Cuando se suicidó en 2008, David Foster Wallace dejó en su estudio una ingente cantidad de materiales que formaban parte de un ambicioso proyecto novelístico en el que llevaba trabajando más de una década. Poco después de su muerte, su editor, Michael Pietsch, llevó a cabo la labor de ordenar y clasificar los fragmentos destinados a integrar una novela que hubiera llevado el título de El rey pálido. Al cabo de casi tres años y haciendo gala de un asombroso despliegue de honestidad e inteligencia, Pietsch había logrado componer un corpus textual de tal coherencia que los más exigentes devotos de Foster Wallace se apresuraron a reconocer que las más de 500 páginas ordenadas en 50 fragmentos transmitían con inquietante autenticidad la sensación de ser una nueva obra del autor de La broma infinita.
En todo caso, el hecho de que El rey pálido sea una obra dispersa e inconclusa encaja a la perfección con la visión novelística de David Foster Wallace, cuyas narraciones carecían de finales definidos y favorecían la utilización de estructuras tentaculares que se ramificaban de manera incesante. Enmarcado entre ausencias e insinuaciones, el texto truncado de la novela póstuma de Foster Wallace presenta un carácter sugerentemente enigmático. El lector tiene la impresión de estar ante las ruinas del presente.
Desde los inicios de su carrera, Foster Wallace se propuso examinar el malestar que aqueja a la sociedad norteamericana. La visión que se nos ofrece en El rey pálido es la de una cultura a punto de implosionar. Lo que DFW empezó a urdir y no se quedó demasiado lejos de terminar es una parábola escalofriante del capitalismo tardío en la era de la información. La imagen que se nos presenta es la de un mundo en el que todos, no sólo sus personajes, estamos inmersos. El escenario de la novela es la Delegación de Hacienda de Peoria, Illinois, en el Medio Oeste norteamericano, a mediados de la década de los ochenta. Wallace fija su atención en un grupo de funcionarios que el azar ha reunido allí. La premisa que ha elegido es de una audacia narrativa insólita: lleva a cabo un análisis exhaustivo del tedio existencial como ingrediente fundamental de la condición humana. El pálido rey es una pavorosa indagación en los mecanismos del aburrimiento que preside las vidas de una proporción alarmantemente elevada de la población. Estados Unidos, y por extensión la sociedad occidental, es una nave que flota a la deriva en el espacio, sin saber adónde se dirige.
Pese a los muchos momentos de virtuosismo técnico, El rey pálido es su novela más abiertamente emotiva. La piedad del autor hacia sus personajes es conmovedora. Hay un aire de tristeza, nostalgia y melancolía que impregna toda la novela, y que resalta de manera singular en los pasajes en los que presta atención al paisaje y la naturaleza, lugares idílicos en los que se anclan los mundos perdidos de la infancia y la adolescencia, antes de la derrota que supone el hecho de alcanzar la madurez.
El texto es extraordinariamente dúctil, con innumerables momentos de gran brillantez y agilidad, que evidencian un dominio absoluto de una amplia gama de registros. Hay escenas de abierto lirismo y momentos en los que la prosa fulgura o se apaga de manera intermitente. Abundan las ráfagas que responden a una mímesis exacta del mundo agónicamente aburrido retratado en la novela. Hay muchos momentos memorables, como el monólogo de cien páginas en el que Claude Sylvenshine rememora su pasado, descripciones escalofriantes de accidentes, un pasaje hipnótico en que los funcionarios de Hacienda pasan las páginas de los formularios fiscales. Hay páginas que parecen arrancadas de Beckett o de Kafka, magistralmente transfigurados por Foster Wallace, que consigue el efecto de imprimirles un efecto de silenciamiento, trayéndolas a la actualidad, aunque quizá la huella más palpable sea la de Melville, cuya sombra se proyecta tenuemente sobre el texto. Los funcionarios de Peoria son avatares de Bartleby, y la agencia en que desperdician sus vidas, una versión magnificada de la lóbrega oficina de Wall Street ocupada por el enigmático escribiente. Revive desde el futuro el terror vislumbrado por Melville. Otra influencia inteligentemente fagocitada es la de Thomas Pynchon, con su oblicua poética de la paranoia.
El rey pálido es una novela de extraña belleza y hondura, que exige una lectura lenta y arrastra al lector a un universo poblado de ecos y sombras indefinibles. Es digna heredera de La broma infinita, sólo que más sobria y estática, ligeramente menos inventiva y de tonos más sombríos. El hecho de que sea una obra inconclusa le confiere un aura de melancolía que nos hace pensar que el escritor estaba retratando el desolado paraje de la depresión que padecía. Cuando el fantasma del suicidio aletea por entre los pensamientos espectrales de los personajes, resulta muy difícil no sentir un escalofrío. Pese a los innumerables momentos en los que el tedio de las vidas retratadas parece contagiarse a la prosa, lo que predomina es un sentimiento de logro y de grandeza. De lo que no cabe la menor duda es del talento inconmensurable del autor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del 0026, 26 de noviembre de 2011.
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