Pablo Martín Sánchez publicó El anarquista que se llamaba como yo (2012), novela que surge al descubrir azarosamente en Google la figura de un olvidado anarquista (de nombre y apellidos homónimos a los del autor), condenado a muerte en 1924 por atentar contra el dictador Primo de Rivera y ejecutado a garrote vil en Vera de Bidasoa, del que ya Pío Baroja había escrito en La familia de Errotachu.
La novela cubre 24 horas en la vida de tan dispares personajes, cuyos destinos confluyen al final de la jornada en una acción muy bien urdida desde el punto de vista del engranaje narrativo y muy ligada a la realidad histórica del momento —las componendas políticas de la Transición, las manifestaciones proamnistía y demás, la fundación de la CEE, la creación de la Brigada Nacional Antiterrorista dirigida por Conesa, los atentados y secuestros, etcétera—, y, sobre todo, a la intrahistoria, pues comparecen en estas páginas las canciones y las melodías del momento, Johan Cruyff, portadas de periódicos, las computadoras…
Narrada en primera persona, la pluralidad de voces —por lo general muy bien resueltas— añade un punto de interés a la lectura, que sólo decae por momentos, cuando se remansa innecesariamente en la nimiedad cotidiana. No importa. Lo que domina es la gran mirada sobre la ciudad en la secuencia del tiempo y una historia cuyo relato bascula entre el humor y el sentimiento trágico y la ridiculización crítica, vertidos desde la distancia y la exclusión de Solitario VI: “Hay que ver cómo son los humanos, se complican la vida que da gusto. (…) Quien los entienda que los compre”.
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