Hay algo muy interesante en la historia de la ciencia ficción que se alcanza cuando el reflejo automático y eufórico y casi histérico del futurismo puro y la anticipación desaforada y el ilusionismo por los progresos tecnológicos por venir (todo presentado como en un catálogo de IKEA) súbitamente hacen sitio a la atendible posibilidad de que las cosas se averíen y los ingenios se descompongan. Y que, sí, el mañana al que cantaban esos sentimentales crooners devenga en un hastiado no future de modales punk.
Enseguida, lo que vendrá deja de ser tan apetecible y hágase la luz encandiladora de las oscuras distopías. Y, así, mundo (in)feliz, el número de ese año, libros en llamas, las exhibiciones de atrocidades y las piscinas vacías de Vermillion Sands. Y, claro, todo sostenido y viniéndose abajo por defectos especiales y perfectos desperfectos. Y de ahí androides/replicantes melancólicos rebelándose contra su fecha de expiración y superordenadores cantarines enloqueciendo a bordo de naves perseguidoras de monolitos tan crípticos como ominosos.
Lo siguiente, claro, es el fin del Gran Sueño Interplanetario, la sospecha de que estamos muy solos y la odisea del espacio exterior mutando a nuestro espacio interior para reconvertirnos en aliens de nosotros mismos como neuromantes criptonomicones.
Y acaso lo más revolucionario del todo: el ahora se ha devorado al después y –a la espera de la cada vez más cercana Singularidad que nos fusionará con nuestras propias máquinas si Skynet y/o Matrix lo permiten– a distraerse como yonquis adictos al nuevo y efímero gadget mientras nos miramos en el más opaco de los black mirrors y nos sabemos enredados en las solipsistas redes sociales. Así, los virus generadores de vampiros-zombis han derivado en lo viral, degenerando a sonámbulos siempre sedientos por consumir sin darse cuenta de que son consumidos. De ahí que el ominoso e intimidante Gran Hermano de Orwell se haya degradado a Big Brother de irreales realities con famosos instantáneos y pasajeros reproduciéndose como esporas derivadas del epidémico y contagioso-cero conocido como Andy Warhol.
De ahí, tal vez, que ahora una de las fantasías especulativas más verosímiles por hacerse realidad sea la caída de todo lo que está en alza: nuestra ardiente dependencia y adicción a todo lo tech deviniendo en pavo enfriamiento virtual. Un súbito silencio luego de tanto ruido y furia ensordeciendo a un mundo cada vez más idiota y con más idiotizados que escriben antes que pensar y gritan antes de oír. Y, para hacerlo, usan simbolitos en lugar de palabras.
A eso se refiere (de manera elíptica y críptica y sin sentirse obligada a dar demasiadas explicaciones técnicas) la reciente “El silencio” (Seix Barral). Breve en páginas pero inmensa en intenciones nueva (y, se presume, final según lo avisado por su autor) novela de Don DeLillo. Aquí (quien ya había advertido de un “airborne toxic event” en 1985, en la magistral “Ruido de fondo”, lista para ser filmada por Noah Baumbach) nos invita al crepúsculo/amanecer de una nueva era. Bienvenidos al gran apagón del body electric y a un paisaje súbitamente unplugged.
La Gran Caída del Sistema. Y DeLillo no aclara si es consecuencia de atentado terrorista o erupciones solares o energía oscura o cumplida profecía einsteniana. Tampoco parece importarle mucho el por qué de tanta nada. Lo importante es la inmediata desmotivación que sucede. Y DeLillo no es el único en presionar el off/on de este botón temático que ya va camino de ser subgénero.
No hace mucho, Alena Graedon publicó “El virus de las palabras”, donde los hombres se han convertido en dispuestos dispositivos y, por lo tanto, expuestos a cualquier tipo de malfuncionamiento y, finalmente, víctimas de “la disolución del lenguaje” cuando el idioma, convertido en moneda de cambio informática, colapsa y las personas descubren que ya no saben cómo comunicarse boca a boca. Tim Maugham en su “Infinite Detail” propuso (entre el ensayo y el thriller político) un suerte de manual de (des)funcionamiento de todo lo que DeLillo no detalla luego de la acción de un anarco-hacker, quien libera un algoritmo destroyer-reboot que borra todo programa y deja k.o. a la hasta entonces o.k. internet.
En “The Second Sleep”, Robert Harris va aún más lejos llevándonos ocho siglos al futuro para –luego de un “colapso sistémico de la civilización tecnológica”– pasearnos por una Inglaterra sumidad en una nueva Edad Media en la que la Iglesia vuelve a ser fuerza invulnerable y perseguidora e inquisidora de todo “cientificismo herético” como sinónimo de brujería y se condena a todo poseedor de arcano artefacto con el signo de la manzana mordida que causó la expulsión del Paraíso (quienes prefieran la versión serial-netflixiada y mad-maxística de esto, ahí tienen a la reciente “Tribus de Europa”, transcurriendo en 2074 luego de blackout electrónico conocido como “Diciembre Negro” provocando un todos contra todos no muy diferente al de estos días en la Des/Unión Europea).
Y, casi en sincro con “El silencio”, Jonathan Lethem y su casi pastoral y optimista “The Arrest”. Y Rumaan Alam y su doméstica y claustrofóbica “Leave The World Behind” (que sería perfecta película de Jordan Peele) proponen variaciones sobre el aria del mismo tema: ese momento en el que –como define DeLillo en lo suyo– “la vida de pronto se vuelve tan interesante que hasta nos olvidamos de sentir miedo”.
Pero a no olvidarlo nunca: interesante es la más ambigua de las palabras, y de ahí que los sabios chinos entiendan a su “que tengas una vida interesante” como algo que vale tanto a la hora de la bendición como de la maldición.
Mientras tanto y hasta entonces –en ‘The New York Times’, en una de las pocas entrevistas que dio para promocionar “El silencio”–, DeLillo apuntó que, por las dudas, él sigue escribiendo en su misma máquina de escribir mecánica marca Olympia “porque me permite ver con mayor claridad las palabras sobre la página”; y que no tiene smartphone “porque prefiero seguir pensando de manera tradicional; la tecnología ha cambiado el modo en que pensamos y nos expresamos. Todo era diferente antes de este un tanto abrupto avance tecnológico.
Ahora, pensamos de un modo menos meditado y de manera más instantánea. No digo que se trate de una degradación. Simplemente es lo que pasa. Es una forma de avance. Es el sendero que marca la tecnología. Y es algo incontrolable. Pero vaya uno a saber cuál será nuestra próxima noción de normalidad. La pandemia ya está cambiando toda nuestra estructura sentimental. El misterio es de qué manera lo hará. ¿Nos comportaremos igual a como nos comportábamos antes de todo esto cuando haya pasado? Para muchos será difícil volver a todo aquello, porque les parecerá algo extraño y mucho más cuestionable en muchos sentidos... En lo personal, yo me sigo sintiendo más cómodo con el teléfono en casa y con una línea fija. Me hace sentir normal. No anormal. Aunque en ocasiones, tal vez, subnormal…”.
Y entonces DeLillo se ríe.
Y ahí fuera algo se rompe más allá de todo arreglo.
Y no se oye nada para que, de improviso, aunque no se quiera, se vea todo.
Rockdelux
2021
No hay comentarios:
Publicar un comentario