Viajé a Sarzana, en La Spezia, al norte de Italia, y, nada más despegar el avión, me di cuenta de que me había dejado en casa los somníferos y también el ensayo de Walter Benjamin que había previsto releer durante el trayecto. Ese ensayo, Sobre algunos temas en Baudelaire, abría mi vieja edición de Ensayos escogidos, de la editorial Sur. Hacía treinta años que no lo leía y había pensado darle un vistazo durante el trayecto aéreo y ver después qué podía decir sobre lo que me había sugerido su relectura. Recordaba, un tanto obsesivamente, la primera frase, que me había llamado la atención hacía treinta años, quizás porque no la comprendí del todo entonces y fui alimentando, con el tiempo, la idea de que algún día, ya más maduro o simplemente más leído, sabría comprenderla a la perfección: "Baudelaire confiaba en lectores a los que la lectura de la lírica pone en dificultades".
En el avión, sin tener a mano el resto del ensayo benjaminiano, poco podía hacer para entender en su totalidad aquella frase. Aun así, jugué a resolver su enigma. Estaba claro que en la frase había una confianza en un tipo de lector activo, parecido a ese tipo de escritor exigente en el que Roberto Bolaño percibía una disposición intelectual que le llevaba a ver, en todo giro del destino, un problema de ajedrez o una trama policiaca a clarificar.
Jugué a resolver el enigma, pero no me quité de encima el problema de fondo, el hecho inamovible de que Sobre algunos temas en Baudelaire se había quedado sobre la mesa del comedor junto a los somníferos que estaba seguro que tanto necesitaría por la noche, pues llevaba años seguidos tomándolos sin falta y ya no me veía capaz de dormir sin ellos. Es más, temía que no tomarlos me dejara en manos de sueños peligrosos, desaprensivos. Por suerte, mi viaje a Sarzana era de una sola noche. Iba a esa pequeña ciudad próxima al bello territorio de Cinque Terre para participar en el Festival de la Mente. Bonito nombre, me había dicho todo el mundo. De-la-Mente. Precisamente había aceptado ir allí por el nombre.
El taxi me dejó al atardecer en un hotel, la Locanda dell'Angelo, que estaba en pleno campo, a ocho kilómetros de Sarzana. Enterado de que, por un lamentable olvido, había viajado sin lecturas (ni somníferos), Marco Dotti, un amigo de Brescia, me dejó uno de los muchos libros que llevaba consigo: Lavori di scavo, una traducción de Inner workings (Mecanismos internos), de J. M. Coetzee.
Cuando llegó la hora, esperando que ese conjunto de ensayos me ayudara a dormirme, me retiré a mi habitación a esperar que al día siguiente tuviera mejor suerte en todo. Me daba pereza leer y encendí el televisor. Vi cinco veces seguidas los informativos de la bochornosa TVE Internacional, y aun así no percibí ni el menor atisbo de cansancio, de próxima llegada del sueño. Entonces, decidí recurrir al libro de J. M. Coetzee. En las primeras páginas, encontré un texto acerca de la obra de Walter Benjamin y pensé que era como si una mano invisible hubiera querido compensarme de haberme olvidado
Ensayos escogidos en Barcelona. Antes de leer ese texto, me dediqué a la despiadada caza de tres mosquitos atrapados en el interior del cuarto y no precisamente silenciosos. Todo eso, en contra de lo que esperaba, no me dejó nada fatigado, sino lo contrario. Por completo desvelado, los ojos como platos, entré finalmente en el ensayo de Coetzee sobre Benjamin. Leí que éste había explorado a fondo el pensamiento místico judío y que era de 1916 su ensayo clave, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres. En él, Benjamin sostenía que una palabra no es un signo, un sustituto de otra cosa, sino el nombre de una Idea. En
Ensayos escogidos en Barcelona. Antes de leer ese texto, me dediqué a la despiadada caza de tres mosquitos atrapados en el interior del cuarto y no precisamente silenciosos. Todo eso, en contra de lo que esperaba, no me dejó nada fatigado, sino lo contrario. Por completo desvelado, los ojos como platos, entré finalmente en el ensayo de Coetzee sobre Benjamin. Leí que éste había explorado a fondo el pensamiento místico judío y que era de 1916 su ensayo clave, Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres. En él, Benjamin sostenía que una palabra no es un signo, un sustituto de otra cosa, sino el nombre de una Idea. En
Proust, en Kafka, en los surrealistas, la palabra se aparta del significado en el sentido "burgués" y retoma su poder elemental y gestual. La palabra como gesto es "la forma suprema en que la verdad se nos puede presentar en una época despojada de la doctrina teológica". En los tiempos de Adán, la palabra y el gesto de nombrar eran lo mismo. Desde entonces, el lenguaje habría experimentado una gran caída, de la que Babel, según Benjamin, sería sólo una etapa. La tarea de la teología consistiría en recuperar la palabra, en todo su poder mimético originario, de los textos sagrados en los que ha sido conservada.
¿Pueden todavía las lenguas caídas, en la totalidad de sus intenciones, acercarnos al lenguaje puro? Comprendiendo de golpe que, en el fondo, toda mi vida, sin ser consciente de ello, había estado intentando reconstruir un discurso desarticulado (el discurso original), recordé a mi amigo Paco Monge, que un día me dejó esta nota: "¿Por qué no pensar que, allá abajo, también hay otro bosque en el que los nombres no tienen cosas?".
¿Los nombres son o fueron Ideas? ¿Pensó en eso Monge cuando me dejó -creo que incluso me legó- la nota? ¿Había leído a Benjamin o, como parece más plausible, se dejó guiar por sus habituales intuiciones? La noche en la Locanda dell'Angelo era increíblemente silenciosa, sólo alterada por el rumor del miedo, de mi propio miedo, de un miedo inconcreto, tal vez un simple terror a no dormirme nunca. Me dormí. Avanzaban en el sueño, con pasos muy presurosos, dos amigos, Sergio Pitol y Raúl Escari. Caminaban, eléctricos, por los callejones de un viejo núcleo urbano, posiblemente europeo. La lluvia, en cambio, no ofrecía dudas: era mexicana. Entraron en un aula de estudios y Sergio comenzó a escribir signos que yo nunca había visto, los escribía con gran velocidad en una pizarra de un color verde extraordinariamente potente.
La pizarra se transformó en una puerta encajada en un arco ojival árabe, una puerta de un verde aún más potente y sobre la que Pitol inscribía, ralentizando el ritmo de su mano, la poesía de un álgebra desconocida: fórmulas y misteriosos mensajes de aire cabalístico, judío, aunque quizás el aire fuera sólo musulmán, musulmán de la China, o simplemente italiano, de los tiempos de Petrarca; poesía de un álgebra extraña, sin patria, que me remitía al centro del misterio del mundo. Cuando desperté, atribuí el sueño a lo que Marco Dotti me había dado a leer la noche anterior. Pero la sensación de haber estado muy cerca de un mensaje esencial -del que Pitol conocería su extensión más profunda- me fue dejando marca indeleble.
La pizarra se transformó en una puerta encajada en un arco ojival árabe, una puerta de un verde aún más potente y sobre la que Pitol inscribía, ralentizando el ritmo de su mano, la poesía de un álgebra desconocida: fórmulas y misteriosos mensajes de aire cabalístico, judío, aunque quizás el aire fuera sólo musulmán, musulmán de la China, o simplemente italiano, de los tiempos de Petrarca; poesía de un álgebra extraña, sin patria, que me remitía al centro del misterio del mundo. Cuando desperté, atribuí el sueño a lo que Marco Dotti me había dado a leer la noche anterior. Pero la sensación de haber estado muy cerca de un mensaje esencial -del que Pitol conocería su extensión más profunda- me fue dejando marca indeleble.
Recuperar la palabra, me dije pensando en Benjamin y me pregunté si éste seguiría sosteniendo en el mundo de hoy que el acto de leer tiene el potencial de convertirse en una especie de experiencia onírica que da acceso a un inconsciente humano común, sede del lenguaje y de las Ideas. Y más tarde, ya cuando en el taciturno atardecer de ese día dejé atrás el Festival de la Mente y quedó también atrás la Locanda dell'Angelo y emprendí el largo regreso a mi ciudad, volví a acordarme de Sergio Pitol y de su poesía cabalística en la puerta ojival y me acordé también de una amiga de otro tiempo que se pasaba la vida interesada por el enigma de ciertos arcos. Y me pareció que el balance de las últimas horas pasaba por reconocer que había encontrado una forma alternativa de releer o de descifrar aquel ensayo de Benjamin olvidado en Barcelona, aquel ensayo que sin duda me esperaba en casa, pero que ahora sabía que no releería, porque lo daba por bien releído, aunque supiera que, por error, había terminado leyendo el ensayo de al lado: un ensayo del que me era imposible olvidar la puerta ojival en la que, como sabe muy bien Pitol, un día se reencarnarán todas las viejas palabras, las antiguas Ideas, el fondo eterno.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 18 septiembre 2010
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