23.6.20

Marcelo Zabaloy " Finnegans Wake " 2016 James Joyce 1939

Finalmente aparece en español una traducción íntegra de Finnegans Wake (1939), de James Joyce, obra del argentino Marcelo Zabaloy (El cuenco de plata, Buenos Aires, 2016), aunque es noticia que en México se prepara otra. Antes de ello, el más legible de sus capítulos, “Anna Livia Plurabelle” (I, VIII), había sido traducido (la primera página) por Salvador Elizondo e integralmente por un trío encabezado por Francisco García Tortosa, quien ofrece, a su vez, en su edición de Cátedra de 1992, sus comentarios atinados y esclarecedores sobre el más imposible de los libros.

Antes de hablar de la traducción de Zabaloy –lo poco que pueda decirse– cabe preguntarse si Finnegans Wake puede ser “leído” aun en inglés, la lengua madre en que fue compuesta por Joyce para albergar variantes textuales que provienen, adulteradas, de otras casi cien lenguas, sin contar los casi infinitos neologismos. No, no se puede, si por lectura se entiende comprensión de texto sin auxilio filológico: Finnegans Wake sólo puede ser leído por estudiosos de Finnegans Wake. Ello no quiere decir que el lector común no pueda disfrutar del texto, e inclusive, divertirse o hasta enternecerse con él, de la misma manera en que millones de personas disfrutan de canciones en inglés sin conocer esa lengua e ignorando lo que dicen los cantantes.

Leí las 628 páginas de Zabaloy –exactamente las mismas páginas de la edición canónica en inglés– utilizando los ayudas que tuve a mi alcance: guías de lectura (sobre todo la primera y la más olvidada, la de Joseph Campbell y Henry Morton Robinson); las escasas notas a pie de la edición francesa (“adaptada” por Philippe Lavergne en 1982, pues la de Hervé Michel nunca la encontré) y porque juiciosamente Zabaloy no puso una sola nota al calce, remitiéndonos a la proliferante página web FWEET de Raphael Slepon; durante no pocas páginas tan sólo “mire” y recorrí de izquierda a derecha las páginas, procurando detenerme sin falta en cada palabra. Hice lo mismo, a veces, con la traducción de Gallimard y con el libro en inglés, sucumbiendo a la fantasía de “entender” más en esos tomos que en el colosal trabajo de Zabaloy (donde, contra lo que dicen los envidiosos españoles, escasean los argentinismos). También intenté, sin mayor éxito porque siempre me impedía continuar una palabra–enigma, retraducir a Zabaloy a mi español estándar, a ver qué pasaba y como nada ocurría me sumergía de nuevo en el asombrosamente cómodo mundo de lo ininteligible.

Fue, la mía, una experiencia apasionante, en buena medida porque, a diferencia de otros libros oscuros, uno está autorizado a no entender casi nada sin culpa de por medio. Un diccionario del Finnegans Wake – lo que Slepon está haciendo de alguna manera en la red– tardaría décadas en completarse y abundarán, como dice García Tortosa, muchas epéntesis, metátesis, aliteraciones efectistas, alternancias vocálicas y consonánticas que simplemente no significan nada porque así se le ocurrió a Joyce, divertido, como se sabe, ante la inmensa tarea legada por su magín a la posteridad.

Me dejé entonces llevar por la música fluvial del libro, subrayé las frases o los fragmentos que me parecían más enigmáticos, sugerentes o simplemente chistosos aunque rápidamente caí en cuenta de que no se podía hacer una “lectura poética”, donde sólo podríamos atender lo bello y lo triste o lo memorable, porque lo más asombroso es lo prosaico–narrativo (propiamente novelesco) que resultó ser Joyce: algo está pasando siempre y el lector lo sospecha, exasperado e impotente. Uno puede abrir y cerrar los Cantos, de Ezra Pound y tomar lo que le plazca. Lo mismo es imposible con Finnegans Wake.

 Así que si Finnegans Wake no ha sido leído, ha sido excavado por un puñado de arqueólogos que nos dicen, en su mayoría, que si Ulises (1922) es un día en Dublín, el famoso Work in Progress –como se tituló durante su redacción– es una noche en esa misma ciudad y narra los sueños de un puñado de héroes tabernarios y sus mujeres, a su vez variaciones de toda la mitología universal, desde el libro tibetano de los muertos hasta todo el universo irlandés y el Corán. Inclusive, cuando se estudia la presencia del Islam en Europa se olvida que pocos libros se sirven tanto de él como Finnegans Wake. Es un sueño de los que no se recuerdan y donde son las palabras las que se sueñan así mismas, multiplicándose.

La primera palabra del libro –podría ejemplificarse con miles y miles por el estilo– es Riverrum (“riverrante” en la versión de Zabaloy) y alude a “río” y a “correr” (García Tortosa dixit), en inglés, en francés, en español y así hasta llegar a un montón de derivaciones. Joyce no cometió un monumental error ni perpetró una obra grotesca, como lo pensó José María Valverde, no en balde pésimo traductor de Ulises. Compuso, como si de una catedral gótica se tratara o de una sinfonía de Bruckner, una obra donde cada palabra –incluso las deliberadamente humorísticas, onomatopéyicas o desprovistas adrede de cualquier sentido– está allí y sólo allí, por el cálculo de una mente cuya locura fue su método lingüístico.

 Resúmenes de la borrachera del héroe polisémico de Finnegans Wake y de su despertar muy crudo y alucinado, abundan, por ello terminaré este comentario dirigiéndome a la crítica. Previsiblemtente, A Skeleton Key to Finnegans Wake (1944), de Campbell y su amigo, es a veces tan incomprensible como la novela por la que nos quiere guiar. Le ocurrió al mitólogo Campbell, discípulo de James Frazer y Leo Frobenius, lo que a George Painter, en 1959, uno de los primeros biógrafos de Marcel Proust: quiso, más que dejar clara una vida o una obra, emularla. Ser Joyce, ser Proust. Se entiende: Campbell y Painter son hijos dilectos de la Edad Freudiana y a ella se atienen ante lo amado y frente a lo desconocido.

 Entrar al Finnegans Wake es como ir a China, a la India o a México y perderse en un país donde, una vez exploradas todas las capas, sólo queda arrojarse al pozo sin fondo. Me quedaré con la tentación. Pero me causa asombro que la “nueva crítica” del siglo XX haya ignorado Finnegans Wake, dejándoselo a los viejos filólogos y no a pocos (y doctos) aficionados, como lo hicieron los críticos más conservadores, con excepciones como la de Harold Bloom (hoy tenido como tal).

En las bibliografías dedicadas a Joyce y a su última novela en particular, escasean los Barthes (dedicado a Balzac y a Racine), los Culler, la Kristeva, don Genette, el imponderable Derrida. Ciertamente, Guattari amó a Joyce (Félix y su siamés Deleuze podrían estar entre los personajes de Finnegans Wake), como inspiración pero en su Caosmosis (1992) poco aporta, mientras que el compositor John Cage –nobleza y humor obligan– publicó Writing Through Finnegans Wake, en 1978. Los novatores prefirieron ensañarse con los viejos clásicos y con los ancianos profesores. No importa, el ocio y el negocio de James Joyce sigue siendo para el porvenir. Mientras les dejo uno de mis subrayados de Finnegans Wake, traducido por Marcelo Zabaloy: “El mar de la murmuria le mermera al oído de la mente, roca inexplorada, alga evasiva”.

CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL


"riverrante, pasando Eva y Adán, de curva ribereña a codo de bahía, nos trae por un comodioso vicus de recirculación de vuelta a Howth Castle y Environs". No, no han leído mal ni hay errores tipográficos. Así arranca la primera traducción completa al español del Finnegans Wake, la novela más oscura, compleja y ambiciosa de James Joyce, una obra inclasificable por su estructura circular, su audaz transgresión narrativa y el empleo de miles de neologismos, vocablos distorsionados y términos híbridos de varios idiomas.

¿Una obra intraducible? Eso se creía hasta ahora. Pero la prestigiosa editorial independiente El Cuenco de Plata se ha enfrentado a esa asignatura pendiente y acaba de publicar en Argentina la primera versión íntegra en castellano de la novela. Y lo ha hecho confiando en las buenas artes de un traductor tan atípico como apasionado, Marcelo Zabaloy, un ex instalador de redes informáticas de 59 años alejado totalmente de esa hoguera de las vanidades que ilumina el mundo literario.Zabaloy, que ya entregó a la imprenta hace un año en la misma editorial la cuarta versión española del Ulises, reside en la apacible ciudad de Bahía Blanca, a 650 kilómetros de Buenos Aires. Ex jugador de rugby, bien podría ser uno de esos personajes prodigiosos creados por el escritor irlandés. "La verdad, no tenía ideas preconcebidas sobre si el Finnegans era o no intraducible", confiesa por teléfono. 

Su Ulises ha cosechado buenas críticas en Argentina y lleva vendidos 3.000 ejemplares, una cifra nada despreciable para un clásico al que tampoco es fácil hincarle el diente. "Cuando comencé a traducir el UIises lo hice de una manera espontánea. Y al terminarlo me quedé con una sensación de falta de objetivos intelectuales. Entonces me puse a curiosear el Finnegans para saber qué grado de dificultad tenía con esa reputación de libro impenetrable. Y encontré lugares que son remansos de belleza y otros en los que vuelve la oscuridad y el cielo se cierra". 

Si Joyce empleó 17 años en escribir el mamotreto más indescifrable de la literatura universal, a Zabaloy le tomó siete años traducirlo, los tres últimos a tiempo completo, dedicando diez horas diarias a buscar el equivalente español a esas 250.000 endemoniadas palabras, muchas de ellas con varias interpretaciones posibles: "He tratado de que sea como un espejo del original, con el mismo número de páginas en español (628), pero sin que se trate de una traducción literal. 

A quien lo quiera leer en inglés, le será más sencillo ahora seguir el hilo con esta traducción".Zabaloy asegura no haber leído las traducciones parciales que ya había publicadas en español. Víctor Pozanco realizó una versión abreviada de la obra para la editorial Lumen en 1993. Un año antes Francisco García Tortosa había publicado en Cátedra el célebre capítulo octavo del Libro I, conocido como Anna Livia Plurabelle. "A Pozanco la crítica lo destrozó", recuerda Zabaloy, quien tomó como referencia de trabajo una traducción inédita francesa y tuvo siempre como faro la impagable ayuda interactiva del FWEET (Finnegans Wake Extensible Elucidation Treasury).El Finnegans de Zabaloy se presenta a pelo, sin notas aclaratorias ni prólogo. "Las notas o una edición bilingüe podrían haber duplicado o triplicado el número de páginas", se excusa. 

El gran escritor mexicano Salvador Elizondo (1932-2006) quien hizo ese intento de traducción crítica hace muchos años. Muy influenciado por Joyce, tradujo la primera página del Finnegans con 33 notas aclaratorias. Y ahí se quedó. Un compatriota suyo, Juan Díaz Victoria, lleva tiempo empeñado en dar a luz una versión completa en español con notas en cada página. "A lo mejor le lleva varios años pero no tiene urgencias. Hemos intercambiado opiniones sobre la obra", cuenta Zabaloy, cuyo Ulises y el proyecto del Finnegans contaron con el aval del prestigioso editor Edgardo Russo, quien fuera director de El Cuenco de Plata hasta su muerte el año pasado.Joyce publicó Finnegans Wake en 1939, diecisiete años después de la primera edición del Ulises y dos años antes de su muerte en 1941. 

La novela, una gigantesca epifanía poliédrica, arranca con la historia de Finnegan, un albañil que se cae de un andamio y resucita (o se despierta) gracias a unas gotas de whisky para reencarnarse en el personaje central de la obra: H.C. Earwicker. El argumento es lo de menos en esta novela inclasificable que propone un viaje onírico con un sinfín de personajes a través de un devenir cíclico de la Historia. Ante tal desmesura, no cabe una lectura convencional del texto.A partir de 1924 el escritor irlandés fue publicando en la prensa extractos de su trabajo (Work in Progress). Se conservan más de 14.000 notas de ese esfuerzo titánico que le llevó media vida creativa. Su publicación no dejó indiferente a nadie. 

A lo largo de los años hubo detractores como Ezra Pound, D. H. Lawrence o Nabokov y entusiastas como Samuel Beckett, Thornton Wilder, Anthony Burgess o Harold Bloom. Entre los intelectuales hispanos, Jorge Luis Borges fue uno de sus más duros críticos: "Es una concatenación de retruécanos cometidos en un inglés onírico que es difícil no calificar de frustrados e incompetentes". Joyce se había defendido desde el principio alegando que el Finnegans no podía compararse con el Ulises. Su pretendida "oscuridad" tenía una explicación. La acción, recordaba su autor, transcurre principalmente por la noche.A Zabaloy no le preocupa demasiado qué repercusión pueda tener su libro entre la crítica y los expertos. "¿Cuál es el problema de que un tipo de la Pampa que sale debajo de una baldosa haga esto? ¿A quién le puede molestar?", se pregunta el traductor: "Trabajé toda mi vida reparando máquinas de oficina, instalando cables para computadoras. Hice esta traducción, como la de Ulises, por gusto. Es como una adicción".A quien probablemente le habría gustado que un tipo como Zabaloy tradujera sus obras (al menos el Ulises) es al propio Joyce. 

Seguro de ello se mostró el escritor irlandés Declan Kiberd, autor del prólogo de la edición más vendida del Ulises (la publicada por Penguin Classics). Kiberd asistió el año pasado en Buenos Aires a unas jornadas sobre cultura irlandesa y declaró al diario uruguayo "El País": "Joyce escribió el Ulises pensando en gente como Zabaloy. Lo escribió para porteros, para guardas de tren, para personas con oficios comunes o trabajos mecánicos. Con el Ulises estaba celebrando a la gente común". Y gente común, ya se sabe, hay en todas partes, de Dublín a Bahía Blanca.




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