"Lo de leer en diagonal no se lo recomiendo a nadie, a no ser que lo haga por amor", dice en un momento dado el narrador de la nueva novela del autor levemente de culto A. G. Porta (Barcelona, 1954), y en esta cita cabe buena parte del libro, de su tono y sus intenciones, además de sus temas. Porta, conocido por haber debutado a cuatro manos con su amigo Bolaño, adscrito por aproximación a la categoría de lo metaliterario, ofrece en esta ocasión una historia que es al mismo tiempo crónica de la crisis y dietario amoroso, un juego irónico que acaba revelando una melancolía cándida, o al revés. Las dimensiones finitas, en fin, es una novela atravesada por una amabilidad definitiva.
Su protagonista y narrador es un consultor de empresas barcelonés que acaba de quedarse soltero coincidiendo con los prolegómenos de la crisis financiera; su mundo profesional es, pues, el de los balances y las inversiones, y su mundo sentimental empieza a rozar peligrosamente la inexistencia. Hay un vacío en su vida, y encima es seguidor del Español.
Un día, por aquello de mejorar el inglés, llega a sus manos una novela arbitraria, desconocida para él, escrita por un tal Salinger del que nada sabe; mientras la está leyendo en un autobús que cubre la línea 73, una chica muy guapa y con el atractivo un poco agotador de las modernas (seguimos etiquetando por aproximación) se le acerca, le habla de su pasión por Salinger, le da su número de teléfono... Y empieza una historia de amor que incluirá bailar con música de Nacho Vegas en la intimidad del salón, hacer un curso acelerado de cultura molona contemporánea, sentir celos y que todo se vaya al traste.
Un día, por aquello de mejorar el inglés, llega a sus manos una novela arbitraria, desconocida para él, escrita por un tal Salinger del que nada sabe; mientras la está leyendo en un autobús que cubre la línea 73, una chica muy guapa y con el atractivo un poco agotador de las modernas (seguimos etiquetando por aproximación) se le acerca, le habla de su pasión por Salinger, le da su número de teléfono... Y empieza una historia de amor que incluirá bailar con música de Nacho Vegas en la intimidad del salón, hacer un curso acelerado de cultura molona contemporánea, sentir celos y que todo se vaya al traste.
El caso es que esta historia se sostiene maravillosamente sobre varios aciertos más o menos reducibles a un análisis crítico: para empezar, está el encanto, que es consecuencia de una voz narrativa muy conseguida, la de un tipo que se dedica al análisis financiero y llega a ser un gurú de la crisis, todo ello sin que asomen en él ni el cinismo ni la ingenuidad respecto del mundo y su papel en él.
Atravesado por la sombra del existencialismo salingeriano, este personaje resulta anti-cliché y conmovedor en su relación con Albertine (referencia explícita a Proust), que es una moderna-por-así-decir con la que cabe bromear ("yo creo que le tenía devoción a demasiada gente, pero tampoco era cuestión de echarle en cara sus excentricidades"), pero que rebosa talento, libertad, belleza.
Tal vez lo más inesperado del libro sea el modo en que dialogan esos dos mundos, que construyen sus relatos, mitologías y cánones de un modo irónicamente paralelo. Así, hablando del autor de Franey y Zooey, Albertine sostiene que en cierto modo murió en 1965, año de su desaparición pública. El narrador, entonces, piensa que "en cierta manera era como cuando yo pensaba en Morgan Stanley o en Lehman Brothers, que de un modo u otro seguían existiendo, pero que dentro de mí, y de muchos más, habían muerto".
Atravesado por la sombra del existencialismo salingeriano, este personaje resulta anti-cliché y conmovedor en su relación con Albertine (referencia explícita a Proust), que es una moderna-por-así-decir con la que cabe bromear ("yo creo que le tenía devoción a demasiada gente, pero tampoco era cuestión de echarle en cara sus excentricidades"), pero que rebosa talento, libertad, belleza.
Tal vez lo más inesperado del libro sea el modo en que dialogan esos dos mundos, que construyen sus relatos, mitologías y cánones de un modo irónicamente paralelo. Así, hablando del autor de Franey y Zooey, Albertine sostiene que en cierto modo murió en 1965, año de su desaparición pública. El narrador, entonces, piensa que "en cierta manera era como cuando yo pensaba en Morgan Stanley o en Lehman Brothers, que de un modo u otro seguían existiendo, pero que dentro de mí, y de muchos más, habían muerto".
En su escritura ágil y clara que juega al adanismo cultural, Las dimensiones finitas disemina referencias literarias, musicales y artísticas que el narrador mira desde fuera, sin ninguna conciencia canónica, con una gracia que el lector agradece. El título se refiere a un pasaje de "Teddy", el relato de Salinger, y es una invitación a salir de esas dimensiones estrechas de la lógica y aceptar el reto de buscar "la dimensión insondable", por citar un verso cantado por Battiato que fascina a Vila-Matas, amigo de Porta, presentador de la novela en su puesta de largo barcelonesa.
Y es que, con o sin Nacho Vegas, este libro también tiene algo melódico, pop, como si Porta hubiera aplicado a su estilo la Ingeniería de los Soportes Mutables que se inventa su protagonista (un método para distinguir en una empresa lo inamovible de lo accesorio), para descubrir que en el centro de todo, y perdonen, está el amor.
Y es que, con o sin Nacho Vegas, este libro también tiene algo melódico, pop, como si Porta hubiera aplicado a su estilo la Ingeniería de los Soportes Mutables que se inventa su protagonista (un método para distinguir en una empresa lo inamovible de lo accesorio), para descubrir que en el centro de todo, y perdonen, está el amor.
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