30.12.18

Xavi Ayén "Aquellos años del boom" 2014

Nombres y títulos como La ciudad y los perros, los premios Biblioteca Breve o los coloquios literarios de Formentor han devenido ya, para el lector español, pura mitología literaria, con sus ribetes incluso de leyenda urbana. Pura leyenda (falsa) ha resultado, por ejemplo, la conocida afirmación de que Barral rechazó Cien años de soledad. Como se sabe, la novela emblema del boom se publicó inicialmente en Buenos Aires; lo que no fue óbice para que parte de la gestión de sus derechos se hiciera desde Barcelona, con lo que la fama y prestigio de esta novela contribuyeron a la consolidación de la capital catalana como centro de irradiación literaria internacional.
Conocidas son las trayectorias divergentes de Vargas Llosa y García Márquez a partir de entonces. Casi nos atreveríamos a afirmar que, literariamente, ese momento de polarización política coincidió con el final de la etapa más innovadora y valiosa de estos autores. Pero para eso, tal vez, tendríamos que salir del ámbito ameno del periodismo, que es en el que se mueve este excelente libro, para adentrarnos en las algo más asentadas aguas de la Historia de la Literatura. 

Quizá en estos tiempos que han visto el renacer de la novela histórica más convencional y otros géneros narrativos igualmente estereotipados, el hecho de celebrar los años del boom de la novela hispanoamericana obedezca principalmente a un reflejo nostálgico. ¿Qué fue de ese impulso radical de renovación, de esa inesperada bocanada de aire fresco que afectó, no sólo a la manera de abordar la novela en el ámbito hispánico, sino a los fundamentos mismos de la industria editorial española? El autor de la apretada crónica que motiva estas líneas no parece llamarse a engaño: “La Barcelona literaria que hoy se promociona internacionalmente... es... la de las exitosas rutas urbanas basadas en los escenarios de best-sellers como La sombra del viento... o La catedral del mar”. 

A finales de los 60 y principios de los 70, sin embargo, la Barcelona literaria era algo más que un decorado: era el destino en el que confluían decenas de autores llegados del otro lado del océano, siguiendo una ruta que ya habían explorado los modernistas -señaladamente, el propio Rubén Darío- y otros autores suramericanos de la primera mitad del siglo XX. Esta renovada afluencia coincidió con un momento en que parte de la industria editorial catalana se mostraba dispuesta a asumir nuevos retos, en un afán de renovación que no era ajeno al deseo que una activa minoría sentía de sacudirse la grisura franquista y conectar el país con la modernidad literaria internacional. O lo que es lo mismo: hubo un momento en que el azar, al abrigo de unas circunstancias históricas muy particulares, quiso que en Barcelona confluyeran los caminos de, por ejemplo, un joven Vargas Llosa, llegado de un largo periplo que empezaba en su Perú natal y pasaba por París, con los del atípico editor Carlos Barral o la agente Carmen Balcells.


Que esto sucediera en plena dictadura franquista no deja de sorprender. No ahonda el autor de esta crónica en el hecho, ya entonces notorio, de que el régimen utilizara lo más granado de la producción artística nacional, incluyendo la de autores no afines, para su promoción exterior: sucedió con el cine o la pintura y ocurrió también, más sutilmente, con la literatura. La censura, puntillosa con los manuscritos que le llegaban, hacía luego la vista gorda con las segundas o terceras ediciones. En general, la actitud política del núcleo barcelonés del boom fue la misma que la de la celebérrima gauche divine catalana: una calculada mezcla de rebeldía individual y atención a los designios o negocios propios.

No sorprende, por tanto, que los hechos terminaran fracturando esa precaria visión del mundo compartida. Si los autores del boom se vieron a sí mismos alguna vez como el equivalente intelectual de la revolución latinoamericana que representaban Fidel Castro y su régimen, casos como el de Heberto Padilla, el poeta cubano que fue encarcelado y luego puesto en libertad tras la firma de una humillante autoinculpación, pusieron a prueba las convicciones que fundamentaban esas un tanto megalómanas pretensiones.

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