Últimamente, el verbo “resguardarse” aparece con mayor frecuencia que antes en las conversaciones, en las lecturas, en nuestra mente. Ayer fue ya el colmo porque descubrí que el título de la película de Jeff Nichols que estaba viendo, Take Shelter, podía traducirse por Resguardarse. Contaba la historia de un tipo de Ohio que trataba de poner a buen resguardo a su familia después de que unas visiones aterradoras le hubieran convencido de que un desastre apocalíptico estaba por venir.
Sin embargo, en los días de confinamiento que siguieron, su vida en el hogar se vio invadida por las repentinas y frenéticas actividades culturales de las redes sociales y por la agobiante moda de que si eras escritor tenías que comunicar, producir, ser puro Zoom, puro streaming, ser locutor de ti mismo, permitir que tu casa pasara a ser un plató de televisión y no te quedara tiempo para escribir una sola línea nunca.
Comprendió entonces Hernández que la siesta –tanto tiempo relacionada con la pereza y después vista, en cambio, como una rutina saludable– era una especie de oración, de refugio interior que podía permitirle a diario resguardarse del aumento delirante de la productividad artística y protegerse de esa absurda exigencia de creatividad detrás de la que estaba la idea de mover el sistema hacia delante. Y comenzó a ver en el “modo siesta” una trinchera, un espacio de desconexión con el exterior, un lugar ideal para resguardarse de la febril demanda de fertilidad que había promovido el parón por el virus. Y hasta le pareció ver que aquellas notas sobre un tema tan aparentemente trivial como la siesta dialogaban en realidad con el presente mucho más de lo que había llegado a imaginar. Es más, se dijo, aquellas notas podían llegar a ser un acto de resistencia, una toma de posición política.
El don de la siesta me ha hecho pensar en esos grandes libros laterales y breves que proponía Ítalo Calvino para nuestro milenio, en libros como Jabón, de Francis Ponge, ó como Plume, de Henri Michaux, especialmente en este último, tal vez porque lo mejor del atractivo ensayo de Hernández no está tanto en la elección de un tema aparentemente trivial que es mareado hasta revelar su oculta trascendencia, cuanto en la muy inteligente articulación del mismo con un tema central de la literatura: el lugar del escritor en el seno del curso literario. Y entonces me ha parecido ver que la literatura, con pandemia o sin ella, siempre ha albergado una tendencia a resguardarse en la inmovilidad de las palabras mudas; las mismas, sí, con las que a veces soñamos en las siestas.
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