7.2.17

Enrique Vila-Matas "El arte de no terminar nada" 2010 Aforismos. G.C. Lichtenberg

¿Qué es un aforismo?  Difícil ser preciso en la respuesta. Uno, en cualquier caso, cree saber qué no es un aforismo. No lo es, por ejemplo, esta frase de Robert Kennedy: “Si un mosquito pica a mi hermano John, el mosquito puede darse por muerto”. Y uno cree saber que en cambio estas palabras de Nietzsche pueden pasar por un aforismo: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”. Del mismo modo que a uno no se le escapa que si fuera Georg Christoph Lichtenberg el que hubiera escrito en sus cuadernos “Si un mosquito pica a mi hermano Karl, el mosquito puede darse por muerto”, consideraríamos la frase como un aforismo, quizás porque Lichtenberg ha pasado principalmente a la historia por ellos, por sus aforismos. Aunque, por raro que parezca, no llegó a enterarse de que los escribía, pues se limitaba a trazar ideas en lo que llamaba “cuadernos borradores”: ideas que, con toda la felicidad del mundo, nunca acababa de completar, de cerrar, y menos aún de suponer que un día serían reunidas en volúmenes titulados Aforismos de Lichtenberg.
De todas las definiciones me quedo con la de John Gross: “Una máxima sólo se distingue de un aforismo por ser un pensamiento establecido; el aforismo es siempre disruptivo o, si se quiere, es una máxima subvertida”. Examinemos ahora una frase de Lichtenberg que no es ni una máxima ni un aforismo,  pero pasa por ser esto último: “Comerciaba con tinieblas en pequeña escala”. Aunque, bien mirado, ¿de verdad que no es un aforismo? Lo es si lo relacionamos con esta inspirada definición de Leonid S. Sukhorukov: “Un aforismo es una novela de una línea”. De hecho, la propia definición de Sukhorukov ya es ella misma un aforismo. En cuanto a Lichtenberg, no era consciente de su inclinación al aforismo, pero solía escribir muchas novelas de una sola línea: “De su mujer tuvo un hijo que algunos querían considerar apócrifo”. Tampoco pudo llegar a saber nunca que escribía greguerías avant la lettre: “Un tornillo sin principio”.

Fue el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael quien me mandó en junio de 1989 a Barcelona la muy portátil edición de Aforismos de Lichtenberg que, con selección, traducción, prólogo y notas de Juan Villoro, acababa de publicar en México el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo muy bien que, cuando llegó a mi casa ese librito que resultaría tan decisivo en mi vida, no había oído jamás hablar de Lichtenberg, aunque sí mucho  de Juan Villoro, que se había convertido con Pitol y Christopher en uno de las tres unidades de la Santísima Trinidad de mis amistades esenciales en México. Y bueno, el prólogo de Villoro resultó ser ingenioso en sumo grado y divertidísimo. Parecía que Lichtenberg –el atractivo jorobado de Gotinga- hubiera escrito toda su obra incompleta para que el joven Villoro descubriera zonas eléctricas de su futuro estilo. De hecho, hoy en día, en muchas ocasiones, la brillante prosa de Villoro está sembrada de relampagueantes frases aforísticas que puntúan sus textos a modo de inspirados latigazos.

Como aprieta el calor y la biblioteca me queda lejos, cito ahora de memoria una de las muchas informaciones que daba aquel prólogo de Villoro: “A Lichtenberg en Gotinga –de donde no se movió en 25 años- la idea de la muerte le obsesionó hasta tal punto que empezó a contar los entierros que veía desde su ventana”. Y bien, ¿a qué más, aparte de contabilizar entierros y  honrar a los textos incompletos, se dedicó Lichtenberg a lo largo de su prolongada “inmovilidad” en Gotinga en la segunda mitad del siglo XVIII? En primer lugar, a llevar una vida de científico. Hizo descubrimientos casuales, las llamadas “figuras de Lichtenberg”,  y fue tan buen profesor de su alumno Alessandro Volta que éste acabó inventando la pila voltaica. En segundo lugar, se dedicó a la productiva actividad de sentir nostalgia del tiempo que pasó en Inglaterra. Fue el máximo introductor de Shakespeare, Sterne y Swift en Alemania. Y, además, prendado en el balneario de Margate de la forma que tenían los ingleses de entrar en el agua, copió para su país la idea británica de los carruajes que entraban al agua y desplegaban tiendas de campaña para que la gente pudiera nadar en pequeños grupos, y hasta llegó a inventar “balnearios de aire”, lugares donde la gente alemana correría desnuda, “para dilatar sus poros y tal vez ventilar su mente”.

Quiso inventar cadalsos con pararrayos. Pero no sólo se dedicó a inventar y a ser científico y a sentir nostalgia de la cultura de Londres, sino también a trabajar en escritos satíricos y ser redactor de un humilde Almanaque de bolsillo (nadie pudo llegar a imaginar que doscientos años después se haría mundialmente famoso como escritor de aforismos, en realidad el conjunto de notas dispersas en sus cuadernos, notas descubiertas por su casero y posteriormente sancionadas con admiración por Goethe, Nietzsche, Freud, Breton, Karl Kraus y Canetti, entre otros).

Siempre espoleado por su enérgica curiosidad –es marca de la casa Lichtenberg su inmensa curiosidad por todo y su tendencia a la dispersión de su inteligencia en un permanente fisgoneo enciclopédico-, fue también un gran estudioso de las tormentas de su región y un coleccionista de descripciones de las mismas, además de sempiterno profesor de matemáticas, hipocondriaco hasta límites insospechados (llegó a imaginar treinta enfermedades en un solo minuto), gran bebedor de vino, precursor del psicoanálisis y también del positivismo lógico, del neopositivismo, de la filosofía del lenguaje, del surrealismo y del existencialismo. De ahí la vigencia absoluta de sus cuadernos borradores, hoy llamados Aforismos.

En España, un año después de la edición mexicana, se publicó otra antología de los aforismos, con formidable traducción de Juan del Solar, que en su prólogo dio al mundo las primeras noticias de las posibles conexiones entre Robert Walser y Lichtenberg: “Coinciden ambos, a siglo y medio de distancia, en la menuda idea de homenajear a un botón –Walser el de una camisa, Lichtenberg el de unos pantalones-, y agradecerle los servicios prestados con tanta fidelidad como modestia”.

Menos es más, y un botón es casi menos que otro botón, y ya se sabe: “La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas”. El estudio de las minucias le ocupó mucho tiempo a este erudito de saber fragmentado, a este hombre que fue el más agraciado de todos los jorobados de la historia (parece, por cierto, que aprendió a escribir de espaldas a la pizarra para disimular su giba ante los alumnos), un escritor que tendía siempre en sus textos a la abolición de las jerarquías convencionales, como lo demuestran estas líneas, no terminadas del todo, como tantas del autor: “Lo que siempre me ha gustado en el hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panel de abejas, la concha de un caracol…”

Con Lichtenberg muchos aprenden a pensar, a reír por ellos mismos.  Creador de grandes y cómicas miniaturas portadoras de epifanías, fundó, con la ayuda de Sterne, la risa contemporánea: “¿Ha pescado usted algo? Nada más que un río”.

Bueno, aún nos estamos partiendo de la risa cuando volvemos a picar en el anzuelo del mínimo río y cae otra nota borradora, otro aforismo: “Quien tenga dos pares de pantalones, que venda uno y se compre este libro”. Dicho queda. De hecho, dicho lo dejó ya Canetti: “Que Lichtenberg no quiera redondear nada, que no quiera terminar nada es su felicidad y la nuestra; por eso ha escrito el libro más rico de la literatura universal” El misterio de lo inacabado –que viene a ser a la larga el propio misterio del mundo- es uno de los encantos de Aforismos, libro que  produce el efecto que habitualmente producen los buenos libros, pues hace más ingenuos a los ingenuos, más inteligentes a los inteligentes, y los demás, varios miles de millones de seres de todo el mundo, permanecen inmutables, sin activar el cerebro.

ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 14 de agosto de 2010

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