Fallecido J. D. Salinger, el enorme Thomas Pynchon (Long Island, 1937) encarna en solitario el paradigma del verdadero escritor de culto, ese que únicamente existe a través de su obra y que, refugiado en un eremítico anonimato, vive del cuento en el menos figurado de los sentidos. Lo que se ignora de él, todo excepto una fotografía de un anuario escolar y cuatro detalles biográficos, le ha convertido en una celebridad.
Lo que se sabe, tres mil páginas de brillante prosa matemática que han fascinado a artistas de diverso pelaje –Don DeLillo, David Cronenberg o Radiohead, por ejemplo–, conforma la presencia tácita más imponente de la literatura estadounidense: el eslabón encontrado entre Vladimir Nabokov y David Foster Wallace, la bahía donde confluyen el prólogo al cyberpunk y la superación del posmodernismo, un enigma que se toma a sí mismo muy en serio, tanto como para enviar al humorista Irwin Cowey a por el National Book Award de “El arco iris de gravedad” (1973), prestar su voz a dos capítulos de “The Simpsons” o sublimar la comedia metafísica en su última novela.
Hermana tronada de “La subasta del lote 49” (1966) y “Vineland” (1990), bautizada a partir de un tecnicismo de las aseguradoras para eludir el daño inherente a ciertos objetos, “Vicio propio”(“Inherent Vice”, 2009) es un homenaje a la serie negra que parodia el fin de la gran quimera colectiva de los sesenta. Charles Manson espera juicio, Nixon ocupa la Casa Blanca y Reagan gobierna una California que ya ha dejado de ser lo que era salvo para el detective Larry “Doc” Sportello, un trasunto hippy del Sam Spade de Dashiell Hammett que baja de su nube para investigar por encargo de su ex novia la desaparición de un magnate inmobiliario.
Y ahí, bajo los adoquines de una intriga urdida a base de tenientes corruptos, gurús del ácido y profetas de la futura internet, está la playa donde se enfrentan el capitalismo conspirativo de la organización El Colmillo Dorado y la utopía anarquista que representa Lemuria, reino mitológico de surfistas en cámara lenta.
Y ahí, bajo los adoquines de una intriga urdida a base de tenientes corruptos, gurús del ácido y profetas de la futura internet, está la playa donde se enfrentan el capitalismo conspirativo de la organización El Colmillo Dorado y la utopía anarquista que representa Lemuria, reino mitológico de surfistas en cámara lenta.
Estamos ante un Pynchon accesible, divertido y nunca menor que se fuma su feroz compasión por la América perdida y exhala un réquiem psicodélico no exento de nostalgia que, entre “El sueño eterno” (Howard Hawks, 1946), “Chinatown” (Roman Polanski, 1974) y “El Gran Lebowski” (Joel Coen, 1988), ya espera la adaptación cinematográfica de Paul Thomas Anderson. Definitivamente, buen material: del que se hacen –y deshacen– los sueños
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