Hay un hombre concebido en una suite del Waldorf Astoria de Nueva York que durmió en las celdas de aislamiento en las cárceles de Franco, renunció a dos pasaportes (español y estadounidense) y hoy recoge aplausos de la crítica por sus libros. Hay otro hombre que observa el mundo desde una silla plegable clavada en la playa de Benidorm a quien atormenta la oferta de una pequeña editorial de Logroño de publicar sus diarios. Entre ambos está Iñaki Uriarte, un tipo solitario de San Sebastián que vive acompañado en Bilbao, un pesimista bronceado, un diletante profesional, un indolente con piel de gallina. También es un escritor que niega serlo.
Entre otras muchas cosas, de Uriarte se puede decir que ha leído, pero nunca hay absolutos en esa cosmogonía: «¿Veis todos esos miles de libros en estas estanterías? Pues no me acuerdo de nada». Más mentiras. A menudo responde con citas, pero no hay vanidad. ¿Por qué estropear algo que se explicó hace ya mucho y tan bien? ¿No resulta aún más arrogante creer que uno tiene algo que decir? Las preguntas se acumulan. ¿Qué interés puede tener esta entrevista? Así nos esquiva durante meses antes de recibirnos en su casa. Diluvia sobre el centro de Bilbao mientras Uriarte encadena cocacolas y Ducados desde su sofá. Hablamos de su libro, de los de otros, de la vida a secas, «eso que muchos parecen tomarse tan en serio». Le dejamos fumar.
Diría que soy el que menos sabe de literatura en la casa, pero me han encargado a mí esta entrevista.
¿Le parece un agravio?
Qué va. Yo tampoco soy escritor, así que estamos empatados.
¿Qué es usted, entonces?
Pues alguien que ha leído y, llegado a una edad, le ha dado por escribir algo. Es normal que cualquier gran aficionado a leer trate alguna vez de escribir unas páginas. Además, me parecería normal que todo el mundo dejara algo escrito sobre la impresión que ha tenido de su paso por esta vida. Yo me puse a anotar cosas en un archivo del ordenador que llamé «Diarios», pero que no son en realidad unos diarios, sino una cosa más variada. No he contado nada muy especial y tampoco he expuesto discursos estructurados sobre nada, porque no los tengo.
Pues aquí cuento quinientas treinta y tres páginas, ni más ni menos. Algo habrá dicho.
Oye, tutéame. Empecé a escribir a los cincuenta y dos años, y por culpa de una enfermedad. Yo salía todas las noches, bebía mucho y, al final, el páncreas no pudo más. Tenía un recuerdo de mi vida pasada muy difuso. No era capaz de fecharla, ni ordenarla, así que pensé en rescatar algunos recuerdos, contar algunas anécdotas y apuntar medio ideas y ciertas ocurrencias. Al dejar de salir y de beber me sentí con mucho tiempo libre porque, claro, beber es todo un trabajo, y con el páncreas en ese estado y a esa edad, sufría unas resacas terroríficas de las que me costaba muchísimo recuperarme. Empecé a tomar notas para mí, y así pasé ocho años, enseñándoles aquello solo a un par de amigos. Al final del año les mandaba unas treinta páginas y me decían que les gustaba leerlas.
¿Realmente no habías pensado publicar nada?
Insisto en que no. Me decían que tenía que editar, pero yo no quería. Yo les decía que sería como ascender a mi nivel de incompetencia, aquello del principio de Peter, o que no por hacer bien una comida casera para unos pocos puedes ya poner un restaurante abierto al público. Pasados ocho años le enseñé unas cuantas páginas, unas cincuenta, a José Luís García Martín, al que no conocía. También escribe diarios y le tenía entonces por el crítico más exigente de España, sin pelos en la lengua y crítico hasta con sus amigos. Le enseñé lo mío. Yo solo quería conocer su opinión. Y le encantó. Sin pedir permiso, hizo una selección de textos y la publicó en su revista Clarín. Aquello fue un subidón extraordinario. Yo era como un pintor dominguero que pasa ante una importante galería de pintura un martes cualquiera, enseña un cuadrito y le dicen que le hacen una exposición la semana que viene.
Para entonces ya habías escrito y publicado cientos de críticas literarias, ¿no?
Sí, pero quería escribir con mi propio tono de voz y solo para mí. Tratar de eliminar esa especie de retoricismo que te sale siempre al escribir para el público. Y simplificar la escritura, aunque yo tampoco sé escribir complicado. Hablo a trompicones, pero al escribir procuro que quede claro y muy legible. Tampoco tengo un discurso estructurado ideológicamente sobre esto o aquello. No soy un teórico de nada y no dispongo de recomendaciones morales, políticas o lo que sea para nadie. Nada. Me propuse anotar unas treinta páginas. Pero llegué a las treinta casi sin darme cuenta y entreteniéndome mucho. Así que seguí, y seguí, y, de repente, me he encontrado con un tocho de quinientas páginas que me asombra, sobre todo porque yo soy muy vago, muy indolente. No soy de esos que tienen una disciplina para escribir, sino que lo hago cuando se me ocurre algo. Me divierte mucho.
También dices en tu libro que si estuvieras tranquilo no habrías escrito una sola línea.
Es cierto, esto tiene algo de terapia, pero, sobre todo, tiene mucho de juego. Yo no escribo porque tenga algo que decir. He leído a viejos escritores que dicen que no se quieren morir porque todavía tienen mucho que decir y eso me llama la atención. No puedo evitar reírme. Yo nunca he tenido nada que decir. Escribir estas páginas ha sido como un juego que me ha ayudado a ordenarme. No quieren ser una cosa confesional, ni una herramienta para ajustar cuentas con nadie, o contar cosas extraordinarias, o resolver un conflicto de la infancia con mis padres ni nada por el estilo.
Tengo una tendencia innata a la soledad y soy menos sociable de lo que pueda parecer, pero tampoco me ha pasado nada terrible que exija ser contado. Lo mío es más como de un señor que se compra un tren de juguete, lo instala en un cuarto y va añadiendo vagones, estaciones y paisajes que le gustan a él para pasar el rato. También es verdad que cuando publiqué me entró una especie de pudor, diría que de pavor, casi físico, como de psiquiatra. Yo había contradicho totalmente el lema de Epicuro que siempre dije que me gustaba tanto: «Esconde tu vida», y de repente me convertí en un ser muy vulnerable. El libro no lo había releído entero hasta hace quince días, hasta que me dijisteis que íbamos a hacer la entrevista. Ahora me he reconciliado con él y le doy un aprobado.
Se nota que le diste muchas vueltas a lo de publicar, que te daba mucho pudor.
No me considero un escritor, pero en un momento determinado me entró la ilusión de hacer un libro, aunque solo me lo autoeditase para mí, mi familia y algún amigo. Fue al leer La tentación del fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro, que me encantaron. Más que al leerlos, fue al sopesar el volumen que los contenía, su tamaño. Vi que bastaban unas setecientas páginas para dar una idea bastante completa de quién es o ha sido una persona y pensé en hacer algo parecido. Muchas veces he pensado que me gustaría ser un novelista de verdad, en vez de hablar de mí mismo, que a veces resulta un poco empalagoso. Puedes acabar empachado de ti mismo. Leo mucha literatura policíaca, que me encanta. Y ya me gustaría saber hacer una.
En tu libro resulta llamativamente recurrente tu necesidad de disculparte por «no haber trabajado nunca». ¿Te sientes culpable de algo?
Probablemente un poco. Ya me lo han dicho: si hablas tanto de esto, algo habrá. Pero ¿no nos enseñaron desde pequeños que estábamos aquí para ganarnos el pan con el sudor de la frente? Y la verdad es que yo he sudado poco. Con mi edad de ahora, propia de un jubilado, por fin me he librado de una pregunta incómoda que me han hecho a menudo al presentarme a alguien: «¿A qué te dedicas?». La mayor parte de las veces contestaba farfullando algo más o menos ininteligible. La vez más graciosa fue un día que me encontré con Joaquín Almunia, alguien que me cae muy bien y al que conocía un poco de la universidad, y fue lo primero que me preguntó: «¿A qué te dedicas?». «A nada», le contesté sonriente. Creo que fue el único al que respondí con claridad, porque él se dedicaba entonces nada menos que a ser comisario económico de la Unión Europea, o algo así.
Era todo un buen contraste. Si hubiera podido trabajar unas pocas horas al día en algo que me gustara lo habría hecho más en mi vida, porque lo otro también te aísla socialmente, pero apenas existían trabajos de ese tipo. Y así es que he trabajado poco, no he sido nunca un asalariado ni he estado en nómina y ahora no tengo pensión. No creo que el trabajo dignifique nada, aunque sí da sentido a la vida de mucha gente. No hay más que ver cómo muchos se quedan colgados de la brocha tras jubilarse. Por otra parte, es que da pena hablar de ciertos trabajos que hay por ahí, terroríficos. Gente que se pasa la vida trabajando como mulos para no ganar nada. Es indignante.
Sí que se nota más frescura al principio, probablemente porque todavía no pensabas en publicar. Es al final cuando resulta más evidente que sientes la presión del lector.
Es verdad, por eso paro. Ya no estaba escribiendo para mí. Siempre cito una frase de Jünger, un autor por quien no tengo especial simpatía, pero al que he leído mucho. Dice que el secreto de un diario es el monólogo bien logrado. Que se note que son apuntes para ti y no para la galería.
¿No resulta un poco egoísta eso de escribir para uno mismo y olvidarse del lector?
Al final, a lo mejor es verdad que siempre escribes para que te lean, aunque hay gente que escribe diarios y los quema al final del año, pero yo me conformaba con que lo leyeran cuatro gatos, mi familia, unos pocos amigos y yo mismo al cabo de unos años.
¿Te has sobreeditado ante la presión?
A lo mejor he cortado mucho, sí. Alguna exageración, algún momento demasiado agrio… Tampoco son diarios, son más bien anotaciones por orden cronológico.
«Un diario formidable», dice de esto Enrique Vila-Matas; «Un ejemplo de naturalidad y agudeza», Antonio Muñoz Molina. También ganaste el Premio Euskadi de Ensayo. No te quejarás.
La verdad es que estoy muy sorprendido por los elogios que ha recibido el libro. Te digo sinceramente que me parece algo asombroso. Al principio tuve un síndrome del impostor grandísimo. Ahora se me ha pasado un poco, y menos mal que dispongo de un elogio definitivo, uno que por sí solo justifica la publicación. No lo he contado nunca, pero sé que una chica joven, hermana de un pariente mío y que estaba en el hospital muriéndose de cáncer, le dijo a su hermano: «Tráeme el libro de Iñaki, que me sube la moral».
Vila-Matas te elogia, a pesar de que en los diarios cuentas cómo le pillaste copiando.
No le importó nada. Somos amigos. Fue curioso. Estaba leyendo uno de los primeros libros de Vila-Matas cuando me di cuenta de que la descripción de una habitación coincidía con la que había leído en un libro de Capote dos días antes. Poco más tarde nos presentaron y lo primero que se me ocurrió decirle fue eso, como un niño. Me respondió algo así como que no se le daban muy bien las descripciones y se fue. Pensé que se cabrearía, pero no. Incluso me dijo que a partir de aquello empleaba a menudo la expresión «no se me dan bien las descripciones».
Señalas que Borges dijo que toda la literatura es autobiográfica. ¿Lo es?
Yo creo que sí. Borges tiene algún texto de juventud en el que decía que le interesaban más los autores que sus obras. Pero luego también fantaseó con una «Historia de la literatura» que omitiera los nombres de los autores de los libros. Supongo que la edad y la fama le hicieron cambiar de opinión, que al final estaba un poco harto ya hasta de su propio nombre y de su gigantesco renombre. No sé a quién le leí que esa fue una de las razones que le llevaron a querer morir en Ginebra, lejos de Buenos Aires. Hacía poco que todos los medios de Argentina habían seguido con minuciosidad la agonía de no sé qué personaje famoso y Borges temía que le sucediera lo mismo. «Acabarían vendiendo casetes con “Los últimos suspiros de Borges”», parece que comentó. A mí me encanta conocer la vida de los autores. Pienso que sí, que toda literatura es autobiográfica. Y todo. Se meten con el abuso del yo en la literatura actual. ¿Acaso no estamos todo el día con el yo, yo, yo en las conversaciones de la calle, en los bares? Cómo no va a estar en la literatura…
El yo resulta apabullante en estos tiempos de redes sociales, blogs, etc. Y parece que se ha democratizado mucho lo de escribir, que la línea entre quién se puede llamar a sí mismo escritor y quién no parece cada vez más difusa.
Eso me parece bien. Lo malo es que luego no sabes bien a quién leer. Por eso está bien el filtro que hacen las editoriales, aunque también suelen ser unos filtros muy contaminados por el dinero.
La portada de tu libro lleva una foto de Benidorm y la contraportada dice que Iñaki Uriarte nació en Nueva York en 1946, es de San Sebastián y vive en Bilbao. Acláranos esto.
La foto es porque me gusta mucho Benidorm y vamos a menudo. Tenemos allí un apartamento. La ciudad aparece bastante en los diarios, lo que suele ser objeto de bromas. Lo de Nueva York es porque es cierto que nací en Nueva York. Mi madre era hija de un santanderino y de una gallega que habían emigrado allí a principios de siglo a través de Ellis Island, cada uno por separado, y regentaban una especie de hotelito-pensión que tenía cierta reputación en el barrio hispánico del Upper West Side.
Hasta Rubén Darío vivió una época allí. Mi madre era toda una neoyorkina de veintitantos años cuando conoció a mi padre, un bilbaíno a quien sus padres habían enviado a pasar la guerra estudiando en la Universidad Cornell. Se conocieron, se casaron y me tuvieron a mí. A veces digo, y muy en serio, que yo fui concebido en el hotel Waldorf Astoria. Mis padres pasaron allí un mes de luna de miel y justo a los nueves meses nací yo. Luego emigramos a San Sebastián, donde residía la familia de mi padre.
Mi primera Nochevieja la pasé en un barco que venía desde Nueva York a Santurce. Mi padre era químico y empezó a trabajar en una fábrica de Hernani. Cuando yo tenía tres años lo mandaron de nuevo a Nueva York a especializarse en plásticos y allí volvimos a pasar una temporada. Por eso, aunque solo viví unos tres años en Nueva York, y por la influencia de mi madre, siempre me ha gustado decir que nací allí. Luego, toda mi infancia y adolescencia las pasé en San Sebastián, hasta que a los diecisiete años vine a estudiar a Bilbao. Yo me considero de San Sebastián. En mi carné de identidad podría poner: «Es de la Real».
Dices que te gusta que Bilbao se expanda, pero que preferirías que San Sebastián encogiera.
En Bilbao he vivido en dos ciudades diferentes, y las dos me han gustado. Ahora vivo, como ves, en la parte más nueva y remodelada, con el Guggenheim ahí al lado. Pero también conocí la Bilbao famosa de los humos, la grisura; una ciudad más violenta, más dura… Todos los que la conocimos sentimos cierta nostalgia de aquello. Cuando volvía a casa de mi madre, en San Sebastián, lo primero que hacía siempre era acercarme a la playa de Ondarreta y mirar. Veía lo que había allí pero no lo que quería ver: la ciudad había cambiado, estaba todo más arregladito, más impersonal. Mi madre nos decía ilusionada: «Tienen ustedes que ver el barrio nuevo de Benta Berri, y el Paseo del Tenis, con el Peine de los Vientos…».
Era curioso. Supongo que, por haber aprendido el español en Nueva York, mi madre nos trataba de usted. Volviendo a lo del barrio nuevo, no era eso lo que yo quería ver, sino el campo de Ramón, con sus vacas, que daba antes a la parte de atrás de nuestra casa, y aquel riachuelo inmundo, con ratas, incluso, al que se nos caía el balón de fútbol, o la antigua fábrica de cervezas El León. Me gustaría que quitasen incluso el Peine de los Vientos, prefería el caminito que había antes. Ahora me he acostumbrado, pero recuerdo que me horrorizó al principio. Por eso digo que me gustaría que San Sebastián encogiera a los límites de mi niñez. Supongo que es algo natural.
En cuanto a tu juventud, apuntas Mayo del 68 como uno de tus hitos vitales.
Fue un momento decisivo en mi vida. Hubo dos o tres años de mucha euforia rebelde y estaba entusiasmado escuchando las noticias que llegaban desde París por la radio. Aquello estalló cuando yo estaba terminando la carrera en la Comercial de Deusto, pero yo no quería ser abogado, ni economista ni nada de eso para lo que nos preparaban allí. Una noche, creo que en la Plaza Elíptica y a las dos de la madrugada, con alguna centramina encima, unos pocos amigos fundamos el movimiento 26 de Mayo, que hacía eco del 22 de Marzo de Cohn-Bendit, un momento fundamental en el 68. Y decidí no presentarme a los exámenes ni acabar la carrera y enfilé a París. La excusa oficial ante mis padres y la universidad es que iba a escribir allí la tesina de fin de carrera.
La escribí, pero no fue eso a lo que me dediqué fundamentalmente. Mis padres me dieron algo de dinero —no mucho, por cierto—, y viví en París todo el curso, comiendo en los comedores universitarios y durmiendo en litera en un cuarto con otros, en un sitio de acogida muy barato que se llamaba Euskal Etxea. No tenía dinero para libros y robaba alguno, que al terminar volvía a releer. Recuerdo haber leído dos veces seguidas Paradiso, de Lezama Lima.
Y descubriste el marxismo.
Tampoco fue para tanto. Digamos que me introduje en el marxismo. A mi vuelta a Bilbao, un amigo que colaboraba con un movimiento comunista de aquí me propuso dar clases de marxismo a unos chavales que trabajaban en Altos Hornos de Barakaldo. En realidad, yo no sabía mucho de marxismo, y cuanto más leía menos me lo creía. Estuve casi dos años colaborando con ellos y lo dejé porque no me acababa de convencer todo aquello del materialismo dialéctico y la dictadura del proletariado. Vivía con un amigo que sí creía en todo aquello y solíamos repartir propaganda por los buzones. Más que comunista, la propaganda era antifranquista y se pasaba mucho miedo repartiéndola.
Ya, como que te detuvieron.
En 1969. Primero fue el arresto. Estábamos mi amigo y yo en casa y sonó el teléfono. Lo descolgamos, no contestó nadie y pensamos que sería la policía. Poco después sonó el timbre de la puerta y comprobamos que habíamos acertado. Nos llevaron. Mi amigo Álvaro siempre cuenta que yo iba muy tranquilo y que incluso le pedí un pitillo a uno de los polis que iban en el asiento de delante. El tío debió de darse la vuelta y decirme: «Lo que te voy a dar a ti es una somanta de hostias». En aquella época, lo de las torturas generalizadas imponía y pasábamos mucho miedo. Pero en el momento en el que me detuvieron y me metieron en el coche yo estaba como tranquilo, como eufórico.
¿La adrenalina?
Sí, no sé. Lo que creo es que estaba contento de que por fin se había acabado el miedo a que me detuvieran, porque ya estaba detenido. Pasamos tres días en la comisaría y me entró una paranoia terrible porque no me torturaban. Yo pensaba que lo acabarían haciendo para sacarme lo poco que sabía; pensaba que me estaban cociendo a fuego lento para pegarme después. No lo hicieron. Y cuando el juez nos mandó directos a la cárcel, respiré. Me monté en la furgoneta feliz, como si fuera el comienzo de una gran aventura. Pasé cuatro meses en la cárcel de Basauri. Era la época del juicio de Burgos e hicimos una huelga de hambre de tres días. Nos metieron un mes de castigo en celdas de aislamiento, y la verdad es que lo pasé bien en aquel confinamiento. En la cárcel me había cansado de estar todo el rato con gente, todo el día, cada segundo, porque hasta el cagadero estaba en mitad de la celda, que era para tres, o cuatro, no me acuerdo.
¿Y la mili?
Hasta los dieciocho creo que tenía las dos nacionalidades, la americana y la española, y aquí me exigían renunciar a una. Así que renuncié a la española para librarme de la mili. Recuerdo que el juez del Tribunal de Orden Público no daba crédito: «¿O sea, que usted renuncia a ser español para no hacer el servicio militar?». Le parecía una cosa increíble. A mí me parecía un argumento de cajón. Desde entonces fui americano durante mucho tiempo hasta que volví a hacerme español, no me preguntes cómo. Hace dos o tres años, descubrí que también seguía siendo americano, lo que me generaba un trastorno burocrático que me daba mucha pereza. Decidí renunciar, pero me di cuenta de que aquello era más difícil que la apostasía.
Tuve que llamar mil veces, enviar mil correos electrónicos a la embajada de Madrid. Por si fuera poco, me cobraron dos mil dólares, que había que pagar en metálico en una ventanilla. Por fin llegó el día y pude jurar ante el vicecónsul, detrás de un cristal antibalas y con la mano derecha levantada, que renunciaba a la nacionalidad americana. Me dieron a elegir entre hacerlo en español o en inglés, y yo me vine arriba y les dije que en inglés. Me pusieron muy mala cara, como si yo fuera un ingrato o un sinvergüenza, pero salí encantado pensando que había dejado de ser americano.
Lo de su doble renuncia a ambas nacionalidades es muy metafórico de su postura sobre esto de la identidad, ¿no?
Bueno, renuncié a una para no hacer la mili y a otra por un problema burocrático, y no sentí nada en ninguno de los dos casos que afectara a mi identidad. Yo nunca he sido nacionalista de nada. Crecí en una familia nacionalista vasca. Sin ir más lejos, recuerdo que el 31 de diciembre nos reuníamos en un cuarto de casa de mi abuela a cantar el «Gora ta gora» con las persianas cerradas. Por lo visto, a mis ocho o nueve años, le pregunté a mi padre: «Aita, ¿yo también tengo que ser nacionalista?». Mi padre, que, además de nacionalista era un gran liberal en el viejo sentido de la palabra, me contestó: «Tú puedes ser lo que te dé la gana». Y hasta hoy. Veo que vamos a llegar a la política y a la pesadilla esa de los nacionalismos. Yo aquí me acogería a la Quinta enmienda, pero sé que es imposible. Adelante.
Será rápido. ¿Cómo se pasa la resaca de la pesadilla que mencionas?
El problema del arrepentimiento, la reparación, el olvido… Esto va a durar aún mucho. Vaya por delante mi rechazo drástico, sin resquicios, a ETA, y que me parece indiscutible que el PNV se comportó de manera muy blanda y poco radical en contra del fenómeno delirante y criminal de ETA y la izquierda abertzale. Pero a veces me viene a la cabeza aquella frase famosa que le atribuyeron a Arzalluz, la de que «unos sacuden el árbol y otros recogen las nueces». Y yo creo que ha habido nueces para todos. Aquello se refería al PNV, pero qué cantidad de camiones de nueces no ha recogido la derecha en toda España, y lo sigue haciendo, de aquel árbol siniestro. Nueces con forma de votos.
¿Crees que es extensible a Cataluña?
No lo sé. Allí la sociedad parece partida en dos, y aquí nunca lo estuvo. Llevo treinta años sin ir a Cataluña y prefiero no meterme. Doctores tiene la Santa Madre Iglesia, y, en esta materia, miles. A lo que sí voy a acogerme es a una frase del ensayista colombiano Nicolás Gómez Dávila: «Los verdaderos problemas no tienen solución, tienen historia». Te estoy llenando la entrevista de citas, pero ¿qué le voy a hacer? Y de aquí no te vas sin alguna de Montaigne, uno de mis escritores favoritos: «No me meto a decir lo que se ha de hacer en el mundo, otros métense ya bastante, sino lo que yo hago».
Ya que hablamos de Cataluña, no nos has contado nada de los años que pasaste en Barcelona. ¿Cómo fue aquello?
Me fui sobre 1971, dos años después de la cárcel. Me había casado y mi mujer y yo queríamos irnos de Bilbao. Las opciones eran Madrid o Barcelona, y al final fuimos a esta última porque nos pareció mas estimulante. Metimos dos maletas en un seiscientos y allá nos fuimos. Encontramos una casa diminuta y, poco después, a través de una monja de Bilbao, un trabajo como redactores de una enciclopedia de Plaza & Janés. Mi mujer también hacía alguna traducción, o trabajaba de azafata de congresos, y con eso vivimos muy bien. Pasamos siete años allí hasta que nos separamos. Ella se fue a la India, eran los tiempos de los jipis y todo aquello, pero a mí no me apetecía nada lo de irme a la India.
¿Y qué hiciste?
Me quedé. Pasé tres años más solo, algo deprimido, pero conociendo a gente muy interesante y pasándomelo muy bien. Tenía una amiga íntima, Lola Díaz, que conocía a muchísima gente y lo mismo traducía a Canetti que dirigía la edición española de Playboy. Hacía unas entrevistas fantásticas y, si podía, solía acompañarla. Así conocí a Jaime Gil de Biedma y a Bryce Echenique. Recuerdo aquel día con Bryce. Lo acompañamos Lola, Enrique Vila-Matas y yo. Bryce acababa de llegar de Francia para instalarse en Barcelona. Él había dejado de beber, pero nos ofreció una copa de una botella sin abrir de un coñac fantástico. Nos bebimos la botella entera entre Lola, Enrique y yo, y ante la impotencia de él, montamos un lío de aúpa.
Los tres guardamos un recuerdo tan borroso como imborrable de aquella tarde. Eran los tiempos del underground, salíamos mucho y hasta tardísimo. Podías asistir a un seminario sobre Hegel en casa de Eugenio Trías y acabar de fiesta en Zeleste, o intentando que Ocaña o Nazario no te metieran mano en el café de la Ópera. Las Ramblas eran una juerga continua, flotaba un aire ácrata y libertario. Me han dicho que aquello ha cambiado mucho. Yo no he vuelto a Barcelona desde hace más treinta años. Lo que no conocí allí fue el nacionalismo. A lo mejor era por la gente con la que me relacionaba, es posible. Me pegaba unos sustos tremendos cuando volvía a Bilbao y veía ikurriñas por todas partes en las manifestaciones. El nacionalismo estaba solo aquí.
Entre las víctimas del conflicto vasco, mencionas que Savater es una de las que más te duelen.
Savater fue importantísimo para mí. Me parece el mejor escritor de España, pero creo que se ha obsesionado demasiado con el nacionalismo. Lleva veinte años sin escribir de otra cosa. Para mí es la víctima que personalmente más me ha perjudicado porque creo que podría haber escrito de otros temas más estimulantes y no tan centrado en el antinacionalismo. Le tocó lo que le tocó, claro. Yo leo cada línea que escribe, aunque a veces le leo cada cosa…
¿El panorama político en España está más crispado que nunca, o nos lo parece a la mayoría?
No creo que la campaña actual de acoso y derribo acabe tumbando a Sánchez. Ya hablarán las urnas. Yo voto PSOE desde que pude votar. No es que analice programas de todos los partidos ni me rompa los sesos barajando opciones. Se vota un poco a ojo, en general, y a mí siempre me ha dado por el PSOE, lo cual no quiere decir que no haya habido cosas que me han parecido aborrecibles. Mi recuerdo es que cuando era joven no había tanto ruido político. En el tardofranquismo y los primeros años de la Transición, la política no fue para mí tan absorbente. Había muchas cosas nuevas por descubrir y por vivir. Supongo que la sensación de hartazgo también viene de esa omnipresencia de las redes, de tantos canales de televisión… Conseguir abstraerse es muy difícil.
Hay gente que se abre camino voceando discursos cada vez más viscerales, casi siempre desde la izquierda hacia la derecha, y no al revés. ¿A qué crees que responde este fenómeno?
En muchos países del mundo se produjo en poco tiempo el triple salto mortal de mucha gente de izquierdas hacia la derecha, a veces muy extrema. Nunca lo entendí. En España me da la impresión de que el motor, el trampolín, lo constituyó el antinacionalismo. Es decir, el nacionalismo español, que decían que no existía, o que era muy residual, opinión que nunca compartí.
En un pasado no tan lejano también era agotadora la omnipresencia del tema vasco en el radar mediático. ¿Crees que en Madrid se hicieron realmente alguna idea de lo que se vivió aquí?
No. Cuando decían que Euskadi era una sociedad enferma en los ochenta y los noventa, ¿qué creían que eran ellos? ¿Qué hacían cuando aquí mataban a un pobre guardia civil, lo metían en un furgón y lo llevaban a enterrar a su pueblo de Extremadura o Andalucía? ¿Reaccionaban? ¿Se manifestaban? ¿Le daban gran relevancia al hecho en los periódicos? Tenían la idea de que éramos solo nosotros, pero lo cierto es que ellos tampoco reaccionaban. Lo de las movilizaciones populares llegó muy tarde.
El Foro Ermua no echó a andar hasta 1998, tras lo de Miguel Ángel Blanco. Hasta entonces no había habido nada ni parecido en España. Yo, desde aquí mismo, desde ese balcón, veía los funerales de los guardias civiles asesinados por ETA y los gritos solían ser «Socialistas asesinos» o «Felipe González al paredón». ¿Qué ganas podía tener yo de acercarme? Volviendo a lo de los movimientos cívicos, siempre me parecieron bien, pero aquello llegó muy tarde. Desgraciadamente, enseguida acabaron absorbidos por los partidos políticos, sobre todo por el PP.
Lo que decías antes de las nueces.
Sánchez Ferlosio, otro de mis grandes apoyos intelectuales, da en el clavo cuando habla de cierto «vampirismo moral», de cómo se ha capitalizado el mal de los demás transformándolo en tu propia virtud. Él cita siempre a Max Weber cuando habla del fariseísmo de esa gente que utiliza la moral como instrumento para tener razón. De eso ha habido muchísimo.
¿Qué estás leyendo ahora?
Me han coincidido dos libros estupendos de dos de mis ídolos, la autobiografía de Woody Allen y los Cuadernos de Cioran.
Cioran lo tienes que tener más que rebañado, atendiendo a tu libro.
Sí, pero me hace gracia leer a ambos simultáneamente, porque los dos son grandes pesimistas y, en el fondo, eso es lo que soy yo también. Para los dos, el mundo es en su conjunto una catástrofe, pero se enfrentan a ello con dos métodos diferentes. Allen con un humor extremado y Cioran a base de desgarro y dramatismo, a veces un poco histriónico. Donde Woody Allen habla de «un creador metepatas» y pide que le devuelvan el importe de la entrada, Cioran habla de un «aciago demiurgo» y añora alguna oración tan potente como para acabar de una vez con el universo entero. Son dos maneras de pensar que esto de la vida humana es una mierda y cada uno se enfrenta a ello a su modo. En realidad, el histrionismo de Cioran también acaba produciendo cierta gracia.
¿No fue Cioran el que dijo lo de que «el pueblo rumano debería suicidarse en masa»?
Probablemente. Era muy dado a ese tipo de exageraciones. Yo no digo que haya que suicidarse, o que me arrepienta de haber vivido. Pero a cualquiera que le pongas un medidor de felicidad durante una semana, la mayor parte del tiempo, si no enfadado, no está contento. El otro día releí una cita tristísima de Auden que me gusta mucho, un verso que dice: «Ordinary human unhappiness is life in its true color» («La vulgar infelicidad humana es la vida con su verdadero color»). Yo creo que es así. Jo, me estoy poniendo de un trascendente terrorífico.
En tu libro pareces más animoso.
Es que para el corto plazo tengo un temperamento optimista, aunque para los grandes temas sea de la familia de Schopenhauer, «el gran patrón», como le llamaba Cioran.
«No hacemos la vida, solo asistimos a ella». ¿Este aforismo es tuyo?
Sí, porque soy reduccionista y simplón. Un determinista radical. No creo en la libertad, o el libre albedrío, o en el «yo decido que…». Pero, claro, no se puede vivir pensando eso todo el tiempo, así que hay que inventarse una especie de novela en la que la libertad exista. Pese a lo que pueda decir la física cuántica, yo me he quedado en el marqués de Laplace. El marqués de Laplace decía que si conociésemos el estado del mundo perfectamente durante un solo instante, sabríamos cómo iba a ser en el siguiente. Y Einstein pensaba algo parecido. «Dios no juega a los dados», dijo, refiriéndose a que el azar no existe y que todo está predeterminado por las leyes de la física. Esto no es más que una opinión, una creencia, claro, una especie de religioncita para andar por casa, pero es la mía. Quita culpas y no exige nada. Por eso digo que, más que hacerla según mi santa voluntad, asisto a mi vida, que la veo desde fuera.
¿Ha sido tu determinismo el padre de los hijos que no has tenido?
No. En este momento pienso que ha sido la experiencia de que la vida es, en su conjunto, más infeliz que feliz. Igual es una burrada que no se puede decir, pero me parece que no hay que traer a nadie a este mundo. A los que no quieren tener hijos les suelen llamar egoístas. Pero en qué cabeza cabe, o qué experiencia tiene de la vida, el que piensa que tener un hijo es un acto de generosidad. ¿Un regalo? Lo más fácil para no aumentar el dolor en el mundo es no traer a nadie aquí. A mí me parece que quien dice que la vida es una maravilla se autoengaña. Aunque haya algunos momentos excelentes, la vida tiene, en resumidas cuentas, más males que bienes.
Uno de tus aforismos es «Nadie se ríe de sí mismo en serio».
«Nadie se ríe de sí mismo en serio» es un juego de palabras que se me ocurrió un día y me hace gracia, pero que no acabo de entender del todo. Supongo que lo que quiere decir es que puedes hacer reír a los demás ridiculizándote a ti mismo, pero que, en el fondo, es imposible reírse de uno mismo en serio. Supongo que surgió como reacción a uno de esos que dicen muy ufanos: «Yo es que me río mucho de mí mismo».
Pues tú sí que pareces hacerlo en el libro.
Me alegra escucharlo, pero siempre digo que el libro ha salido mejor que yo.
«La vida ha sido injusta, pero a mi favor».
Fíjate en qué época nos ha tocado vivir, en qué parte del mundo y, en mi caso, en qué condiciones sociales. No creo que merezca la pena extenderse mucho con esto.
«La vida es lo que te pasa por la cabeza».
Es verdad. Lo de que fulanito lleva una vida «gris» o «anodina» es como no decir nada. ¿Anodina? ¿En qué sentido? Cuando se habla de Kafka hay quien apunta eso de que se puede llevar una vida sencilla y tranquila de oficinista y ser un gran escritor. Kafka, ¿una vida sencilla? Había más aventuras en su cabeza que en la de Hemingway cazando elefantes.
A estas alturas de tu vida, ¿sientes nostalgia de algo?
Nunca se me ha ocurrido decir la tontería esa de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Flaubert tiene un libro muy bonito que pasó media vida escribiendo, Diccionario de tópicos. Es un listado de opiniones tópicas sobre un montón de diferentes conceptos e ideas. En la entrada «Época», dice, más o menos: «Despotricar siempre de ella, decir que es un tiempo de transición y de decadencia». Fíjate que eso lo dijo Flaubert hace ya ciento cincuenta años y lo seguimos escuchando en pleno siglo XXI. Ahora bien, si yo no pienso que cualquier tiempo pasado fue mejor, tampoco pienso que cualquier tiempo futuro será mejor. No doy por descontado el famoso progreso hacia un mundo feliz, que tal vez sea el gran mito de nuestro tiempo. En el futuro pasará lo que pase y no veo por qué hay que confiar en lo que el enorme pesimista Ferlosio llamaba con sorna «la gran marcha triunfal del hombre hacia el futuro», o algo así.
Eso lo dices porque eres un pesimista.
No me gusta quejarme demasiado de las cosas particulares. Es mi carácter. Me quejo del Todo.
Karlos Zurutuza 2021
Jotdown
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