Iain Reid es escritor. Nació en Canadá hace 40 años. Hace cuatro publicó una novela, su primera novela. Instantáneamente se convirtió en un éxito internacional. Era una novela difícil, que parecía avanzar en círculos sin ir a ninguna parte. Pero eso no impidió que fuese un éxito internacional. Nadie escribió un artículo sobre de qué manera podía interpretarse la historia de Jake y Lucy, la pareja que conduce hasta la casa de los padres de él, en mitad de una horrenda nevada, teniendo una conversación de altísimo nivel intelectual, mientras ella piensa en dejarlo.
Es decir, el lector hace tiempo, se podría decir que desde el inicio mismo de la novela como novela –puesto que su inventor definitivo, Miguel de Cervantes, la quiso revoltosa, divertida, reflexiva, muñeca rusa de casi infinitas posibilidades– es consciente de ser o no un lector acomodado, y el crítico, también. Y eso es así porque la narrativa escrita tiene siglos de historia.
Hubo antes de ella, una narrativa no escrita que ya curtió la historia convencional –el clásico planteamiento, nudo y desenlace–: las palabras se las llevaba el viento y como mucho se utilizaba el verso para hacer del conjunto algo fácilmente recordable. Pero con el papel escrito, y sobre todo, con la invención de la imprenta, y la aparición del mercado, el arte escrito se expandió y empezó a jugar con la convención. Y hubo reticencia al principio –¿o no aborreció Virginia Woolf el Ulises de Joyce?– pero, ¿la hay hoy?.
El año 1974, Thomas Pynchon ganó el National Book Award por El arcoíris de la gravedad, pero no el Pulitzer, porque su jurado consideró que era una novela fallida, “ilegible, sobrescrita y obscena”. Hoy, es uno de los clásicos de la literatura posmoderna norteamericana. Bien, la incomprensión, en la literatura ha estado también siempre ahí, pero se diría que el lector es consciente que en el, por fortuna, amplio mercado editorial –que no deja sino de crecer, y en todas direcciones, la atomización es imparable y necesaria para su mala salud de hierro– puede elegir un camino u otro, y se aparta de aquello que sabe que no va a darle lo que espera, pero ¿ocurre así en el cine?
¿Por qué no hay artículos sobre lo complejo de la trama de la novela Estoy pensando en dejarlo (por cierto, recién publicada en español por AdN) y sí sobre lo aburrida y tediosa que resulta cinematográficamente? ¿Por qué si no entendemos Tenet no disfrutamos viéndola?
No debe generalizarse nunca. Por supuesto, hay quienes disfrutan todo el tiempo. Se disfruta de los crípticos lienzos en movimiento de David Lynch, o de las casi instalaciones artísticas audiovisuales de Nicolas Winding Refn –por más que se le dispare desde todos los frentes porque lo que hace resulta incomprensible, cuando es perfectamente comprensible en un nivel que nada tiene que ver con lo convencional–.
También de los rompecabezas físico-teóricos de Christopher Nolan porque algo no tiene por qué ser comprensible para disfrutarse. Como admitiría cualquier neurólogo, el cerebro se divierte cuando aprende, y aprende siempre que se expone a algo que no ha experimentado antes. ¿Qué papel juega la voluntad, o la costumbre, en ese aprendizaje? Se diría que uno enorme, y aún rígido. Si solo una de cada 100 películas trata de romper el esquema narrativo, ¿no es lógico el planteamiento de que no tiene sentido?
“Una película, o una serie de televisión, es lo más parecido a un truco de magia”, dijo en una ocasión David Lynch, “y los magos”, añadió, “nunca deben explicar sus trucos”. Invita Lynch al espectador así a dejarse llevar por lo que sea que está viendo, olvidando las expectativas. Las expectativas son el verdadero enemigo del cine entendido sobre todo como gesto artístico, retablo en movimiento, rotura de toda convención.
En una película de notas al pie y fluir metanarrativo como Lo que esconde Silver Lake, por ejemplo, el espectador debe sumergirse como lo haría en una novela de David Foster Wallace. Es decir, debe dejarse abrumar y despistar, debe desear disfrutar de las microescenas de un macropuzzle no necesariamente hilvanado. Nunca presuponer que, pase lo que pase, habrá un planteamiento, un nudo y un desenlace. Porque, ¿no estaría entonces el espectador ignorando que el cine puede y debe ser algo más que una experiencia mainstream como la que proponen los best sellers literarios?
Puede que hace medio siglo, los años que hace que existe 2001: Una Odisea del Espacio, de Stanley Kubrick (un ejercicio de ampliación del campo de batalla cinematográfico sin igual hasta entonces), el debate en torno al sentido del cine incomprensible no existiese en tanto que debate porque tampoco existían las redes, ni la infinidad de voces disonantes de los espectadores acomodados, que a veces están curtidos pero son igualmente rígidos.
Ni los críticos de cine están a salvo de la maldición de las expectativas. En la actualidad se arriesga más porque, más allá de la existencia de las redes, cada vez cuesta menos hacer cine, o hay más dinero en el sector –ante la burbuja del streaming–. Después de todo, el mercado está tan atomizado que, ¿no existirá ya un mercado para el experimento audiovisual, o la obra, sin más?
En cualquier caso, la existencia de algo incomprensible para el espectador es siempre, aunque no lo parezca, una buena noticia para el cine. Quiere decir, por un lado, que este tipo de cine ha dejado de depender del mercado de la manera en que lo hacía –ofreciendo concesiones, amoldándose a lo establecido–, y, por lo tanto, puede lanzarse a explorar y ampliar límites sin miedo.
Por otro, que está en camino o ya existe, como ocurrió en el caso de la literatura, un espectador lo suficientemente maduro como para aceptar que el cine no es solo historia, es también, y lo ha sido siempre, disparo a la yugular, laberinto, experiencia estética, arte abstracto. Una historia que nadie ha construido, que el espectador, como las historias que nos aguardan en los museos de todo el mundo, debe aprender a construir por sí mismo, o simplemente, permitirse perderse en ella porque ella es también un montón de espejos en los que reflejarse.
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