¿Se aburre usted en su trabajo? ¿Se despierta a diario y ve como su cuerpo se despega de su alma, que se queda como una membrana pegajosa y arrugada entre las sábanas? ¿Se dirige a su puesto como si fuese un playmobil, con los brazos pegados al cuerpo y con la vigorosidad de un corcho? ¿Piensa que es prescindible? Sepa usted que vive en Metrópolis. Por eso vengo a decirle que desobedezca.
En Metrópolis, Fritz Lang retrata una ciudad futurista compartimentada en dos. Arriba, en la superficie, la clase dominante, que ostenta el capital. Un lugar donde los edificios son verticales, delgados y erectos como velas. Abajo, una urbe gris e inexpresiva poblada por la clase inferior, la trabajadora, donde cientos de máquinas funcionan sinpararsinpararsinparar para que los de arriba puedan continuar con su vida de lujos y privilegios.
El amo-gobernante es Johan Fredersen, a quien se le ocurrió la tremebunda pero inteligente idea de hacinar a hombres, mujeres y niños en una inmensa, pero no por ello menos incómoda, caja de cartón donde solo pueden: comer, dormir, trabajar. La idea demuestra que, a menudo, la riqueza no es para quien la produce sino para quien la gestiona. Y quien hace esto último, quien manda, solo tiene que apoltronarse en la butaca de su despacho. Silla, sillón, trono, escaño. ¿Le suena?
Lo admirable de las distopías, como esta, es que son una verdad aplazada en el tiempo. En diferido. Pero yo he venido a decirle que se rebele. No contra el poder (o no solo), sino contra Fritz Lang. Porque en su filme, la cabeza o cerebro es Fredersen, y las manos, los obreros. Para que no haya discordia entre ambos se necesita un intercesor, un pacificador, que en este caso es Freder, el hijo del patrono. «El mediador entre las manos y el cerebro ha de ser el corazón», repite María, la mujer que guía al enjambre hacia su abeja reina. No para arrancarla de su feudo, sino para que tiendan sus manos y pacten la no-guerra.
Basta olisquear en internet para ver la cantidad de análisis que se llenan la boca al decir que Metrópolis versa sobre la lucha de clases. ¡Amotínese contra internet también! El largometraje no retrata otra cosa que la diferencia de clases para luego desprender un olor abisal a antirrevolución. Proletario, acomódese a los intereses de la élite. Trabaje, trabaje, trabaje. Sea usted racional, hombre. ¿No querrá que el cerebro abandone a las manos? ¡Encontrará otras! Mas zarposas, si cabe. Más curtidas. Más baratas.
El geist obrero es la obediencia, clama la película, pero con conciencia de serlo. Un paria, pero con trabajo. No se queje. Un momento. Concédale la duda a Fritz Lang. Él mismo reniega de su obra culmen: «¿Debería decir ahora que me gusta Metrópolis solo por ser una creación propia?». Dice odiarla desde que la terminó. Tan detestable como admirable es, pues con buen ojo avizor, el cineasta y su por entonces todavía esposa —Thea von Harbou, guionista del filme y posterior defensora del Partido Nacional Socialista— adelantaban lo que ocurriría pocos años después en Alemania: remover el magma harinoso hasta aplastar los grumos insurrectos.
No olvide que la élite necesita a la masa, so pena de sucumbir. Cómo si no cebarse, exfoliarse, acicalarse sin la preocupación del qué comeré mañana. Y recuerde: de las tres partes del cuerpo que aquí se citan, las manos pueden descuajar las otras dos. Arrancarlas hasta dejar un colgajo inútil. No, el corazón no es el mediador. Es lo que hace al hombre grande, y al que no lo tiene, un miserable. Y si alguien trata de decirle lo contrario, desobedezca.
El amo-gobernante es Johan Fredersen, a quien se le ocurrió la tremebunda pero inteligente idea de hacinar a hombres, mujeres y niños en una inmensa, pero no por ello menos incómoda, caja de cartón donde solo pueden: comer, dormir, trabajar. La idea demuestra que, a menudo, la riqueza no es para quien la produce sino para quien la gestiona. Y quien hace esto último, quien manda, solo tiene que apoltronarse en la butaca de su despacho. Silla, sillón, trono, escaño. ¿Le suena?
Lo admirable de las distopías, como esta, es que son una verdad aplazada en el tiempo. En diferido. Pero yo he venido a decirle que se rebele. No contra el poder (o no solo), sino contra Fritz Lang. Porque en su filme, la cabeza o cerebro es Fredersen, y las manos, los obreros. Para que no haya discordia entre ambos se necesita un intercesor, un pacificador, que en este caso es Freder, el hijo del patrono. «El mediador entre las manos y el cerebro ha de ser el corazón», repite María, la mujer que guía al enjambre hacia su abeja reina. No para arrancarla de su feudo, sino para que tiendan sus manos y pacten la no-guerra.
Basta olisquear en internet para ver la cantidad de análisis que se llenan la boca al decir que Metrópolis versa sobre la lucha de clases. ¡Amotínese contra internet también! El largometraje no retrata otra cosa que la diferencia de clases para luego desprender un olor abisal a antirrevolución. Proletario, acomódese a los intereses de la élite. Trabaje, trabaje, trabaje. Sea usted racional, hombre. ¿No querrá que el cerebro abandone a las manos? ¡Encontrará otras! Mas zarposas, si cabe. Más curtidas. Más baratas.
El geist obrero es la obediencia, clama la película, pero con conciencia de serlo. Un paria, pero con trabajo. No se queje. Un momento. Concédale la duda a Fritz Lang. Él mismo reniega de su obra culmen: «¿Debería decir ahora que me gusta Metrópolis solo por ser una creación propia?». Dice odiarla desde que la terminó. Tan detestable como admirable es, pues con buen ojo avizor, el cineasta y su por entonces todavía esposa —Thea von Harbou, guionista del filme y posterior defensora del Partido Nacional Socialista— adelantaban lo que ocurriría pocos años después en Alemania: remover el magma harinoso hasta aplastar los grumos insurrectos.
No olvide que la élite necesita a la masa, so pena de sucumbir. Cómo si no cebarse, exfoliarse, acicalarse sin la preocupación del qué comeré mañana. Y recuerde: de las tres partes del cuerpo que aquí se citan, las manos pueden descuajar las otras dos. Arrancarlas hasta dejar un colgajo inútil. No, el corazón no es el mediador. Es lo que hace al hombre grande, y al que no lo tiene, un miserable. Y si alguien trata de decirle lo contrario, desobedezca.
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