¿Y qué quería yo? No lo sabía. Se pregunta y se responde Karl Ove. Acostado en el sofá del salón de unos desconocidos en una ciudad satélite de Estocolmo. Mirando el cristal por donde las luces tenues de las farolas hurgan en mitad de la noche los interiores de las casas. El autor, en el instante que acaba de llegar a la capital sueca desde su Noruega natal, tiene una duda existencial que le atormenta: si es participante o espectador de su propia vida. Si la conduce o si se deja llevar por los acontecimientos.
Estocolmo es una ciudad moderna y abierta, un sitio en el que se respira respeto y bienestar. Mientras tanto, en sus entrañas, Estocolmo (y toda Suecia) continúa alimentando la imagen del pietismo protestante que Carl Wilhelmson plasmó tan bien en su pintura Creyentes que regresan de la iglesia en bote: domingo atroz de ceremonia luterana y bostezo junto a la salamandra viendo caer la lluvia o la nieve a través de la ventana.
Un hombre enamorado me ha hecho revivir Escandinavia página tras páginas y una de las destrezas de Knausgård ha sido que le siguiera en todo momento, como una sombra, por las calles, bares y recovecos de una ciudad que lo empujó y lo metió de lleno en la soporífera realidad conyugal.
Un hombre enamorado me ha hecho revivir Escandinavia página tras páginas y una de las destrezas de Knausgård ha sido que le siguiera en todo momento, como una sombra, por las calles, bares y recovecos de una ciudad que lo empujó y lo metió de lleno en la soporífera realidad conyugal.
Karl Ove es un hombre enamorado de una mujer con brotes maníaco-depresivos, una mujer que desea ser madre y que todos sus proyectos mueren en eso, en proyectos. Karl Ove es un fumador empedernido, un hombre desesperado por encontrarse a sí mismo y, casi como un grito del que pide que le ayuden, Knausgård nos sienta en el sofá de su casa, nos mete en su cama con él y con Linda, su mujer, nos emborrachamos juntos y nos desdibujamos como él en las sombras nevadas de Estocolmo.
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