«...Como si, al escribir, cada línea que trazo en la página con el bolígrafo se cubriera de moho y cada página que dejo atrás, cubierta con mi escritura, se abarquillara, amarilleara y se retorciera como una hoja seca. Pero yo seguiría escribiendo igualmente cada vez más rápido, para que no me alcancen el desastre y la desgracia.
...Como si, al comer, la cuchara en la que la sopa gira lentamente, arrastrando en su giro un fideo, se oxidara en el trayecto del plato a la boca, se corroyera y cayera convertida en migajas de óxido sobre la holanda pura del mantel, y solo una bola de sopa, blanda y en continua remodelación, siguiera levitando en el vacío hasta llenarse también ella de gusanos y tijeretas.
...Como si, al hacer el amor, los billones de barquitos de papel liberados por mi vientre penetraran en el vientre de mi esposa, en el interior de una geografía desconocida y extraña, atravesaran gargantas terribles, cataratas implacables, naufragaran por las trompas traslúcidas, ardieran al rozar las paredes y fueran atrapados por seres sin ojos hasta que un solo velerito se detuviera en las aguas tranquilas que rodean la abrumadora, redonda fortaleza. Y allí, bajo un cielo de tormenta, esperara la ruina, la ruina total, la ruina ilimitada. No ha quedado ni una piedra de aquella ciudadela ovariana.
...Como si los puentes se derrumbaran a mi paso.
...Como si las estrellas explotaran después de caer dormido.
..Como si mi memoria fuera un osario.
...Como si nuestra mente fuera una campana resquebrajada».
Este es el espectacular comienzo del libro que os traigo hoy. Continua Mircea Cărtărescu, su autor, evocando el olor del cuadro de la isla de Ada-Kaleh que adornara la pared de su habitación en el piso en el que transcurrió su infancia. Y no, no es el olor imaginario de esa isla sumergida en el Danubio el que impregna ese recuerdo, si no el literal olor a óleo del cuadro recién pintado. Pero ese olor, pues ya se sabe que el más primitivo de los sentidos tiene el poder de hurgar en nuestra memoria, se transporta en partículas volátiles hasta alcanzar otra isla, en este caso la ínsula cerebral de Cărtărescu.
Nuestros recuerdos son las ruinas de nuestro pasado, el vestigio de nuestra erosión, pero, para aquel que tiene amplitud de miras y capacidad de observación, las ruinas también pueden ser cimientos. «A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas», nos dice el escritor rumano, para poco después reafirmarse así: «De ahí mi oficio: constructor de ruinas. Mi vocación: arquitecto de ruinas. Mi vicio: voyeur de ruinas».
Afortunadamente, no todo en este libro destila esa intensidad narrativa de la que es ejemplo el fragmento con el que inicio esta reseña. Sí, habéis leído bien, he escrito afortunadamente. Hubiese salido de él, de lo contrario, abrumada, almibarada. Necesito remansos para vadearlo, cambiar de transporte incluso para no dejarme arrastrar por los remolinos. Cărtărescu tiene muchos registros y este libro también. El ojo castaño de nuestro amor compila relatos, memorias y ensayos para conformar una suerte de «mitología personal» del diría máximo exponente actual de la literatura rumana sino fuera porque él no se considera así, si acaso un escritor europeo aunque tampoco gusta de fronteras literarias. «No tengo nada que representar a excepción de a mí mismo, de la patria de mis textos», nos advierte.
Así, nos cuenta anécdotas personales como la de los cotizados vaqueros que nunca pudo vestir en su juventud, él, que paradójicamente formó parte de la generación de poetas de su país conocida como la de los vaqueros; nos habla de los años en los que fue literalmente un yonqui del Nescafé; comparte su deseo de tener, cuando aún no había descubierto su Bucarest, una ciudad que iluminara y fuera sinónima de su obra como tienen tantos grandes autores; habla de la poesía, de la juventud; nos descubre las invisibles a muchos ojos referencias literarias de algunas obras a través de la Lolita de Novokov; se atreve a jugar a la distopía, «pues donde no hay espacio para la paradoja no hay espacio tampoco para la controversia», en un surrealista relato en el que brama contra el oscurantismo de la ciencia a la vez que aboga por el elemento poético de las disparatadas teorías científicas entre las que figura la de un entrañable y visionario vejete de aspecto parecido a Dios y que responde al nombre de Darwin; nos hace partícipes de que su apellido, tan extraño a nuestra lengua y más aún a nuestro oído, en Rumanía es tan común y vulgar como nuestros Rodríguez y Fernández ya que los -escu campan allí por doquier.
También nos narra el primer cuento que leyó con ocho años, imposible de recuperar por no recordar el título pero inalterable y permanente en su memoria; nos confiesa que se aprovecha de una fisura en la Ley de Propiedad Intelectual, la ausencia de copyright de los sueños, y que muchas de sus ficciones beben de los sueños de una tal D., personaje de uno de los relatos del volumen Nostalgia que aquí nos revela ser real; nos permite asomarnos a ese trinomio afectivo de su primera infancia que formara con su madre y su gemelo perdido en «la historia más mágica que yo pueda contar jamás» y que da título a este libro; nos deja una imagen terrible no exenta de cierta belleza poética, la del cantante Cristian Vasile, el equivalente rumano de Gardel, tomándose a cucharaditas las cenizas de su amante Zaraza, porque hay para quien dejarse morir de dolor equivale a alimentarse de las ruinas de la persona amada. Naturalmente, en la mayoría de estos textos, Cărtărescu nos cuenta estas cosas para contarnos otras.
Vuelvo a las ruinas al final de mi último párrafo, a ese escenario de devastación y melancolía, porque lo siento inherente a los autores centroeuropeos por más que el rumano se quiera deslindar de ello y él sea además un poco más suroriental. Hay cierto fatalismo y escepticismo común a todos los países que han salido recientemente del comunismo, y alguno de estos textos me ha llevado a ese otro libro también mezcla de memoria y ensayo de otro centroeuropeo, el polaco Adam Zagajewski, que es En la belleza ajena. Pero concedo, sí, le concedo a Cărtărescu que hay mucho más en él como escritor, que hay mucho más en este El ojo castaño de nuestro amor.
Toca en él el rumano casi todos los palos. Tal vez le falte la poesía (si bien nos cuenta cómo escribió su libro-poema El levante). O no, si atendemos a que «la poesía no es únicamente el texto que no llega hasta el final en el margen derecho de la página. Está de hecho en todas partes, en el ADN de nuestras células y en las fórmulas matemáticas, en las mujeres guapas y en los hombres guapos, en la forma de las nubes de verano, pero también en el cadáver putrefacto descrito por Baudelaire, en la ruina y la destrucción. Ser poeta [...] significa ser capaz de ver la belleza allí donde nadie más la ve: [...] en el más presente/ausente, el más humilde/sublime y más dulce/peligroso objeto del mundo». Sí, hay mucha poesía en este libro, hay mucho de poeta en Mircea Cărtărescu.
Es hermoso cómo relata la primera vez que ve el mar; cómo nos habla de ese horizonte brillante cual hoja de cuchilla sobre el que las madres de esa ciudad marina advertían a sus hijos para que no se cortasen y tiñesen el mar con su sangre; cómo narra luego el regreso a casa, a los padres, pertenecientes ya a otra especie distinta, la de tierra adentro, la que está hecha de raíces. Hermoso es también su cuento sobre esa tierra extraña cuyos habitantes buscan un escritor que los inmortalice; atraen a los escritores, a través de diez vidas, para que los conviertan en personajes literarios. En ese cuento utiliza elementos fantásticos; los seres de esa tierra extraña funcionan en base a un artefacto o mecanismo de relojería; la musa del narrador/escritor/¿Cărtărescu? fabrica un invento para darse cuerda a sí misma y paliar así su soledad, del que como efecto secundario surge un par de alas.
Detecto cierta querencia por la entomología en los elementos figurativos que utiliza el autor, si bien no es para nada esta ciencia la única en la que se apoya su narrativa. Cărtărescu aboga por que los escritores echen mano de referencias no solo literarias sino también históricas, científicas, etc. y porque los lectores se presten a entrar en este juego. Él mismo nos deja en varios de sus textos referencias culturales latinas y griegas (y supongo que en parte se basa en esa cultura común para reivindicar su carácter europeo).
En otro de ellos se extiende acerca de la preocupante ineptitud de las generaciones actuales para ir más allá de la literalidad de lo leído y en su incapacidad para comprender e hilar muchas de las referencias que contienen las obras de los grandes autores. Comparto preocupación ante lo primero pero declaro sentirme a veces chiquita ante lo segundo. No obstante, pienso que en ocasiones merece el esfuerzo de correr el riesgo de no llegar a alcanzar toda la dimensión de lo leído y en el caso del señor Cărtărescu me compensa esa faceta suya en la que se pone tan docto y se me hace por ello un tanto distante.
«Me pregunto sinceramente», se interpela y nos interpela el autor a tenor de lo anterior, «si quedan lectores que sigan con tenacidad a un autor, a través de todo su sistema de galerías, como a un zorro astuto. Que quieran entrar de verdad en los extraños mundos de unas mentes prodigiosas. Alguien dijo que «un escritor de genio nos hace a nosotros geniales»».
Leí del escritor rumano su brillante relato El ruletista, leo ahora este cajón de sastre que es El ojo castaño de nuestro amor y me respondo sinceramente que sí, que quiero seguir a este zorro astuto por todo su sistema de galerías; quiero seguir leyendo a Cărtărescu, sin prisas, con pausa, pero con tenacidad, aunque me lleve diez vidas seguir el hilo que me lleve a sumergirme en su isla cerebral; quiero aspirar a ser tocada por su genialidad. A los que aún no lo habéis leído, dejo que sea él mismo quien os convenza; dejo que sea él quien os tiente para que el nombre de Mircea Cărtărescu deje de sonaros a un algo indeterminado exótico y comience a cobrar para vosotros una identidad y un significado propios.
«Abre, sin embargo, mi libro [...]: solo entonces [...] mi nombre se abrirá y empezará a significar, tal vez, algo para ti. Y puede que, al igual que el nombre de tu automóvil favorito, del procesador de textos de tu ordenador, del periódico que lees todos los días, este insólito -escu llegue a ser para ti, algún día, una garantía de calidad: la garantía de una literatura honrada, de una literatura verdadera».
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