15.5.20

In Memoriam Emily Dickinson 15/05/1886

No era la Muerte, pues yo estaba de pie
Y todos los muertos están acostados,
No era de noche, pues todas las campanas
Agitaban sus badajos a mediodía.
No había helada, pues en mi piel
Sentí sirocos reptar,
Ni había fuego, pues mis pies de mármol
Podían helar un santuario.

Y, sin embargo, se parecían a todas
Las figuras que yo había visto
Ordenadas para un entierro
Que rememoraba como el mío.

Como si mi vida fuera recortada
Y calzada en un marco
Y no pudiera respirar sin una llave
Y era como si fuera medianoche

Cuando todo lo que late se detiene
Y el espacio mira a su alrededor
La espeluznante helada, primer otoño que llora,
Repele la apaleada tierra.

Pero todo como el caos,
Interminable, insolente,
Sin esperanza, sin mástil
Ni siquiera un informe de la tierra
Para justificar la desesperación.

Cuenta la leyenda que la de Massachusetts se enterró en vida: empezó por no salir de casa y acabó por no salir de la cama. En un alarde de sociabilidad, escribía cartas. Hoy lo llamaríamos agorafobia, pero a mediados del siglo XIX era sólo una rareza. Es un buen adjetivo para Dickinson: rara. Como los diamantes perfectos o las mentes lúcidas: “Contempla esta pequeña Ruina -/ que impulsa todo lo que vive -/ tan vulgar como desconocido,/ su nombre es Amor -/ su ausencia es Aflicción -/ su posesión, Herida -/ En ningún sitio – salvo en el Paraíso / se encontrará un Equivalente”. Éstos tres son los jinetes del Apocalipsis según Dickinson, para quien el cuarto era probablemente la Vida misma. Porque la última gran heroína americana no le teme a la muerte, ni tampoco la desea especialmente: se limita a diseccionarla como una rana.

Es una pasión fría que recuerda al erotismo místico cristiano (“Mi Corazón, vacíalo de Ti -/ su sola Arteria -/ Comienza, y deja allí tan solo -/ la Fecha de Extinción”), aunque, en su mejor interpretación, Dickinson encarna a una Sibila de Cumas entre los evangelios y Dostoyevski: “El Suspense – es más Duro que la Muerte”.

Reina omnipotente del canon de Harold Bloom, Emily Dickinson rige la conciencia mortal de Occidente. A ella le debemos los dos versos más memorables (por irónicos, por verdaderos) jamás escritos sobre la muerte: “Puesto que no podía esperar a mi Morir -/ Él esperó por mí con gentileza”. (Para Dickinson, Muerte es Hombre y, para desgracia nuestra, todo un caballero.) A sus ochenta años, Bloom sigue enamorado de Emily como un quinceañero: de ella le gusta todo, y la mitad de ese todo la inventa, y la otra mitad la exagera. Pura idolatría. Pero en una cosa no se equivoca: Dickinson es más grande que Walt Whitman, más grande que América. Más grande, tal vez, que la muerte misma.

“Retira tus Barrotes, Muerte -/ Deja entrar los Rebaños agotados/ cuyos balidos dejan de repetirse/ cuya errancia acabó -/ Tuya es la noche más serena/ Tuyo el Redil seguro”. He aquí la invocación casi satánica de Dickinson. Poemas a la muerte nos presenta a la maestra del género versionando todo un clásico de la literatura. Junto con el amor y Dios, la muerte es el tema estrella de todo lo escrito. Con una diferencia: amor o no amor, Dios o no Dios, morirnos nos morimos igual. Y Emily Dickinson, que hizo siempre lo que le dio la real gana, parecía encontrar esta inevitabilidad tiránica y, por tanto, bastante molesta. Para ella, el universo tenía los límites precisos de su voluntad, y la muerte no era tanto un acabamiento cuanto un obstáculo

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