Adeuda su primera novela al cine. Sobre todo a 85 películas estadounidenses que vio a los 17 años durante una escapada de mes y medio a París, cuyo resultado se vería dos años más tarde, en 1971, en Los dominios del lobo. Ése fue el título que dio Javier Marías (Madrid, 1951) a su primera novela publicada, cuyos personajes –como él mismo ha contado y recuerda en el prólogo que escribiera en 1987 y en el epílogo de 1999 para sendas reediciones y que aquí se recuperan- están inspirados o, mejor, surgen, de la oscuridad de la sala de cine.
La novela es el atisbo al Javier Marías que luego empezaría a obtener prestigio. Un joven escritor que opta en su debut oficial por un estilo directo, sin muchos rodeos, y despojado de adornos: un poco “seco”, como él mismo se ve ahora, e incluso con algunos enlaces narrativos donde la fluidez alcanza a crujir por el anticipado deseo de trenzar historias y personajes con pasado, que van dejando huella a medida que sus vidas avanzan.
Los dominios del lobo transcurre en los años veinte y treinta en Estados Unidos. Y como toda clásica historia, la víspera de empezar la tragedia nadie sospechaba nada; pero fue en otoño de 1922, tras la muerte de la tía Mansfield, que la familia Taeger empezó a derrumbarse. Una señal que nadie vio, pero que fue el detonante para que luego los tres hijos del señor Taeger, uno a uno, contribuyeran, con sus precipitados atajos hacia su destino, a alterar la vida y el prestigio de la familia.
Y, de paso, crear la historia que merecía ser contada: la de tres huidas involuntarias hacia la fama por rutas diferentes y poco dignas, aunque uno llega al cine para convertirse en ídolo de la juventud. Surge así un relato muy americano, salpicado de historias antiguas y leyendas de tesoros que afloran en las voces de personajes que suelen tener mucho, mucho pasado. En definitiva, una novela alejada de la realidad que envolvía a la España de comienzos de los setenta
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