Timofey Pavlovich Pnin es un buen hombre. Ha tenido que huir de Rusia ante el avance del Comunismo y lleva 35 años de lento escape por Europa del Este y Francia, y para el momento en que se sitúa el presente de la novela lleva nueve años como Profesor Auxiliar de Ruso en una ignota universidad del medio-oeste norteamericano. En muchas maneras, Pnin es un desposeído: no tiene patria ni lengua (parlotea el inglés torpemente), no tiene casa ni familia, por no hablar de la precariedad de su puesto académico.
Muy pocas personas le profesan auténtica simpatía, la mayoría lo considera poco más que un tonto ridículo adornado de mil manías y extravagancias. Y es probable que en el primer tercio de la novela el lector comparta cierto desagrado hacia la figura pniniana, agobiado por su torpeza, su ampulosidad, su afectación, aspectos de Pnin que el narrador de Nabokov (uno de esos narradores sumamente ambiguos y muy poco fiables) se complace en desarrollar con minuciosidad.
Este compendio de detalles exasperantes es apenas la primera capa de Pnin, una capa superficial que la novela nos da la posibilidad de superar cuando la bondad y la sensibilidad del patético Pnin sedimentan y se vuelven visibles para todo el que quiera verlas. Un claro ejemplo de esto se da en la terrible parte 6 del capítulo segundo, con la visita de la nefasta Liza Bogolepov, ex exposa de Pnin. Luego de la relampagueante visita (que parece pensada para causar el mayor daño emocional posible en el corazón de Pnin), la harpía se marcha y lo deja sumido en cavilaciones de este tipo: “Si las personas se reúnen en el cielo (no lo creo, pero supongámoslo), ¿cómo voy a evitar que me envuelva esa cosa marchita, inútil y coja que es su alma?”, y a pesar de eso Pnin tiene la disposición de espíritu necesaria para percatarse de una ardilla que está intentando beber de una pequeña fuente cerrada, se acerca, manipula la clavija y da de beber al pequeño roedor. Esas son las sutilezas que van convirtiendo a Pnin en un personaje conmovedor.
El ambiente en el que todo transcurre fue bien conocido por Nabokov, que dictó clases en la Universidad de Cornell (Nueva York) en el periodo 1948-1959, y el cáustico narrador de esta novela (publicada en 1957) funciona como una vía para supurar el enorme arsenal irónico que el ruso tenía almacenado para sus colegas docentes. Como ejemplo puede funcionar este fragmento, en el que hay púas para todos los que se acerquen:
Roy Thayer eludía hablar de su especialidad; esquivaba, en general, hablar de cualquier tema; había dilapidado una década de vida gris en una obra erudita dedicada a un grupo olvidado de poetastros innecesarios, y mantenía un diario de vida detallado, en criptogramas versificados, con la esperanza de que la posteridad lo descifrara algún día y, con sobre retrospección, lo proclamara el mayor triunfo literario de nuestra época. De acuerdo con lo que sé de nuestra época, Roy Thayer podría tener razón.
La prosa de Nabokov se juguetea con infinidad de registros: se siente cómoda en la ironía, el sarcasmo, la crítica sardónica, pero jamás rehúye la oportunidad de volverse delicada o (un adjetivo mucho más nabokoviano, si se quiere) deliciosa, y en Pnin, la delicia es siempre emotiva. Personalmente, el momento en que me di cuenta de que me había inmiscuido emocionalmente con la novela (creo que es el momento en que uno se rinde, también, en el que abandona todos sus reparos) fue ese en el que comprendí lo que significaba para Pnin la relación con Víctor, el hijo de Liza. Nabokov no tiene el mínimo interés en ser exhaustivo acerca de estos asuntos, pero acierta de forma genial cuando construye un símbolo que los resuma y los amplifique. En el caso de la relación Víctor-Pnin, el símbolo es una ponchera de cristal que el muchacho le obsequia al profesor. Esta ponchera está tan tiernamente cargada de significación que llegué a creer que si ella se mantenía intacta todavía quedaba una esperanza para el machucado corazón de Pnin.
Por una tierna coincidencia, la ponchera había llegado el mismo día en que Pnin principiara a contar las invitaciones y a planear su fiesta. Llegó en una caja dentro de otra caja, y ésta dentro de una tercera, envuelta en una cantidad extravagante de papel y paja de arroz, los que se habían diseminado por la cocina como una tempestad de carnaval. La ponchera que emergió era uno de esos obsequios cuyo primera impacto produce en la mente de quien lo recibe una imagen coloreada, una nubosidad heráldica, reflejando con tal fuerza la dulce naturaleza del donante, que los atributos tangibles del objeto se disuelven, por así decirlo, en ese puro resplandor interior, pero que de pronto, y para siempre, adquieren una brillante existencia si los elogia un extraño que ignora la verdadera importancia del objeto.
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