Asombroso pero cierto: a finales de los sesenta, Miles Davis estaba de capa caída. Dave Holland, el contrabajista británico que se incorporó a su banda, recuerda clubes semivacíos. Lo sabían en su discográfica: las ventas de un nuevo título de Miles se estancaban en unas decenas de miles de ejemplares. La cuenta de Miles en Columbia mostraba números rojos: acostumbrado a la buena vida, pedía demasiados adelantos.
Para Davis, resultaba escaso consuelo que la suya fuera una situación común: las nuevas músicas eclipsaban al jazz y eso se notaba en taquilla. Muchos colegas perdían el culo cambiando de vestuario o grabando éxitos de The Beatles. Miles prefirió inventar. Guiado por su esposa de entonces, Betty Davis, asimiló discos de funk, rock, soul, pop: no iba a copiar pero debía conocer la competencia.
En agosto de 1969, los convocados por Miles Davis llegan al estudio B de Columbia en Nueva York. Debe haber un error, piensan. Hay tres bateristas -Lenny White, Jack DeJohnette y Don Alias- más un percusionista. Dos teclistas: Joe Zawinul y Chick Corea (reemplazado luego por Larry Young). Un contrabajista, Dave Holland, y un bajista, Harvey Brooks. Dos vientos: Wayne Shorter (saxo soprano) y Bennie Maupin (clarinete bajo). Más un desconocido guitarrista inglés, John McLaughlin. ¿Qué van a grabar? Zawinul y Shorter han traído alguna composición pero, en general, son esbozos que crecen bajo la mirada acerada de Davis. Los músicos forman un círculo y tocan como si estuvieran poseídos. Aunque no es la hora de las brujas: las sesiones se desarrollan por la mañana.
Meses después, cuando se publica Bitches Brew, algunos no se reconocen. Davis y el productor Teo Macero han ignorado las reglas sobre cómo grabar jazz. Nada de buscar la toma perfecta: todo queda registrado. Luego, Macero mete tijera: unos segundos de aquí, unos minutos de allí; ese fragmento se repite, este pasaje desaparece. Se añade eco y reverberación. Realmente, son collages hechos con cuchilla y cinta adhesiva. Exploraciones que viajan de lo vaporoso a lo frenético.
Con una extraordinaria portada de Abdul Mati Klarwein, Bitches Brew se publicita en la prensa como “Una novela de Miles Davis”. Tomen nota: “Bitches Brew es un increíble viaje de dolor, gozo, pena, odio, pasión y amor. Bitches brew es una nueva dirección en la música. Bitches Brew es una novela sin palabras”.
Novela o poesía, Bitches Brew no se ha desgastado. Busquen la versión original o la Legacy Edition. Y si el dinero no es problema, localicen The complete Bitches Brew sessions, cuatro compactos que cubren todo lo creado durante agosto y en sesiones posteriores, cuando probó con músicos indios y brasileños. Tocan, por ejemplo, Guinnevere, de David Crosby. Escucharlo es, efectivamente, descubrirse en un universo paralelo.
El País
6/04/2020
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