo– parte de observar la vida musical con la que mantiene una distancia, más que crítica, irónica. Sólo desde esa actitud se puede comenzar a escribir el artículo para Die Schaubühne de 1907, aquí titulado como “Velada teatral”, de esta manera: “Estaba sentado en el gallinero del Teatro Cómico Z…, con el vaso de cerveza a medio terminar a mi lado, una colilla de cigarro entre los dientes, rodeado por estudiantes, obreros y mujerotas gordas. El aire era casi asfixiante…” y no hacer ninguna referencia a la música, hasta observar que “allá uno aporreaba el piano con golpes secos, duros (…) el pianista tenía largos rizos ondulados y un rostro de hermoso perfil” (p. 45). Sólo así se puede hacer un elogio de la “música mala” que “no promete mucho al oído, pero cumple lo que promete”. 

Como observador lejano pero inteligente, el autor suizo sentía especial predilección por ridiculizar todos los simulacros que aún siguen rodeando la vida musical, toda esa hipocresía ensayada que la envuelve como una baba y no la deja respirar.  Todo ello no impide que encontremos reflexiones sobre cuestiones de enjundia como el conflicto entre arte y vida, como la que deja caer casi de pasada en “concierto”: “¿No es el arte el criado de la vida, a la que debe animar y hacer feliz? Por tanto, cuando se extinguió la última nota y la gente se levantó, también yo abandoné la sala (…) Bajé por la escalera como alguien que acaba de cumplir con su deber” (p. 108).  

La escritura de Walser generosa en riqueza léxica y profusa en imágenes hasta el abigarramiento. Tal vez más que nunca cuando se refiere a la música. Así es cuando hace referencia al papel de la música en las óperas de Mozart, cuando imagina haber asistido a un recital de Paganini, o cuando narra su experiencia cuando asiste a Los cuentos de Hoffmann, y se presenta como un  romántico trasnochado en una fiesta a la que nadie le ha invitado. En suma, una rareza entre nuestras reseñas que sin embargo no deja de ser interesante, tal vez más si uno ya ha transitado el universo de Walser.

Ordenados de forma cronológica, el volumen ofrece un listado de la procedencia de todos los textos (pp. 201-206), aunque la lectura en ese orden deje el regusto a una especie de pesadilla surrealista, con la música como una especie de ostinato fortuito. El epílogo añadido (donde de forma vaga Roman Brotbeck y Reto Sorg comparan el estilo literario de Walser con “la disociación y el desarrollo libre de temas o el juego con asonancias y una rítmica que fluctúa inquieta”) es de hecho un acertado prólogo para situarse antes de la lectura. 

Colocado al final, quizás responde a la voluntad consciente de enfrentar al lector a unos textos desprovisto de cualquier tipo de armazón. Un atrevimiento para hacerlo con “el más oscuro de los escritores” –en palabras de Canetti– pero también un trayecto provocador y fascinante cuando se trata de textos que abordan tal vez el fenómeno más alejado de la vida y la obra del escritor suizo como fue la música, y especialmente los músicos. Aunque la mayor parte de estos, como demuestran las descripciones microscópicas de Walser, estén quizás también muy alejados de ella.  

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