La leyenda de que Franz Kafka quiso que su amigo Max Brod quemara sus libros ha ayudado a presentar al autor de La metamorfosis como alguien que no quería que su escritura fuera en el futuro otra cosa que ceniza. En vida, Kafka leyó con pasión sus textos, en público y en privado, hacía de sus noches de insomnio habitación de sus obsesiones de escritor, se portó con otros autores como un escritor clásico (es decir, despreciaba a unos y a otros, no soportaba sus éxitos o los consideraba desproporcionados para sus méritos), y se preocupaba tanto de sus ediciones, del papel, del color de las tapas, de las tiradas, que resulta imposible compadecer aquella exigencia que expresó a Brod con la realidad que lo acompañó mientras respiraba.
Amaba sus libros, quería que los amaran sus más cercanos y, si los quiso editar, y de qué manera, era porque los quería ver en manos de otros, o de uno solo, pero los quería ver en la calle, aunque se refiriera a ellos como pobres criaturas de su espíritu. Atormentaba su propio ánimo, y hasta su cuerpo, y atormentaba a los otros con sus dudas, pero cuando las dudas, en torno a su escritura, las expresaban los demás, o cuando había silencio en torno a sus manuscritos, o no apreciaba que a los otros les valieran como imprescindibles sus creaciones, su furia traspasaba los límites de su ironía. Que era fina o gruesa, según el ánimo de los días.
Su potencia creadora superó, por supuesto, aquella indicación destructiva que Brod, naturalmente, no cumplió, y hasta ahora ha sido quizá el escritor más citado y estudiado del siglo XX, con las excepciones que a ustedes mismos se les vengan ahora a la cabeza. Aquella sugestión sobre su timidez (un exponente mayor de su naturaleza) y sobre el escaso valor concedía a su trabajo ha durado hasta nuestros días, basada sin duda en lo que él mismo hizo o dijo, aunque sus editores (Kurt Wolff, por ejemplo) se han ocupado de ofrecer otra imagen de Kafka. Kafka como autor que quería prolongar su obra y, además, según sus propias exigencias o gustos, Kafka como lector de sus libros, Kafka, pues, como lector de Kafka.
Los diarios y, sobre todo, las cartas a Felice, la novia que iba y venía y que al final terminó siendo el mayor personaje de todos los que él fue construyendo, han ayudado a ver un Kafka distinto a aquel que le pedía a Brod que lo borrara del mapa. Como recuerda Ricardo Piglia (El último lector, Anagrama, 2005), esas cartas han dado de sí materia de mucha controversia creativa, pues al no existir la sustancia contraria (las respuestas de Felice) cada uno de los que han publicado acerca de esa aventura epistolar ha tenido que inventar la otra cara de la luna. Y la otra cara de la luna tuvo mucho que decir.
Han escrito de esas cartas, recuerda Piglia, “Canetti, Deleuze, Citati, Wagenbach, Josipovici, Marthe Robert, Unseld, Stach”… Naturalmente, Piglia, uno de los escritores más inteligentes del siglo XX español, se une a ese coro impresionante de lectores de esa impresionante, agridulce, triste correspondencia, en la que se edifica una literatura en sí misma, pues nada de lo que hizo Kafka, ni siquiera lo más vulgar o cotidiano de lo que contó, en sus diarios o en esa correspondencia, estaba fuera del ámbito del que nacieron obras como La metamorfosis o América.
Nada de lo que escribió fue con desperdicio, y nada de lo que vivió, hasta lo más banal, puede desdeñarse entre las materias que ahora son recuerdo escrito o, incluso, leyenda debida a su propia mano. Piglia hace de las cartas un instrumento valiosísimo para el entendimiento de Kafka como escritor (y, por tanto, como lector). “Se ve lo que Kafka exigía de sus textos. Mucho más que la perfección de la forma. Debían establecer, hacer visible”, dice Piglia, “la lógica imposible de lo real (y ésa era, por supuesto, la perfección de la forma)”.
Hace bien Piglia en citar a Elías Canetti como el primero de los lectores de esas cartas, pues el autor de Masa y poder y Auto de fe se fijó en ellas para fijarse, con pureza de entomólogo o de cirujano, en el hombre que fue Kafka, con su maniática propensión al desvarío, a la tristeza, a ser a la vez quien se estimara (en demasía, aunque ya se ve que con razón) o se subestimara, obviamente sin razón alguna… Ese exceso de estima y, a la vez, esa falta de estima, son las que coinciden en su personalidad para dar de sí el escritor que fue. Canetti cuenta en El otro proceso. Las cartas de Kafka a Felice (Nórdica, 2019) cómo esa desventurada relación con Felice, que él buscó y desperdició hasta el infinito, le dio materia dramática al menos para dos de sus libros más célebres y, quizá, autobiográficos, como acaso vienen a ser, de un modo u otro, todos sus libros.
En efecto, Canetti relaciona la oscuridad sucesiva de la relación de Kafka con Felice con las aventuras más dramáticas de sus personajes en La metamorfosis y en América. En especial, el juicio que él mismo propició para acabar con el compromiso matrimonial que había adquirido con su más famosa corresponsal desata escenas que ahora son parte importancia de la historia de la desgracia en el siglo XX. En esa visita que hizo Canetti a tan imprescindible correspondencia hay, sobre todo, subrayados que conectan la vida con la escritura, para explicar que de todos los Kafka que fueron Kafka el más rabiosamente fue el que le escribió a la pobre Felice. Pobre, por cierto, la llamaba él.
Son dos libros fundamentales para entender este fenómeno literario que basó su imaginación en su vida y en las oscuridades abismales de su carácter. Uno, el de Piglia, oye escribir (y leer) a Kafka; el de Canetti lo oye, lo lee, lo ve vivir. Los dos, como si estuvieran en la habitación de al lado.
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