26.5.21

“Historia de un deicidio”, el ensayo de Mario Vargas Llosa sobre Gabo. Un día después del sábado, extracto

Al comenzar los años veinte, un muchacho llamado Gabriel Eligio García abandonó el pueblo donde había nacido, Sincé, en el departamento colombiano de Bolívar, para ir a Cartagena, donde quería ingresar a la Universidad. Lo consiguió, pero su paso por las aulas no duró mucho. Sin recursos económicos, se vio muy pronto obligado a dejar los estudios para ganarse la vida. La costa atlántica de Colombia vivía en esos años el auge del banano, y gente de los cuatro rincones del país y del extranjero acudía a los pueblos de la zona bananera con la ilusión de ganar dinero.


Gabriel Eligio consiguió un nombramiento que lo instaló en el corazón de la zona: telegrafista de Aracataca. En este pueblo, Gabriel Eligio no encontró la fortuna, como probablemente había soñado, sino, más bien, el amor. Al poco tiempo de llegar se enamoró de la niña bonita de Aracataca. Se llamaba Luisa Santiaga Márquez Iguarán y pertenecía al grupo de familias avecindadas en el lugar desde hacía ya muchos años, que miraban con disgusto la invasión de forasteros provocada por la fiebre bananera, esa marea humana para la que habían acuñado una fórmula despectiva: «la hojarasca». 

Los padres de Luisa —el coronel Nicolás Márquez Iguarán y Tranquilina Iguarán Cotes— eran primos hermanos y constituían la familia más eminente de esa aristocracia lugareña. El padre había ganado sus galones en la gran guerra civil de principios de siglo, peleando bajo las órdenes del general liberal Rafael Uribe Uribe, y Aracataca, en gran parte por obra suya, se había convertido en una ciudadela liberal.

Luisa no fue indiferente con el joven telegrafista; pero el coronel y su esposa se opusieron a estos amores con energía. Que uno de la hojarasca, y para colmo bastardo, aspirara a casarse con su hija, les pareció escandaloso. Pese a la prohibición, la pareja siguió viéndose a ocultas, y entonces don Nicolás y doña Tranquilina enviaron a Luisa a recorrer los pueblos del departamento, donde tenían amigos y familiares, con la esperanza de que la distancia la hiciera olvidar al forastero. Luego supieron que, en cada pueblo, Luisa recibía mensajes de Gabriel Eligio, gracias a la complicidad de los telegrafistas locales, y que éstos, a la vez, transmitían mensajes de Luisa al enamorado de Aracataca. Irritados, el coronel y doña Tranquilina consiguieron que Gabriel Eligio fuera trasladado a Riohacha. 

Pero el empecinamiento de la muchacha continuó y ya para entonces el amorío había adquirido cierta aureola romántica y parientes y amigos trataban de persuadir a los Márquez Iguarán de que accedieran al matrimonio. Los padres dieron al fin su consentimiento, pero exigieron que la pareja viviera lejos de Aracataca. Gabriel Eligio y Luisa se instalaron en Riohacha en 1927. El enojo de don Nicolás y doña Tranquilina se disipó con la noticia de que su hija estaba encinta. Ilusionados con el primer nieto, llamaron a Luisa a Aracataca, para que diera a luz allí. El niño nació el 6 de marzo de 1928 y le pusieron Gabriel José. Cuando Luisa y su marido regresaron a Riohacha, el niño se quedó en Aracataca con los abuelos, quienes lo criarían. La niña bonita y el telegrafista formaron un hogar prolífico: tuvieron siete hijos varones y cinco mujeres (una de las cuales es monja). Vivieron un tiempo en Riohacha, luego en Barranquilla, donde Gabriel Eligio abrió una farmacia, luego en Sucre (pueblo vecino de Sincé), donde abrió otra farmacia, y finalmente la familia se instaló en Cartagena, donde vive todavía.

Cuando el coronel Nicolás Márquez y su esposa llegaron al pueblo, al finalizar la sangrienta guerra de los mil días (1899-1902), que devastó al país y lo dejó en bancarrota, Aracataca era un pueblecito minúsculo, situado en la provincia del Magdalena, entre el mar y la montaña, en una región de bochornoso calor y aguaceros diluviales. Pero poco después, en el primer decenio de este siglo, durante el régimen del general Rafael Reyes (19041910), la costa atlántica colombiana tuvo un súbito esplendor, al iniciarse el cultivo del banano en gran escala en toda la cuenca del Magdalena. La «fiebre del banano» atrajo millares de forasteros; la United Fruit Company sentó sus reales en la región y comenzó la explotación extensiva de las tierras. En 1908, de once mil obreros agrícolas bananeros, tres mil trabajaban para la United Fruit.1 

A la sombra del banano sobrevino una aparente opulencia para Aracataca, y la imaginación popular aseguraría años más tarde que, en esos tiempos de bonanza, «Mujeres de perdición bailaban la cumbia desnudas ante magnates, que, por ellas, hacían encender en los candelabros, en vez de velas, billetes de cien pesos».2 La imaginación colectiva —sobre todo la de una comunidad tropical— tiende a magnificar el pasado histórico y a fijarlo en ciertas imágenes, que, curiosamente, se repiten de región a región. En la Amazonía peruana, por ejemplo, se recuerda también la época de oro del caucho a través de anécdotas de derroche y sensualidad, y yo mismo he oído asegurar que, durante la «fiebre del caucho», los prósperos caucheros encendían los habanos con billetes en sus orgías. 

Desde el punto de vista de las fuentes de un escritor, importa poco determinar la exactitud de estas anécdotas, las dosis de verdad y de mentira que contienen. Más importante que saber cómo ocurrieron esos hechos del pasado local es averiguar cómo sobrevivieron en la memoria colectiva y cómo los recibió y creyó (o reinventó) el propio escritor. García Márquez evoca así la prosperidad de Aracataca: «Con la compañía bananera empezó a llegar a ese pueblo gente de todo el mundo y era muy extraño porque, en este pueblito de la costa atlántica de Colombia, hubo un momento en el que se hablaba todos los idiomas. 

La gente no se entendía entre sí; y había tal prosperidad, es decir, lo que entendían por prosperidad, que se quemaban billetes bailando la cumbia. La cumbia se baila con una vela y los simples peones y obreros de las plantaciones de bananos encendían billetes en vez de velas, y esto dio por resultado que un peón de las bananeras ganara, por ejemplo, 200 pesos mensuales y el alcalde y el juez ganasen 60. Así no había autoridad real y la autoridad era venal porque la compañía bananera con cualquier propina que les diera, con sólo untarles la mano, era dueña de la justicia y del poder en general».3

1) François Buy, La Colombie moderne, terre d’espérance, París, Centre d’Études Contemporaines, 1968, p. 46.

2) Ernesto Schoo, «Los viajes de Simbad García Márquez», en Primera Plana, Buenos Aires, año V, núm. 234, 20-26 de junio de 1967

3) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, La novela en América Latina: diálogo, Lima, Carlos Milla Batres/Ediciones-UNI, 1968, p. 23.


Mario Vargas Llosa "Historia de un deicidio" Un día después del sábado

Un minucioso estudio literario que sería su tesis doctoral sobre la vida de Gabriel García Márquez desde los primeros relatos hasta Cien años de soledad. Este extracto, incluido en las Obras Completas de Vargas Llosa, editadas por Galaxia Gutenberg, pertenece a un certero análisis sobre el cuento Un día después del sábado

Este relato [Un día después del sábado] está situado en Macondo, en el período de la decadencia. La perspectiva es itinerante, se desplaza de un personaje a otro, pero la mayor parte de la historia está referida desde una atalaya que corresponde a la de seres inequívocamente instalados en el vértice de la sociedad: la viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Montero. Desde la perspectiva aristocrática, ya sabemos, la historia gravita con fuerza sobre el presente, y, en efecto, aquí, como en La hojarasca, hay muchos datos relativos al pasado de la sociedad ficticia. Algunos confirman datos anteriores, otros los amplían, otros los modifican. El antiguo esplendor está asociado, en la memoria del padre Antonio Isabel, al banano. 

Desde hace años sólo pasan por Macondo cuatro vagones desvencijados y descoloridos, de los que nadie desciende: “Antes era distinto, cuando podía estar una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano: ciento cuarenta vagones cargados de frutas, pasando sin parar, hasta cuando pasaba, ya entrada la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde”. 

Ciento cuarenta vagones, la desmesura: lo que era una imagen retórica en los relatos anteriores, se convierte en característica de la realidad ficticia. Las dos épocas de Macondo, el apogeo y la de cadencia, están claramente diferenciadas aquí también, como en La hojarasca, en función de las plantaciones bananeras. Aparece un nuevo dato histórico: “Tal vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso después de que abalearon a los trabajadores y se acabaron las plantaciones de bananos...”. Es la primera mención de la matanza de trabajadores que tendrá amplio desarrollo en Cien años de soledad.

En lo relativo a las guerras civiles, Un día después del sábado no es esclarecedor sino oscurecedor. En La hojarasca se insinuaba que la fundación de Macondo la habían llevado a cabo gentes que, como la familia del coronel, huían de las guerras, lo que permitía situar la fundación hacia fines del XIX. Sin embargo, aquí se indica que el padre Antonio Isabel “se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del 85”, lo que retrocede la fundación de manera considerable y desbarata la cronología que parecía regir la historia ficticia. 

El muchacho de Manaure nació “una lluviosa madrugada de la última guerra civil” y durante la acción del relato tiene 22 años. Si esa última guerra civil es la del 85, el cuento ocurriría en 1907, más o menos, pero esta época no corresponde a la decadencia de Macondo, la que, según La hojarasca, comenzó hacia 1918. Estas contradicciones de la realidad ficticia (que para ella no lo son) muestran la libertad y la movilidad de que goza, su naturaleza diferente de la realidad real, que sólo puede cambiar hacia adelante, en tanto que aquélla se va modificando también hacia atrás.

El coronel Aureliano Buendía aparece nuevamente, como una reminiscencia, y su silueta resulta siempre enigmática. Algo más se sabe de él, sin embargo: es primo hermano de la viuda Rebeca y primo del que fue su marido, José Arcadio Buendía; la viuda lo considera, no sabemos por qué, un descastado. Parece estar ausente, como en La hojarasca. La viuda Rebeca, borrosa en sus apariciones anteriores, se enriquece biográficamente: vive en una casa con dos corredores y nueve alcobas, acompañada de su sirvienta y confidente Argenida; su bisabuelo paterno peleó durante la guerra de la Independencia en el bando de los realistas; una leyenda turbia la vincula a la muerte de su esposo, quien veinte años atrás, luego de un pistoletazo que nadie sabe quién disparó, “cayó de bruces entre un ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de quitar”. 

Este episodio reaparece, con contornos real imaginarios, en Cien años de soledad. La viuda vive enclaustrada, viste ridículamente, permanece en Macondo por un oscuro temor a la no vedad. El padre Antonio Isabel retorna en Los funerales de la Mamá Grande, en La mala hora y en Cien años de soledad. El alcalde asoma sólo un momento y no se dice que esté asociado a hechos de violencia y corrupción, aunque su físico inspira a la viuda Rebeca una impresión de solidez bestial. ¿Han desaparecido la violencia y la corrupción políticas en Macondo? Ha desaparecido el interés por ese plano de lo real objetivo. Ha cambiado la perspectiva y ya vimos que para la visión aristocrática la política es algo remoto y repulsivo, una experiencia prescindible. La viuda Rebeca y el padre Antonio Isabel son tan ciegos para la política como la clase popular: sólo cuando la perspectiva se sitúa en la clase media, la política ocupa lugar dominante en lo real objetivo. Aquí ha sido abolida y son el pasado, la religión y lo imaginario lo que prevalece en la realidad ficticia.

Manaure, donde había ido a la escuela el protagonista de El coronel no tiene quien le escriba, adquiere una dimensión mayor. El forastero de la historia ha nacido allí, precisamente en la escuela, que su madre había atendido durante 18 años. Comparado a Macondo, es más pequeño, aislado y pobre. El muchacho lo recuerda como “un pueblo verde y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero”. Está lejos y en la altura, pues allí no se siembra banano sino café y carece de alumbrado eléctrico. Como el héroe de El coronel no tiene quien le escriba, la madre del forastero espera una jubilación.

El semblante urbano de Macondo se perfila más. Conocíamos su estación, sus almendros, sus alcaravanes, su calor: ahora conocemos su hotel. Se llama también Macondo, carece de clientes, su menú es un plato de sopa con un hueso pelado y picadillo de plátano verde, tiene un gramófono de cuerda, sus propietarios son una madre y su hija de caras idénticas. Habíamos visto a Macondo a la hora de la siesta; ahora lo vernos un domingo de mañana: “Calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo y maravilloso sobre un calor asfixiante”; la calle principal desemboca “en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las cuatro y diez”.

En la realidad ficticia hasta ahora sólo se leían periódicos, volantes políticos clandestinos, el Almanaque Bristol, presumiblemente las revistas de cine con cuyas carátulas Ana había empapelado su cuarto. En Un día después del sábado un personaje ha tenido una formación clásica. El padre Antonio Isabel leyó en el seminario a los griegos, sobre todo a Sófocles, “en su idioma original”. Los clásicos se le confundían, los llamaba “los ancianitos de antes”. Aparente-mente, también estudió francés. Su monaguillo se llama (o él lo llama) Pitágoras.

La costa atlántica colombiana experimenta en esos años un proceso similar al de otros lugares de América Latina: el capital norteamericano entra en el continente por doquier, sustituyendo en muchos sitios al capital inglés, y, casi sin encontrar resistencia, establece una hegemonía económica, destruyendo en algunos casos al incipiente capitalismo local (como ocurre en el Perú, en las haciendas de la costa norte) y, en otros, asimilándolo como aliado dependiente. Lo que ocurre en la costa atlántica con el banano, ocurre en otros lugares con la caña de azúcar, el algodón, el café, el petróleo, los metales. La invasión económica norteamericana no tiene oposición e, incluso, es bienvenida porque crea el espejismo de la bonanza: establece nuevas fuentes de trabajo, eleva los salarios misérrimos del campesino del latifundio feudal y da la impresión de contribuir a la modernización y el progreso. 

El saqueo de las riquezas naturales que significa, la camisa de fuerza que impone a las economías de los países latinoamericanos, impidiéndoles desarrollarse industrialmente y reduciéndolos a meros exportadores de materias primas, la corrupción política que propaga mediante el soborno y la fuerza para asegurarse regímenes adictos que cautelen sus intereses, le aseguren concesiones, repriman los conatos de sindicalización y los movimientos reivindicativos de los trabajadores, pasan casi inadvertidos para la conciencia colectiva. Más tarde, ese período de explotación imperial será recordado incluso —es el caso de Aracataca— como una época feliz. En la segunda década de este siglo comienza a tomar cuerpo en América Latina el movimiento sindical y se abre un período de conflictos sociales y de luchas obreras en todo el continente. 

La influencia que en ello tuvo la Revolución mexicana fue grande. En los años veinte se fundan sindicatos, centrales de trabajadores, se organizan los primeros partidos anarcosindicalistas, socialistas y marxistas. Este proceso es algo más tardío en Colombia que en otros países latinoamericanos. La primera huelga importante ocurre el año que nació García Márquez y afecta, precisamente, a toda la zona bananera. Ese año se había fundado en Colombia, luego del tercer Congreso obrero nacional, un Partido Socialista Revolucionario. La huelga del año 28 quedaría grabada en la memoria de toda la región por la ferocidad con que fue reprimida por el ejército. Un decreto expedido por el jefe civil y militar de la provincia, general Carlos Cortés Vargas, declaró «malhechores» a los huelguistas y autorizó al ejército a intervenir. 

La matanza se llevó a cabo en la estación de ferrocarril de Ciénaga, donde los huelguistas fueron ametrallados. Murieron muchos y luego se diría que la cifra de víctimas se elevó a centenares o a miles.4 En una casa situada frente al lugar de la matanza vivía entonces un niño de cuatro años, Álvaro Cepeda Samudio, más tarde íntimo amigo de García Márquez, que evocaría ese sangriento episodio en una novela: La casa grande.5 La matanza sería recordada en todos los pueblos de la zona bananera, Aracataca entre ellos, como un hecho propio. García Márquez evoca así ese episodio: «Llegó un momento en que toda esa gente empezó a tomar conciencia, conciencia gremial. 

Los obreros comenzaron por pedir cosas elementales porque los servicios médicos se reducían a darles una pildorita azul a todo el que llegara con cualquier enfermedad. Los ponían en fila y una enfermera les metía, a todos, una pildorita azul en la boca... Y llegó a ser esto tan crítico y tan cotidiano, que los niños hacían cola frente al dispensario, les metían su pildorita azul, y ellos se las sacaban y se las llevaban para marcar con ellas los números en la lotería. Llegó el momento en que por esto se pidió que se mejoraran los servicios médicos, que se pusieran letrinas en los campamentos de los trabajadores porque todo lo que tenían era un excusado portátil, por cada cincuenta personas, que cambiaban cada Navidad... 

Había otra cosa también: los barcos de la compañía bananera llegaban a Santa Marta, embarcaban banano y lo llevaban a Nueva Orleans; pero al regreso venían desocupados. Entonces la compañía no encontraba cómo financiar los viajes de regreso. Lo que hicieron, sencillamente, fue traer mercancía para los comisariatos de la compañía bananera y donde sólo vendían lo que la compañía traía en sus barcos. Los trabajadores pedían que les pagaran en dinero y no en bonos para comprar en los comisariatos. Hicieron una huelga y paralizaron todo y, en vez de arreglarlo, el gobierno lo que hizo fue mandar el ejército. Los concentraron en la estación del ferrocarril, porque se suponía que iba a venir un ministro a arreglar la cosa, y lo que pasó fue que el ejército rodeó a los trabajadores en la estación y les dieron cinco minutos para retirarse. 

No se retiró nadie y los masacraron».6 La cita no sólo documenta el origen histórico de un episodio de Cien años de soledad; además, revela algo sobre la personalidad del autor: su memoria tiende a retener los hechos pintorescos de la realidad. Las anécdotas de la «pildorita azul» y de la «letrina portátil» no atenúan las implicaciones morales y políticas del drama social a que aluden, aunque seguramente hay en ellas exageración. Al contrario: lo fijan en hechos que, por su carácter inusitado y su cruel comicidad, le dan un relieve todavía mayor.7

Al terminar la primera guerra mundial, la «fiebre del banano» había comenzado a disminuir. La extensión de los cultivos bananeros en otras regiones, la baja de los precios en el mercado mundial acentuaron este proceso en los años siguientes y la zona bananera colombiana empezó a declinar. Se cerraron las comunicaciones con el resto del mundo que la bonanza había abierto, muchos sembríos fueron abandonados, para la gente del lugar la alternativa fue muy pronto el exilio o la desocupación. Comenzó entonces para Aracataca el derrumbe económico, el éxodo de los habitantes, la muerte lenta y sofocante de las aldeas del trópico. 

Cuando García Márquez comenzó a gatear, a andar, a hablar, el paraíso y el infierno pertenecían al pasado de Aracataca; la realidad presente era un limbo de miseria, de sordidez y de rutina. Pero, sin embargo, esa realidad extinta estaba viva aún en la memoria de la gente del lugar, y era, quizá, su mejor arma para luchar contra el vacío de la vida presente. Naturalmente, la fantasía del pueblo enriquecía, deformaba la verdad histórica, y los recuerdos hervían de contradicciones. Por ejemplo, al referir la matanza de Ciénaga, nadie estaba de acuerdo: «Lo que te digo es que esta historia... la conocí yo diez años después y cuando encontraba gente, algunos me decían que sí era cierto, y otros decían que no era cierto. Había los que decían: “Yo estaba, y sé que no hubo muertos; la gente se retiró pacíficamente y no sucedió absolutamente nada”. Y otros decían que sí, que sí hubo muertos, que ellos los vieron; que se murió un tío, e insistían en estas cosas. Lo que pasa es que en América Latina, por decreto, se olvida un acontecimiento como tres mil muertos...».8

4) Según Carlos H. Pareja «Los muertos fueron más de 800» y «los sobrevivientes fueron sometidos a consejos de guerra y condenados a largos años de prisión»: El Padre Camilo, el cura guerrillero, México, Editorial Nuestra América, 1968, p. 116.

5) La segunda edición de La casa grande, Buenos Aires, Editorial Jorge Álvarez, 1967, lleva una presentación de García Márquez.

6) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., pp. 23-24.

7) Las anécdotas de la pildorita azul y de los excusados portátiles figuran en Cien años de soledad, p. 255 (cito siempre la edición original). No es imposible que se trate de una inversión de los recuerdos: que GGM cite estos hechos porque aparecen en su novela y no que aparezcan en el libro porque ocurrieron en la realidad.

8) Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, op. cit., p. 24.

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