Después de la derrota del Japón imperial, la sociedad de la posguerra necesitaba nuevas referencias para construir su identidad y superar la tragedia colectiva. El sentimiento de humillación no era tan intenso como el deseo de iniciar otra etapa, alejada de los estrictos códigos de la tradición, que reprimían cualquier forma de individualismo, rebeldía o espontaneidad.
Al igual que otros japoneses de su generación, Murakami creció escuchando música pop, jazz, blues o rock, apasionándose con las series televisivas norteamericanas y buceando en las novelas de Kurt Vonnegut y Scott Fitzgerald, sin experimentar rabia o resentimiento por la transformación de su país. Nunca añoró el Bushido ni el agresivo expansionismo del general Tojo y sus conmilitones. Sin embargo, su literatura no se alejó por completo de la sensibilidad japonesa, que medita incansablemente sobre la belleza, el sexo y la muerte.
Los años de peregrinación del chico sin color aborda estas cuestiones con la perspectiva del Japón actual, que sufre los mismos problemas de cualquier sociedad industrial avanzada, pero sin haber perdido algunas de sus viejas peculiaridades, que incluyen el sentido de comunidad, el miedo a la vergüenza y la percepción del suicido como una alternativa honorable. De hecho, los cinco personajes principales constituyen un grupo de amigos que atribuyen a su relación un valor superior a la realización de sus metas individuales.
Para ellos, el amor, el deseo o la ambición profesional son mucho menos importantes que la amistad. Todos viven en Nagoya y no conciben su futuro en cualquier otro lugar. Es cierto que son adolescentes, pero las vivencias compartidas marcarán sus vidas como adultos y, en el caso de Tsukuru Tazaki, expulsado de la pandilla, se convertirán en un escollo insalvable para hallar la felicidad o mantener la autoestima.
Para ellos, el amor, el deseo o la ambición profesional son mucho menos importantes que la amistad. Todos viven en Nagoya y no conciben su futuro en cualquier otro lugar. Es cierto que son adolescentes, pero las vivencias compartidas marcarán sus vidas como adultos y, en el caso de Tsukuru Tazaki, expulsado de la pandilla, se convertirán en un escollo insalvable para hallar la felicidad o mantener la autoestima.
Dieciséis años más tarde, Tsukuru aún se pregunta por qué le segregaron, ya que nunca le explicaron el motivo y él no se atrevió a indagar. Siempre se sintió inferior al resto, pues no destacaba por nada y, a diferencia de sus amigos, su apellido no denotaba ningún color. Los chicos se llamaban Akamatsu y Oumi y las chicas Shirane y Kurono, pero todos les conocían por Aka (rojo), Ao (azul), Shiro (blanco) y Kuro (negro). Tsukuru es un nombre atípico, relacionado con el verbo tsukuru, que significa 'hacer', 'crear', 'construir', pero su originalidad (fue una invención de su padre, un rico promotor inmobiliario) no puede borrar la aparente mediocridad de un apellido sin color.
No es algo casual, sino el dato que confirma el vacío interior de Tsukuru, un joven que sueña con ser ingeniero y diseñar estaciones de ferrocarril. 'El chico sin color' se considera indigno de ser amado y no tendrá su primera experiencia sexual hasta los 21 años, pese a que su físico no está lastrado por ninguna clase de desventaja. La expulsión del grupo le colocará al borde del suicidio y la fobia social. Incapaz de relacionarse normalmente con sus semejantes, rehuirá el amor y la amistad. Hasta que conoce a Sara no se planteará que sus casi 40 años han constituido una interminable huida del pasado. “La Historia no puede borrarse ni alterarse. Porque significaría matarte a ti mismo”, afirma Sara, conminándole a buscar a sus amigos para averiguar la causa que determinó su exclusión.
No es algo casual, sino el dato que confirma el vacío interior de Tsukuru, un joven que sueña con ser ingeniero y diseñar estaciones de ferrocarril. 'El chico sin color' se considera indigno de ser amado y no tendrá su primera experiencia sexual hasta los 21 años, pese a que su físico no está lastrado por ninguna clase de desventaja. La expulsión del grupo le colocará al borde del suicidio y la fobia social. Incapaz de relacionarse normalmente con sus semejantes, rehuirá el amor y la amistad. Hasta que conoce a Sara no se planteará que sus casi 40 años han constituido una interminable huida del pasado. “La Historia no puede borrarse ni alterarse. Porque significaría matarte a ti mismo”, afirma Sara, conminándole a buscar a sus amigos para averiguar la causa que determinó su exclusión.
Murakami recurre a los mitos y a los sueños para describir el sufrimiento de Tsukuru. En su caso, el martirio de Prometeo es una pesadilla recurrente que sugiere una deshumanización progresiva. Los pájaros que le evisceran cada noche no le castigan por rebelarse, sino por ser un hombre sin atributos, un simple monigote sin voluntad. Los sueños eróticos con Shiro y Kuro manifiestan que la amistad puede ser un vínculo dañino, cuando anula el deseo y proscribe el amor.
Tsukuru estaba enamorado de Shiro, pero siguió la consigna del grupo: nada de escarceos, aventuras o emparejamientos que puedan debilitar o dispersar a los cinco de Nagoya. Durante los años de universidad, Tsukuru conoce a Haida, un estudiante de filosofía que estrechará lazos con él y le narrará la extraña historia de un pianista de seis dedos, capaz de identificar el color o aura que despide cada ser humano. Ese halo no es un simple detalle cromático, sino la señal que identifica las pulsiones más arraigadas en cada ser humano. Si Tsukuru es un hombre sin color, tal vez pueda deducirse que no es nadie o que oculta una doble cara, con pasiones oscuras y destructivas.
Tsukuru estaba enamorado de Shiro, pero siguió la consigna del grupo: nada de escarceos, aventuras o emparejamientos que puedan debilitar o dispersar a los cinco de Nagoya. Durante los años de universidad, Tsukuru conoce a Haida, un estudiante de filosofía que estrechará lazos con él y le narrará la extraña historia de un pianista de seis dedos, capaz de identificar el color o aura que despide cada ser humano. Ese halo no es un simple detalle cromático, sino la señal que identifica las pulsiones más arraigadas en cada ser humano. Si Tsukuru es un hombre sin color, tal vez pueda deducirse que no es nadie o que oculta una doble cara, con pasiones oscuras y destructivas.
Murakami introduce un crimen, pero su intención no es transformar el relato en una intriga policial, sino acceder a los escenarios más sombríos de nuestra psique. Le mal du pays, una pieza para piano de Liszt, será la melodía recurrente que acompañará a unos personajes atrapados por la insatisfacción, la inestabilidad, las expectativas incumplidas, la codicia o los impulsos suicidas. Tsukuru tal vez se ocupa de diseñar y remodelar estaciones de ferrocarril porque son espacios de tránsito, donde el yo sucumbe al tedio de la espera y al ensimismamiento, deslizándose hacia la paz de lo inerte e inanimado.
Las estaciones de ferrocarril son puntos de partida y llegada, que implican un viaje con bifurcaciones. Quizás el tiempo también se bifurca, desdoblándose en otras realidades paralelas. Murakami juega con la lógica, lo onírico y lo improbable, asociando pasajes de música a los diferentes momentos del relato. Ninguna obra o canción posee un significado unívoco y definitivo, pues Elvis Presley suena de un modo en Tokio y de otra forma completamente distinta en las calles de Helsinki, cuando un músico ambulante ejecuta una versión en finlandés de Don't be cruel.
Tsukuru, que se percibe a sí mismo como “un árbol helado en una noche invernal sin viento”, entiende de manera tardía que es posible escapar de la soledad, pero sólo admitiendo que “los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía, [sino] más bien herida con herida. Dolor con dolor”. “La vida es como una compleja partitura”, reflexiona Tsukuru y sólo en la adolescencia se puede “creer ciegamente en algo”.
Las estaciones de ferrocarril son puntos de partida y llegada, que implican un viaje con bifurcaciones. Quizás el tiempo también se bifurca, desdoblándose en otras realidades paralelas. Murakami juega con la lógica, lo onírico y lo improbable, asociando pasajes de música a los diferentes momentos del relato. Ninguna obra o canción posee un significado unívoco y definitivo, pues Elvis Presley suena de un modo en Tokio y de otra forma completamente distinta en las calles de Helsinki, cuando un músico ambulante ejecuta una versión en finlandés de Don't be cruel.
Tsukuru, que se percibe a sí mismo como “un árbol helado en una noche invernal sin viento”, entiende de manera tardía que es posible escapar de la soledad, pero sólo admitiendo que “los corazones humanos no se unen sólo mediante la armonía, [sino] más bien herida con herida. Dolor con dolor”. “La vida es como una compleja partitura”, reflexiona Tsukuru y sólo en la adolescencia se puede “creer ciegamente en algo”.
Se ha dicho que Murakami es un autor-pop, con cierto ánimo peyorativo, pero creo que esa es una de sus mejores cualidades. Ese registro desinhibido y rabiosamente moderno, con eficaces golpes de lirismo y elementos surrealistas, le acerca a infinidad de lectores y explica su éxito internacional. Los años de peregrinación del chico sin color recuerda en algunos momentos a Hermann Hesse, con sus digresiones filosóficas, pero con la frescura que caracteriza a las letras anglosajonas.
Murakami no finaliza su obra con un desenlace pesimista, sino con una incógnita. Desconocemos qué sucederá con Tsukuru, que al fin ha experimentado un amor adulto, pero al menos sabemos que el conocimiento de uno mismo es el primer paso para acercarse al otro y romper el cerco de la soledad. Su viaje hacia la madurez ha durado casi 40 años, pero ya no es un “náufrago” o “un simple recipiente sin contenido”, sino alguien que ha reelaborado su pasado y mira de frente al porvenir, aceptando el riesgo y el fracaso, pues entiende que son estaciones de paso hacia un dicha posible y real.
Murakami no finaliza su obra con un desenlace pesimista, sino con una incógnita. Desconocemos qué sucederá con Tsukuru, que al fin ha experimentado un amor adulto, pero al menos sabemos que el conocimiento de uno mismo es el primer paso para acercarse al otro y romper el cerco de la soledad. Su viaje hacia la madurez ha durado casi 40 años, pero ya no es un “náufrago” o “un simple recipiente sin contenido”, sino alguien que ha reelaborado su pasado y mira de frente al porvenir, aceptando el riesgo y el fracaso, pues entiende que son estaciones de paso hacia un dicha posible y real.
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