5.12.18

Enrique Vila-Matas "Leyes que se nos escapan" Semi-ficciones / 4-2013


Me inscribí en una terapia de grupo para insomnes, solo por curiosidad, ya que la verdad es que soy un tipo que duerme como los ángeles. Asistí a largas reuniones en las que, como decía la publicidad de la terapia, “insomnes reunidos hablaban, compartían experiencias y avanzaban en su largo camino hacia la curación”.
Había en el grupo una joven rubia maravillosa, una de esas mujeres que parecen soñar con el amor, lo que me permitía a mí soñar con ella. Más bella que nadie, no decía nunca nada: casi inmóvil en su asiento, nos miraba de vez en cuando a todos con una media sonrisa pecosa, ausente y vaga. No tardé demasiado en darme cuenta de que Jimena —así se llamaba— me recordaba a la desconocida que en mi juventud aparecía con extraña frecuencia en mis sueños.

Una tarde, le llegó por fin a Jimena el turno de hablar.

—Nadie —empezó diciendo— ha odiado tanto a las ovejas como yo, durante mucho tiempo las conté pacientemente todas las noches, pero no lograba nunca dormirme, y al final acabé no pudiendo soportarlas. Hasta que llegó ese día en Niza, a finales del verano de 2006, cuando casualmente encontré por fin una técnica para dormirme…

Explicó que ese día, al observar con detenimiento los informativos de France 2, le pareció que estos disponían de un sistema peculiar de dar las noticias. Tras narrar, por ejemplo, que el huracán Gordon se estaba paseando peligrosamente por la costa oeste de México, daban acto seguido la noticia de que de un ciclón amenazaba los mares del Sur. Si poco después informaban del incendio en Budapest del edificio de la televisión estatal, no tardaban en hablar de la quema en Kinshasa, Congo, de la sede del partido del aspirante a la presidencia Jean Pierre Bemba, etcétera.

Al no haber una sola noticia sin su correspondiente hermana gemela, parecía que no fueran a emitir nunca ninguna que fuera desparejada. Por eso le llamó la atención tanto ese día una noticia que percibió completamente aislada del resto: un tal Russell Edson, cuentista norteamericano, era capaz de describir cómo un hombre se casaba con un zapato, o cómo un joven convencía a sus padres de que se había convertido en un árbol y luego no podía persuadirlos de lo contrario.

—Esa noche, mientras me concentraba en la rara noticia aislada, caí dormida como un ceporro —nos dijo.

El milagro Edson, lo llamaba ella. Se sucedieron luego muchas noches en las que logró dormirse gracias a saber esperar a que dieran una noticia aislada del resto. Su método se reveló casi infalible y hasta llegó a convertirse en una autoridad secreta a la hora de detectar noticias desparejadas con las que dormirse.

Recuerdo bien que, al llegar a este punto, me pareció ver que todos los insomnes miraban a Jimena con admiración y, sobre todo, con envidia.

El método, dijo, se le estropeó cuando en todas las televisiones renunciaron a dar las noticias aparejadas y pasaron a darlas sueltas, como si quisieran que cayeran todas a boleo en un cesto podrido. Eso la condujo a una larga travesía de siete años de insomnio, sufrida travesía tan solo rota hacía unos pocos días cuando en Madrid había vuelto a suceder el milagro. Por la noche, en un cuarto de un hotel de la Gran Vía, encontró en una revista la traducción de un relato de Russell Edson. No oía hablar de él desde la noche de Niza y se puso a ojear distraídamente el cuento: la historia de un científico que tenía un tubo de ensayo lleno de ovejas y se preguntaba si debería intentar encogerles su textura y también si las ovejas serían conscientes de su pequeñez y si tendrían algún sentido de la escala y si no habría alguna oveja muerta entre ellas y si no pensarían que el tubo de ensayo era un establo de vidrio... Y entre una pregunta y otra, el científico las ponía bajo un microscopio y, contándolas, se quedaba dormido...

—Después —dijo Jimena— no sé lo que pasó, creo que me dormí.

—¿Solo lo crees? —le pregunté.

Cada vez estaba más convencido de que era la desconocida de mis sueños de juventud. Y de hecho me parecía ya andar enamorado de ella, como en aquellos viejos sueños.

—Sospecho —dijo Jimena— que hay episodios de nuestras vidas dictados por discretas leyes que se nos escapan. Una de ellas no sé en qué consiste, pero tengo para mí que es la ley Edson. Porque no puedo negar la evidencia: el señor Edson aparece siempre vinculado a mis grandes victorias sobre el insomnio. ¿Debo dejar pasar ese dato?

Había allí un desajuste injusto, como siempre sucede en las cosas del amor. Jimena buscaba a Edson y yo la buscaba a ella.

¿No es siempre así? K ama a F, pero F ama a C, que a su vez ama a D. Recuerdo películas de Eric Rohmer basadas solo en ese baile de equívocos y malentendidos.

Había un desajuste sentimental injusto, pero, aun así, queriendo ser elegante, le dije que me dedicaba a escribir y creía compartir con Edson amigos comunes y sabía que era un tipo complicado, pero me ofrecía a llegar hasta él para pedirle que le ayudara aún más en su insomnio.

En ese momento —no he podido olvidarlo— todos los demás sonámbulos me miraron con una ansiedad desmesurada, como si me estuvieran rogando que hiciera también lo mismo por ellos.

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