Saint Botolphs es el nombre de la imaginaria población de Nueva Inglaterra en la que viven los Wapshot. En Saint Botolphs se hunden además sus raíces familiares, y a ello deben buena parte del prestigio del que disfrutan en el seno de la comunidad. Estamos hablando de una sociedad conservadora y amante de sus tradiciones, ordenada según jerarquías que vienen de antiguo y sólo ahora han empezado a tambalearse, y los actuales Wapshot despiden un inconfundible aroma a fin de raza: ahí está la atrabiliaria Honora, que, aprovechándose de su privilegiada posición, hace y deshace cuanto le viene en gana; ahí el melancólico Leander, marinero de agua dulce incapaz de alcanzar la modesta estatura de su propia leyenda; ahí también los hijos de éste, Moses y Coverly, expulsados por Honora del pequeño paraíso provinciano.
La peculiar saga que ahora se nos presenta bajo el título La familia Wapshot está compuesta por dos novelas que fueron concebidas de forma independiente y que sin embargo se necesitan la una a la otra. La primera de ellas, Crónica de los Wapshot, se centra en la ruptura de los lazos que vinculaban a los personajes con ese orden antiguo.
La segunda, El escándalo de los Wapshot, en las fatales consecuencias de esa ruptura. Podría decirse que no estamos ni ante una novela ni ante dos novelas, y que La familia Wapshot es eso que suele llamarse "una novela de novelas". La inagotable inventiva de John Cheever proporciona a cada episodio un efecto multiplicador, y no hay historia que no se bifurque y que no dé paso a nuevas historias que a su vez se bifurcan, etcétera. De ahí la ligera sensación de desorden. De ahí también esa aparente falta de estructura que no hace sino trasladar al lector la falta de estructura de nuestras propias vidas.
La segunda, El escándalo de los Wapshot, en las fatales consecuencias de esa ruptura. Podría decirse que no estamos ni ante una novela ni ante dos novelas, y que La familia Wapshot es eso que suele llamarse "una novela de novelas". La inagotable inventiva de John Cheever proporciona a cada episodio un efecto multiplicador, y no hay historia que no se bifurque y que no dé paso a nuevas historias que a su vez se bifurcan, etcétera. De ahí la ligera sensación de desorden. De ahí también esa aparente falta de estructura que no hace sino trasladar al lector la falta de estructura de nuestras propias vidas.
Son muchas las novelas que conviven en La familia Wapshot, pero la que las vertebra es la que tiene por protagonistas a Moses y Coverly: un relato iniciático vuelto del revés. Forzados a abandonar Saint Botolphs, el contacto con el mundo y con la vida no sólo no contribuye a su aprendizaje, sino que los enfrenta a una suerte de desintegración de sus personalidades a la que acaso estaban predestinados. Son ángeles caídos, criaturas súbitamente privadas de la gracia que una vez tuvieron, y lo que estaba previsto como un posible camino de perfección no es sino una carretera que conduce a la desposesión y la pérdida.
Agotadas sus energías iniciales, nos los encontramos bien pronto como lo que son, dos seres magullados, inermes y más bien vulgares, y tiene razón Rodrigo Fresán cuando en su magnífico epílogo alude a "la inquietante fragancia de lo casi legendario confundiéndose con el vulgar hedor de lo cotidiano".
Agotadas sus energías iniciales, nos los encontramos bien pronto como lo que son, dos seres magullados, inermes y más bien vulgares, y tiene razón Rodrigo Fresán cuando en su magnífico epílogo alude a "la inquietante fragancia de lo casi legendario confundiéndose con el vulgar hedor de lo cotidiano".
Pero el fondo elegiaco del libro permanece sepultado bajo gruesas capas de humor áspero e inteligencia narrativa. Quienes disfrutaron con los relatos de La geometría del amor disfrutarán también con estas dos novelas, y sin duda reencontrarán en ellas esa mirada de Cheever, a la vez implacable y comprensiva, capaz al mismo tiempo de justificar nuestras flaquezas y de condenarlas.
No parece haber en el alma ningún pliegue que escape a su observación y su análisis, y en sus personajes, que primero pecan y luego ansían la absolución, que ceden a las tentaciones con la misma presteza con que luego se ahogan en la culpa, vive el propio Cheever, el atormentado Cheever de los Diarios, pero sobre todo vivimos nosotros, con nuestras contradicciones, con nuestros momentos de dolor y de plenitud, con nuestras miserias y grandezas.
Los buenos narradores lo saben todo sobre sus personajes: sobre su pasado y su futuro, sobre sus secretos, sus fantasías, sus ambiciones. Los grandes narradores van más allá y, al leerlos, uno tiene la sensación de que, además de saberlo todo sobre sus personajes, lo saben todo sobre nosotros, sus lejanos lectores. John Cheever es indudablemente uno de éstos, uno de los grandes.
Ignacio Martínez Pisón
No parece haber en el alma ningún pliegue que escape a su observación y su análisis, y en sus personajes, que primero pecan y luego ansían la absolución, que ceden a las tentaciones con la misma presteza con que luego se ahogan en la culpa, vive el propio Cheever, el atormentado Cheever de los Diarios, pero sobre todo vivimos nosotros, con nuestras contradicciones, con nuestros momentos de dolor y de plenitud, con nuestras miserias y grandezas.
Los buenos narradores lo saben todo sobre sus personajes: sobre su pasado y su futuro, sobre sus secretos, sus fantasías, sus ambiciones. Los grandes narradores van más allá y, al leerlos, uno tiene la sensación de que, además de saberlo todo sobre sus personajes, lo saben todo sobre nosotros, sus lejanos lectores. John Cheever es indudablemente uno de éstos, uno de los grandes.
Ignacio Martínez Pisón
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