Gracias a Dios, finalmente ha logrado morirse. Y, por cruel que pueda parecer (pero no lo es), hubiéramos preferido que esta gracia la hubiera recibido desde aquel funesto 3 de agosto que nos lo restituyó disminuido en sus facultades y a merced de las más ultrajantes indiscreciones cronísticas, fotográficas y televisivas. ¿Acabará un día este abuso de reducirlo todo, incluso el dolor y la desgracia, a espectáculo?
Los expertos sostienen que nadie sabía manejar como él la cámara, y lo creo sin duda ninguna. Pero todavía sabía manejar mejor a los actores, porque él mismo lo era. Bisoños o de raza, todos se convertían, bajo sus órdenes, en los ventrílocuos de Fellini. Pero “órdenes” no es la palabra justa. Con aquella voz aflautada que, si se cerraban los ojos, evocaba el rumor de una fuente remota, Fellini realizaba sus plagios, dignos de incurrir en el Código Penal, sin que las víctimas se dieran cuenta de ello. Y esto no pasaba sólo en el “set”. De retorno a casa, después de haber pasado una tarde con él, incluso nosotros, sus viejos amigos, nos preguntábamos si acaso no habíamos representado una escena de Fellini.
Era también el más grande mentiroso que he tenido ocasión de conocer en mi vida. Mentía como ustedes y yo respiramos, y sin ningún otro objetivo que el placer de la invención. Si se daba crédito a lo que decía, no leía ni sabía nada; y, en cambio, lo había leído y lo sabía todo, y de todo: literatura, arte, música. Pero si le citabas el nombre de un autor o el título de un libro, fingía que jamás los había oído y para revocar una cita era capaz de inventarse una operación de apendicitis. Un día, en una entrevista, admitió cándidamente: “Sí, me divierto diciendo mentiras”, y fue la única ocasión en que dudamos de que alguna vez hubiera dicho alguna.
Nos veíamos raramente, y generalmente era yo el que le llamaba por teléfono. Tras las primeras palabras, me convencía de que, durante todo aquel periodo de tiempo, Federico no había hecho más que esperar mi llamada, de que no tenía explicación que la hubiera retrasado tanto tiempo y que habíamos de vernos en seguida, pues era urgente. Y, realmente, si no se interfería alguna nueva operación de apendicitis, nos encontrábamos de nuevo para cenar, donde yo y todos los demás asumíamos el papel de víctimas conscientes de sus plagios.
Sus colaboradores dicen que Fellini nunca hizo un filme basado en un guion. Y me lo creo, siempre que no se confunda esa alergia con la improvisación. Fellini nunca se ponía a hacer una película sin antes haberla, durante años, saboreado y asimilado escena por escena, encuadre por encuadre, frase por frase. No quería textos escritos, creo yo, por dos motivos. Primero, para mantener el secreto y poder crear, en el público y en la crítica, un “suspense”. Y después porque sentía horror por los precocidos. En sus filmes, Fellini siempre tiene la apariencia de llevar por la mano al espectador a través de un paseo en el cual puede suceder de todo.
En realidad, todo, en su cabeza, ya había sucedido. Artista de raza, Fellini sabía que la naturalidad no es otra cosa que el más refinado de los artificios. Creo que ha muerto, si se ha dado cuenta de que se moría —y espero ardientemente que no–, con el ansia nostálgica de la película en la que pensaba desde hacía años como en su “Summa”. La había saboreado escena por escena, encuadre por encuadre, frase por frase. Incluso el título ya lo tenía buscado, “II viaggio di Mastorna”, que era el propio Fellini. Pero no fue tiempo para hacerlo lo que le faltó, sino el propio coraje: un mago le había anunciado que, después de aquella película, moriría. Fellini creía en los magos. Porque era un mago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario