Charlie Citrine, el protagonista y narrador, es un escritor dos veces premiado con el Pulitzer y que incluso amasó una fortuna casual, con una obra de teatro en Broadway. Ese éxito le pareció imperdonable a su mentor y amigo, el poeta Humboldt von Fleischer, promesa rota de la literatura que antes de morir en la miseria le atormentó y calumnió en los círculos intelectuales neoyorquinos, pero que le dejó en su testamento un legado.
Antes de llegar a la página 600, en la que Charlie finalmente puede recoger de manos de un anciano tío de Humboldt, en un asilo de ancianos de Manhattan, donde está recluido también un querido familiar suyo, ese legado (cuya naturaleza no defrauda la paciencia ni la expectación del lector) habrá tenido que zafarse de una legión de parásitos: el gánster Cantabile; su ex esposa Denise, que le quiere mucho y desea reducirle a la miseria; sus carísimos abogados, que pierden pleito tras pleito; un juez parcial;
Renata, su atractiva amante, que tiene prisa por casarse con él hasta que deja parecer un buen partido; la madre de ésta, la temible "Señora"; la ciudad de Chicago; América entera. Entre unas y otras escenas se insertan las meditaciones del envejecido Citrine -"siendo frío y realista, sólo me quedaba una década para compensar una vida entera en gran parte malgastada.
No tenía tiempo que perder ni siquiera en remordimientos ni penitencias" (página 528)-, preocupado por el sentido de la vida y de la literatura en un mundo en el que el dinero es el único patrón, y más ansioso de trascendencia que de evitar la ruina hacia la que se encamina a marchas forzadas ("yo no pensaba en el dinero. Oh, Dios, ni de lejos; lo que yo quería era hacer el bien. Me moría por hacer algo bueno", página 8).
Esas meditaciones, contrapuntos exigidos por la estructura y equilibrio argumental, no siempre está claro si tienen un carácter paródico o van en serio
Renata, su atractiva amante, que tiene prisa por casarse con él hasta que deja parecer un buen partido; la madre de ésta, la temible "Señora"; la ciudad de Chicago; América entera. Entre unas y otras escenas se insertan las meditaciones del envejecido Citrine -"siendo frío y realista, sólo me quedaba una década para compensar una vida entera en gran parte malgastada.
No tenía tiempo que perder ni siquiera en remordimientos ni penitencias" (página 528)-, preocupado por el sentido de la vida y de la literatura en un mundo en el que el dinero es el único patrón, y más ansioso de trascendencia que de evitar la ruina hacia la que se encamina a marchas forzadas ("yo no pensaba en el dinero. Oh, Dios, ni de lejos; lo que yo quería era hacer el bien. Me moría por hacer algo bueno", página 8).
Esas meditaciones, contrapuntos exigidos por la estructura y equilibrio argumental, no siempre está claro si tienen un carácter paródico o van en serio
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