La trama es pequeña y avanza apenas a lo largo de las páginas. Hay un hombre en crisis, una casa encantada, dos fantasmas y tres o cuatro personajes secundarios. Alexander Cleave, famoso actor de teatro, enmudece arriba de un escenario y, casi de inmediato, abandona prácticamente todo: esposa, casa, ciudad.
Abatido, se muda a la casa de su infancia y allí se topa con un señor y su hija, con un par de fantasmas, con un circo que llega y con múltiples recuerdos personales. Casi nada ocurre, salvo la vida misma, lenta e inquietante. Sólo al final el protagonista sufre una pérdida dramática que justifica el tono elegiaco de todo el libro. Soledad, memoria, identidad: estos son los temas que atraviesan la novela como antes recorrieron los dos libros anteriores de Banville, El libro de las pruebas y El intocable, también estupendos.
Hay una contradicción que enciende cada página: la prosa hermosa y el fondo oscuro y áspero. Banville no emplea sus recursos poéticos para crear mundos entrañables sino sutiles infiernos personales. Los personajes se desploman y el autor no les presta sus palabras para que se sostengan de ellas: caen y nosotros observamos.
Incluso las atmósferas son, a un mismo tiempo, bellas y amenazantes: parecen apacibles pero siempre algo las agita. Un actor puede ocultarse en un lejano y tranquilo pueblo pero jamás podrá escapar de la oscuridad de su pasado: persiste la enfermedad de la hija, la violencia de la esposa, la súbita mudez en el escenario.
Alguien podrá confundir estas atmósferas con las de Kazuo Ishiguro, por ejemplo, pero una cosa las distingue: están más cargadas de emociones. Banville manipula con maestría los hilos emotivos de su relato y, cerca del final, alcanza tonalidades dramáticas de una intensidad nada ordinaria. La lentitud se disipa, la atmósfera se llena de nubes, un cuerpo se lanza al vacío y la novela adquiere, en un segundo, una trágica e inolvidable belleza.
El tono elegiaco del libro permite desesperados vuelos líricos y páginas de brillante despliegue estilístico. Ciertos pasajes recuerdan incluso al Nabokov más afortunado, atento siempre al detalle más mínimo. También, como en las novelas del ruso, todo avanza a través de bamboleantes digresiones y recuerdos.
La estructura de la obra es tan flexible como la prosa de Banville: va y viene libremente sin perderse nunca. Al autor le interesa más la vida interior del personaje que el mundo, y por ello todo pasa cerca de los sentimientos y pensamientos del protagonista.
La novela es introspectiva y la introspección es lenta y hermosa. Un recuerdo íntimo, por ejemplo, se convierte en manos de Banville en un asombroso río de detalles, imágenes, adjetivos. Lo mismo ocurre con el divagar del personaje: trae a las playas del lector atractivos productos del oleaje lingüístico de Banville.
Podría decirse que Eclipse es una novela extraordinaria pero suena pobre el elogio. Es necesario ir más lejos y reconocer que es más bien esa rareza: una novela maestra. ~
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