Cuando en París, a mediados de los setenta, leí de Handke Carta breve para un largo adiós, creí dar allí con el tono de voz de mi generación, o, mejor dicho, con el tono que me pareció que debería de tener ésta y que más bien brillaba en general por su ausencia, pues era como si sólo Handke estuviera introduciendo la modernidad en la seriedad de las novelas y sólo él supiera mezclar con solvencia filosofía y cotidianidad, rock and roll con angustia existencial, contracultura y Goethe.Pero en realidad, en contra de aquellas apariencias iniciales, el Handke esencial estaba ya concentrado en el fragmento...
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