Enrique Vila-Matas entrega con Doctor Pasavento la cima de una ascensión, que reúne sus últimas cuatro novelas. Desde Barhleby y compañía hasta París no se acaba nunca, pasando por aquélla con la que ésta de ahora más se relaciona, El mal de Montano, su autor ha ido formando una tetralogía, que puede leerse como una red. Escritores que han dejado de escribir, escritores enfermos por hacerlo, escritores en ciernes, el club de los shandys o raros, etc. se suceden en las distintas novelas, siempre emergiendo como una aventura en la que el propio autor se disfraza, al poner entre su propia biografía y el lector, una sucesión de máscaras, que además se miran en el espejo de los escritores que han conformado su mundo, prefentemente los centroeuropeos de Kafka a Robert Walser, de Musil a Canetti, con el inolvidable sello de lo francés, que teje en esta última novela el camino que va de Montaigne a Blanchot, es decir, la formación y disolución del yo, del sujeto como acto de afirmación y deconstrucción escritural.
El escritor suizo Robert Walser, encerrado en Herisau, un manicomio cercano a Basilea, los últimos años de su vida, es el personaje cuya búsqueda sitúa el autor como hilo argumental de ésta última novela. Disfrazado de psiquiatra, doctor Pasavento, Enrique Vila-Matas realiza una impresionante apuesta por el escritor como centro indisoluble de su propia aventura personal. En Doctor Pasavento el experimento del sujeto alcanza a ser una metonimia de la Literatura, porque ya no podremos nunca saber, ni siquiera los lectores que le seguimos se lo preguntamos, cuál de los sujetos y escritores que Vila-Matas trae al espejo de su literatura dice mejor el rostro de su otro, porque yo nunca es otro, aunque se empeñe en serlo una y otra vez, salvo cuando escribe.
Rimbaud, ese otro puntal de la literatura de Vila-Matas, como el Barhes de la autobiografía, como el maestro Blanchot, comparecen una vez más para preguntar al escritor sobre esa rareza del seguir escribiendo, cuando la vida podría ser (lo es siempre) una desaparición, macabra por lo real (Walser, antes Hölderlin), o bien una parodia imposible (el hotel de la rue Vaneau, Luknow, la Patagonia). De forma que lo que Vila-Matas ha logrado aquí es llevarnos al final de su partida, que se juega como la de Samuel Beckett en el teatro de la Literatura: el yo que ansia por disolverse, para no acabar siendo el aspirante a una fotografía, es el contradictorio estilete de su propia perdurabilidad, de su única capacidad de existencia.
En este libro el final de la partida vuelve al principio: el personaje narrador ha tenido dos infancias, una es real, en calle Roselló cerca del Paseo de San Juan, la otra es inventada, y fluye, como inventada que es, por derroteros más heroicos: en el Bronx, junto a De Niro y quizá vecino de Pynchon, con sus padres suicidados en el río Hudson. Al final descubrimos que Th.Pynchon, que Salinger, que el doctor Ingravallo, que toma de Emilio Gadda, y todos cuantos han emprendido la aventura de desaparecer, el mismo Walser, el doctor Morante, que protagoniza un sabroso diálogo, en las cercanías del Vesubio, son las máscaras de un personaje que se ha salvado de la muerte que han vivido todos los paisajes de la infancia, paisajes que va recorriendo en una de las secuencias más emocionantes de la literatura escrita en español (pp. 129-131), del único modo que podría hacerlo: por su literatura. Es como si Vila-Matas hubiera escrito este libro de cierre de su propio ciclo de metamorfosis, para salvarse, y lo logra, ya lo creo que lo logra. ¿Cómo?.
Los lectores de Gil de Biedma recordarán aquel poema que termina como su título: “Yo me salvé escribiendo/ después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”. Vila-Matas ha emprendido otro camino, no menos inteligente (este libro es un prodigio de inteligencia): inscribiendo su nombre en la saga de esos otros grandes escritores europeos que ha convocado y entre los que ya se encuentra por derecho propio. Hay que decirlo: leyendo Doctor Pasvento vemos que Vila-Matas sobrevuela genial por encima de casi todos los que escriben hoy en España, incluso en ese sobrevuelo alcanza a ir más allá de sí mismo.
En página 55 econtramos una clave: el lenguaje es el único sistema de signos capaz de hablar de sí mismo, de reirse de sí mismo, pero también de hacerlo sobre su propia muerte. La Literatura, por eso mismo, es la salvación única a la que el sujeto puede asirse, una vez han fracasado las estrategias que el narrador va desgranando a lo largo del libro, y que recorren los distintos registros: el cómico, el trágico, el elegiaco, el inventado, el real.
El libro se va adensando conforme avanza hasta alcanzar, cien páginas antes de concluir, su cumbre más excelsa, redoblada luego en clave paródica menos lograda, pero quizá necesaria para que la solemnidad del gesto no ahogue la sonrisa de la inteligencia. No es solamente que Vila-Matas, en el acto de defunción de su tetralogía, haya escrito el mejor de los libros que la componen, es que ha escrito su libro, el que más lo identifica como sujeto. Ignoro si Vila-Matas conoce el desafío que afronta con este final de partida, cuando el sujeto que se ha salvado en la literatura de sus máscaras decide morir, desaparecer como Walser. Todo el jugo de la granada se encuentra en su desgrane, cuando no hay otra salida posible para la desaparición de la vida que ésta: su captura en las palabras, en la literatura, único tesoro de aquella infancia lejana que la vida le ha respetado.
Rimbaud, ese otro puntal de la literatura de Vila-Matas, como el Barhes de la autobiografía, como el maestro Blanchot, comparecen una vez más para preguntar al escritor sobre esa rareza del seguir escribiendo, cuando la vida podría ser (lo es siempre) una desaparición, macabra por lo real (Walser, antes Hölderlin), o bien una parodia imposible (el hotel de la rue Vaneau, Luknow, la Patagonia). De forma que lo que Vila-Matas ha logrado aquí es llevarnos al final de su partida, que se juega como la de Samuel Beckett en el teatro de la Literatura: el yo que ansia por disolverse, para no acabar siendo el aspirante a una fotografía, es el contradictorio estilete de su propia perdurabilidad, de su única capacidad de existencia.
En este libro el final de la partida vuelve al principio: el personaje narrador ha tenido dos infancias, una es real, en calle Roselló cerca del Paseo de San Juan, la otra es inventada, y fluye, como inventada que es, por derroteros más heroicos: en el Bronx, junto a De Niro y quizá vecino de Pynchon, con sus padres suicidados en el río Hudson. Al final descubrimos que Th.Pynchon, que Salinger, que el doctor Ingravallo, que toma de Emilio Gadda, y todos cuantos han emprendido la aventura de desaparecer, el mismo Walser, el doctor Morante, que protagoniza un sabroso diálogo, en las cercanías del Vesubio, son las máscaras de un personaje que se ha salvado de la muerte que han vivido todos los paisajes de la infancia, paisajes que va recorriendo en una de las secuencias más emocionantes de la literatura escrita en español (pp. 129-131), del único modo que podría hacerlo: por su literatura. Es como si Vila-Matas hubiera escrito este libro de cierre de su propio ciclo de metamorfosis, para salvarse, y lo logra, ya lo creo que lo logra. ¿Cómo?.
Los lectores de Gil de Biedma recordarán aquel poema que termina como su título: “Yo me salvé escribiendo/ después de la muerte de Jaime Gil de Biedma”. Vila-Matas ha emprendido otro camino, no menos inteligente (este libro es un prodigio de inteligencia): inscribiendo su nombre en la saga de esos otros grandes escritores europeos que ha convocado y entre los que ya se encuentra por derecho propio. Hay que decirlo: leyendo Doctor Pasvento vemos que Vila-Matas sobrevuela genial por encima de casi todos los que escriben hoy en España, incluso en ese sobrevuelo alcanza a ir más allá de sí mismo.
En página 55 econtramos una clave: el lenguaje es el único sistema de signos capaz de hablar de sí mismo, de reirse de sí mismo, pero también de hacerlo sobre su propia muerte. La Literatura, por eso mismo, es la salvación única a la que el sujeto puede asirse, una vez han fracasado las estrategias que el narrador va desgranando a lo largo del libro, y que recorren los distintos registros: el cómico, el trágico, el elegiaco, el inventado, el real.
El libro se va adensando conforme avanza hasta alcanzar, cien páginas antes de concluir, su cumbre más excelsa, redoblada luego en clave paródica menos lograda, pero quizá necesaria para que la solemnidad del gesto no ahogue la sonrisa de la inteligencia. No es solamente que Vila-Matas, en el acto de defunción de su tetralogía, haya escrito el mejor de los libros que la componen, es que ha escrito su libro, el que más lo identifica como sujeto. Ignoro si Vila-Matas conoce el desafío que afronta con este final de partida, cuando el sujeto que se ha salvado en la literatura de sus máscaras decide morir, desaparecer como Walser. Todo el jugo de la granada se encuentra en su desgrane, cuando no hay otra salida posible para la desaparición de la vida que ésta: su captura en las palabras, en la literatura, único tesoro de aquella infancia lejana que la vida le ha respetado.
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