El río Neckar fluye mansamente para acariciar así la ciudad de Tubinga. Apostada en una de sus orillas, una torre se esconde ajena a un mundo intelectual que hierve en Alemania a esas alturas del siglo XIX. El Romanticismo se suicida poco a poco, flagelándose. Por una de las ventanas de la torre se escapan unas notas discordantes, en cierto modo improvisadas, que van a perderse junto al caudal del río. La mano que se desliza por las teclas es guiada por una de las mentes más avanzadas que conoció jamás la poesía universal. Hölderlin lleva más de treinta años encerrado en dicha torre, sin prestar atención a nada.
¿Es la locura un peaje para transitar por el camino de la brillantez?
Hölderlin ha olvidado su nombre, el nombre de los amigos que un día tuvo e incluso el nombre de las obras maestras que un día compuso. Muere como todos los genios, olvidado por el resto, y solo el piano que lo acompañó durante décadas parece echarle de menos. Días más tarde, examinan la torre que le vio consumirse y encuentran algunas cuartillas ilegibles. Al marcharse, se percatan de que ni siquiera el piano lo echará de menos: Hölderlin le hubo cortado varias cuerdas al instrumento, en un último arrebato artístico.
La locura había aparecido con rapidez. Para que el desequilibrio llegue has de haber gozado en alguna ocasión de lo contrario, estabilidad, y quizás no se conoció jamás una como aquella que guio a Hölderlin entre las aguas del Neoclásico y el Romanticismo. Pero hay un punto, no tan tierno como el que convirtió a Platón en maestro ni tan avanzado como el que le arrebató cuerdas al piano, en el que locura y poesía se funden creando un monstruo maravilloso. En ese punto medio, entre la brillantez y la melodía del piano, está la perfección.
Siglos más tarde, Roberto Bolaño observa el reloj con impaciencia. También camina como un funambulista por la cuerda, sabe que tendrá que guardar el equilibrio si no quiere despeñarse al precipicio de la locura. Observa la caída, consciente de que pronto será un peso muerto. Escribe a toda prisa, le queda poco tiempo antes de marcharse y debe, como sea, terminar esa obra pantagruélica llamada 2666. El punto final de la novela llegó como un acto desesperado. «La veía como un monstruo que me devoraba», explicó él. El 30 de junio de 2003, Roberto Bolaño falleció en algún lugar de Barcelona. La obra se publicaría un año más tarde. La locura y la muerte a menudo vienen de la mano.
En uno de los pasajes de la obra, la acción transcurre por un manicomio. Por él se pasea una figura misteriosa, un poeta descarriado, un loco brillante al que todos, como ocurría con Hölderlin, han olvidado. Este manicomio, sito en la ciudad guipuzcoana de Mondragón, representa para Bolaño el encarcelamiento de todas las facultades que convierten a alguien en especial, el fin del camino para todo genio. El médico que trata al poeta loco, un tal Gorka, es muy consciente de ello:
Algún día saldrá de aquí, dijo Gorka alisándose las cejas, algún día el público de España tendrá que reconocerlo como uno de los grandes. […] Pero algún día él saldrá de aquí. Eso es un hecho. Algún día yo también saldré de aquí. Y todos mis pacientes y los pacientes de mis colegas. Algún día todos, finalmente, saldremos de Mondragón y esta noble institución de origen eclesiástico y fines benéficos se quedará vacía.
El poeta al que se refiere Bolaño, por cierto, responde al nombre de Leopoldo María Panero.
La locura, el castigo de la extrañeza
Leopoldo María Panero ingresó en su primer manicomio siendo apenas un crío, allá por los setenta tardofranquistas, cuando asomar la cabeza al otro lado de la dictadura se antojaba un camino oscuro. Felicidad Blanc, su madre, habitaba en una cómoda pero a la vez emocionante novela rusa del XIX. Ella fue feliz allí, entre títulos nobiliarios olvidados, repintando el blasón mientras hablaba de tradiciones. Al ver cómo su hijo se convierte en el poeta de mayor renombre entre la vanguardia española del momento, estalla. Leopoldo María Panero coquetea con el alcoholismo, con la heroína, con la homosexualidad, con la reacción política e incluso con el suicidio.
Todas estas actitudes que mantienen a Leopoldo María con vida destrozan la mente zarista de su madre. No puede soportarlo, así que Felicidad toma la decisión de colocarles una etiqueta a todas esas conductas que no comprende: locura. De este modo, el poeta comienza su periplo por varios manicomios del país, recogiendo de todos ellos una pizca de extrañeza que irá plasmando poco a poco en su poesía. Cuando sus versos alcanzan una cota inigualable, cuando sus estrofas están ya maceradas y listas, Leopoldo María ingresa de manera permanente en ese sanatorio que visitó Bolaño párrafos atrás: Mondragón. «La psiquiatría es el castigo por la extrañeza», terminó confesando el poeta. Por suerte para nosotros, los lectores, esa extrañeza vivirá eternamente en sus versos, mortificando con su triste verdad a todos esos que aún hoy siguen sin salir de su novela rusa decimonónica:
Un loco tocado de la maldición del cielo
canta humillado en una esquina
sus canciones hablan de ángeles y cosas
que cuestan la vida al ojo humano
la vida se pudre a sus pies como una rosa
y ya cerca de la tumba, pasa junto a él
una princesa.
Uno de los poemas más famosos de Panero se titula «Marqués de Sade», testimonio de cómo el deseo y la muerte prematura atraen al poeta. «Húmedos sonidos y una calavera presa entre las sábanas», dijo de él. Y quizás sea cierto que Donatien Alphonse-François, verdadero nombre del marqués de Sade, convivió toda su vida con calaveras entre sábanas. El hombre había sido astutamente moldeado para mantener en su posición un apellido que, como ocurriría más tarde con Felicidad Blanc, seguía coleteando para mantener sus privilegios. La sangre borbónica corría por sus venas, exigiéndole cada día un respeto que nunca tuvo por sí mismo y por su posición social. El resultado de esa falta de respeto es, probablemente, la colección literaria que con mayor dignidad defendió la infamia, la perversión, la vileza, el deseo.
¿Podría el Estado, en el sentido moderno de la palabra, permitir que uno de sus pilares propagara el deseo por cada rincón del país? El hedonismo y Sade entraron de la mano en un manicomio que, por muchas pausas que encontraran, ya no abandonarían. Allí lo encerraron la monarquía, la posterior revolución e incluso el nuevo cónsul Bonaparte. Ninguno se atrevió a liberar esa fuerza que hoy llega a nosotros a través de sus maravillosos párrafos.
Cuentan que, agotando ya sus últimas horas, anciano y marchito, ciego y enfermo, se dedicó a organizar funciones de teatro en el manicomio de Charenton, su último hogar. Dicen también que muchos enfermos alcanzaron la curación gracias a este método. Las funciones de Sade ayudaban al paciente a bucear en su interior, a encontrar la puerta. Pero este epílogo tiene un final aún más curioso. Desde París llegaban innumerables personajes deseosos de conocer el método que curaba la locura. Al toparse con Sade a lomos del escenario, el público huía despavorido. El precio de la cordura es demasiado barato. El propio marqués lo reflejó en su epitafio, que define perfectamente su vida:
«Sade vuelve a ser la víctima».
El precio de la cordura
Ya se ha reseñado renglones atrás, pero la pregunta vuelve al texto para nunca más abandonarlo: ¿es la cordura demasiado barata? Año 1958, Puerto Rico. Por los pasillos de la universidad se desliza una figura triste. Arrastra su silla de ruedas obviando que es, de lejos, el personaje más ilustre de todos los que pueblan el ambiente universitario portorriqueño. Juan Ramón Jiménez acaba de salir del último de la serie de manicomios que hubo de visitar a lo largo de su vida. Este psiquiátrico le angustia todavía más: se trata de su propia casa. Allí acude cada mañana la enfermera Guzmán, quien ha conseguido, gracias a sus cuidados profesionales, devolverle la lucidez y el color al poeta. Después de meses sin hablar, postrado en una cama sin realizar movimiento alguno, Juan Ramón ha recuperado los sentidos. Ahora pasea por la universidad ajeno a la marabunta de alumnos y profesores que desean charlar con él.
Desde que murió Zenobia meses atrás, apenas unos días antes de recibir el Nobel, a Juan Ramón no le interesa nada eso que algunos llaman lucidez. Era mucho más feliz (si es que hay sitio para esta palabra aquí) cuando la locura amenazaba con llevárselo, semiinconsciente, privado de sus facultades. Dicha lucidez solo le sirve para dos cosas. La primera la ejerce de buena mañana, y consiste en escuchar durante horas una cinta de casete con la voz de Zenobia, quien desde esta vida o desde la otra recita sus poemas, a menudo entre sonrisas. Esa cinta con la voz de su amada le devuelve a un estado, por qué no decirlo, de locura. Es en ese estado donde la sonrisa y la lágrima se mezclan para mantenerlo con vida.
Verdad, sí, sí; ya habéis los dos sanado
mi locura.
El mundo me ha mostrado, abierta
y blanca, con vosotros,
la palma de su mano, que escondiera
tanto, antes, a mis ojos
abiertos, ¡tan abiertos
que estaban ciegos!.
Diario de un poeta recién casado, Juan Ramón Jiménez.
La segunda utilidad que le encuentra a su estado lúcido es aquella que siempre guio su vida: la lectura. Desde que se apaga la voz de Zenobia hasta el anochecer ocupa su tiempo en releer los libros que marcaron sus días. Uno de los títulos que allí descansan es la gran obra maestra: el Quijote. Se apaga el sol cuando llega el último capítulo. Allí, Alonso Quijano, alguna vez llamado «el Bueno», recupera la cordura tras miles de páginas abrazado a una locura suave y deliciosa. Es al abandonarla cuando comprende que todo el mundo que había imaginado de pronto se derrumba. No habrá más Dulcineas ni Rocinantes. No habrá más Baratarias ni Malambrunos. Sancho y el resto de personajes se agarran a la madera del camastro que sostiene a Alonso Quijano. Desde allí, pendientes del sonido que emitió Hölderlin al comenzar este texto, lo escuchan por fin. Es el último suspiro del Quijote. El suspiro de la locura.
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