Con la reciente aparición de La parte recordada, última entrega de la tríada que empezó con La parte inventada (2014) y siguió con La parte soñada (2017), Rodrigo Fresán presentó en sociedad las nuevas piezas de su particular colección de la memoria. La parte recordada es una máquina del tiempo maniática, bella y monstruosa, un artefacto que trata sobre el paso del tiempo y a la vez opera materialmente sobre el tiempo, traza una especie de cosmogonía filosófica, actúa como un compuesto de liberación prolongada que emana lentamente, en modo ralentizado, su sustancia hipnótica sobre el lector a medida que van pasando las páginas.
El artefacto fresaniano parece alejarse del siglo veinte, fundamental en su… ¿teología?, y del veintiuno, su campo de batalla, para rescatar del siglo diecinueve una de las drogas más emblemáticas del Romanticismo, la droga de Lord Byron, de Thomas de De Quincy y de Samuel Coleridge, el láudano, la variante opiácea alcohólica, aromatizada y extática.
La parte recordada opera en el único tiempo que, después de haberlo abordado desde todos los ángulos posibles, podría tener verdaderamente valor en términos fresanianos, el tiempo de lectura. El volumen no deja de ejercer sus poderes narcotizantes hasta dejar al lector tan suspendido y embriagado como Branwell Brontë, el hermano de Emily Brontë, la única mentora que reconoce Penélope, La Hermana Loca del Escritor (uno de los más adorables personajes fresanianos) luego de una de sus sesiones de láudano, brandy y poesía. Pero el lector de Fresán, a diferencia de Branwell Brontë, emerge de la lectura en un estado de epifanía, porque logró, en términos fresanianos, nada más ni nada menos que captarlo todo. No de otra manera podría explicarse el estado con que Fresán lleva al lector en vilo, exánime pero en vilo, poseído, a lo largo de las casi ochocientas páginas del volumen. (Fresán cree en la carrera de resistencia, no en la de velocidad, o también en La velocidad de las cosas.)
Como la conversación entre Gutiérrez y Nula en La Grande, de Juan José Saer, que empieza con una caminata de dos kilómetros bajo la lluvia, una conversación que se desenvuelve en unas setenta páginas, este viaje a la mente de un escritor, porque no de otra cosa tratan La parte recordada y también La parte inventada y La parte soñada, reflexiona sobre el tiempo, la memoria, los recuerdos, el tiempo proustiano, el tiempo nabokoviano, la escritura, la infancia y la muerte, los temas que obsesionan desde siempre a su autor.
¿Fresán habrá escrito esta tríada, esta tríada casi bíblica, en estado de trance, como dicen que escribió Andrés Calamaro (otra musa fresaniana) su disco quíntuple El salmón? Allí está Canciones tristes, su ciudad mítica, una recorrida a la casa (el banco) de Proust en París y otra recorrida por Illiers, que ahora se llama Combray, en la casa real de la tía Leónie ficcional, donde el narrador fresaniano masticó con unción una magdalena ligeramente plastificada, la portada del disco La banda del Sargento Pepper, Las variaciones Goldberg de Bach, los ejemplares de Ada o el ardor que intentó infructuosamente leer.
El narrador, el Exescritor, polemiza con la escritura de autoficción, con la figura del escritor profesional, proporciona información detallada (¡ah, las magníficas gemas que nos obsequia Fresán con exhuberante generosidad!) sobre las disposiciones testamentarias de Nabokov y las decisiones editoriales de su hijo Dimitri, traductor, bajo de ópera y piloto de carreras de autos.
Y más. Se preanuncia un mundo actual menos cercano al 1984 de Orwell que al mundo feliz de Huxley, y se iluminan las pantallas de los teléfonos celulares que eliminan las neuronas y reducen las mentes, se anatemizan las memorias sojuzgadas e insomnes. Allí está de nuevo míster Trip, el icónico juguete de hojalata de la tapa de los tres volúmenes de la tríada, un hombrecito con una maleta (¿qué lleva esa maleta? ¿el tiempo recobrado?) que funciona a cuerda, pero en sentido inverso: en vez de caminar hacia delante, camina hacia atrás, al modo de los aviones de YesterdAir, que viajan en el sentido contrario a las agujas del reloj.
Allí está todo, todo. Desde las conversaciones escuchadas en la primera clase de un avión hasta las referencias eruditas a autores, cantantes, música, películas, directores, libros. Y la memoria como reinterpretadora del pasado, la memoria y su capacidad de recordar y su capacidad de olvidar, las listas, los post-it, las reglas mnemotécnicas, la memoria que completa, que omite, que edita.
Las peripecias del narrador, que giran, como temas musicales, sobre cada tema hasta el grado cero de su existencia, se presentan, se vinculan con otras o enmudecen para volver unos párrafos más adelante, con más bifurcaciones, estableciendo conexiones y confundiéndolo todo para encontrar, luego, un orden, la Gran Trama, la que se pregunta sobre las otras tramas: la metatrama. Así, los juegos de memoria, las reminiscencias, los sueños, todo tiene un sentido, y es deslumbrante. Porque La parte recordada, la tríada toda, no es más que la gran novela, la más grande novela escrita nunca sobre la imposibilidad de escribir una novela.
De modo que, entre tantas reverberaciones, emerge una novela, una estructura y una única realidad: la verdad íntima del escritor, una verdad proustiana. Y si el recuerdo es reinventado por el escritor, la ficción, entonces ¿no sería la parte inventada, la parte soñada y la parte recordada? Literatura pura.
Todo el mundo sabe que Rodrigo Fresán es un escritor de y para escritores (¿una categoría inventada por Fresán?), algo así como un metaescritor, y nunca, de ningún modo, es el Excritor o el Nextescritor, como su narrador. Rodrigo Fresán tampoco es un actor que hace de escritor, ni un escritor profesional, ni un enciclopedista, o al menos no es sólo un enciclopedista.
¿Y si Rodrigo Fresán no fuera más que el enciclopedista de su propio mundo, de la parte inventada, o sea el enciclopedista de toda la galaxia que creó en su obra monumental, excesiva, adictiva y genial?
¿Es posible volver a escuchar "Strawberry field forever" como antes, después de haber leído a Fresán? ¿Acaso existía Matadero cinco, de Vonnegut antes de que Fresán lo descubriera para nosotros? ¿Alguien volvió a ver 2001 Odisea del espacio después de haberla visto con los ojos de Fresán? ¿O a leer Suave es la noche, de Scott Fitzgerald, de la misma manera?.
¿Y qué me dicen de Philip Roth y de Blade Runner, de Blade Runner 2049 y hasta de Cheever y por supuesto de The Kinks y de Martin Eden? ¿Y del español Enrique Vila Matas (otro escritor de escritores)? Fresán pudo no haber inventado a Nabokov ni a Proust, pero no es posible volver a ninguno de ellos de la misma forma después de las relecturas y reescrituras de Fresán.
Al terminar de leer La parte recordada el lector podría preguntarse si, después de todo, la tríada no podría verse como un Aleph, o con la ambición de serlo (¿un Aleph al revés?), ya que lo abarca o lo quiere abarcar todo (Carlos Argentino Daneri también tiene su estante en la galería fresaniana). Y es que Fresán se apropió, por añadidura, de Cumbres borrascosas, poniendo como testaferra a la hermana del narrador, Penélope, más Maga cortazariana que Catherine Earnshaw Linton Heathcliff por momentos.
¿Y no será entonces Fresán, a fin de cuentas, un apropiador? No, de ningún modo, porque Fresán construye, con manía de coleccionista, sus mundos propios, con sus pueblos y sus personajes y sus tragedias y hasta sus topografías y sus tipografías.
Y si no es un apropiador, ¿no será entonces un acumulador? Un acumulador compulsivo de motivos poéticos, musicales, literarios que no le son nunca ajenos: el síndrome de Diógenes aplicado a un acumulador de sus propias ficciones.
La tríada entonces, como experimento literario que hila, enhebra, borda una idea tras otra, mezcla géneros, destella referencias de la cultura pop, pulp, indie, rock con un estilo digresivo que es todo menos frívolo y conecta con los pasadizos secretos del tiempo para volver a su leitmotiv : ¿es más real lo que perciben nuestros sentidos o lo que inventamos, lo que soñamos, lo que recordamos?.
>Unos fragmentos de La parte recordada, de Rodrigo Fresán.
Cómo seguir -una vez que todo lo que ha de suceder ha sucedido- hasta alcanzar el final; siendo el final aquello que, recuerda él ahora, es lo único que falta por pasar, lo último a hacerse presente y por venir.
O mejor aún:
¿Còmo finalizar -una vez sucedido todo lo que había de suceder- cuando no se puede seguir?
¿Cómo detenerse pensando en que ya no hay nada más allá?
Nada por vivir o por decir o por escribir o por leer o por inventar pero, aun así, soñando conque todo aquello que resta por recordar sea inolvidable; aunque en verdad nada se desee más que el poder olvidarlo.
Sí, lo mejor de ambos mundos, se dice él, encima del mundo. En demasiados aviones olvidadizos hasta confundirse unos con otros. Volando sobre un desierto único e inmemorial que contiene a todos los desiertos.
Arribas y abajo.
Pero ambas partes como parte de una misma acción; como los dos movimientos, de entrada y salida y de ascenso y descenso. Como cuando se respira y se aguanta la respiración y vuelve a hundirse bajo el agua. Y se queda ahí hasta perder toda noción de espacio y tiempo. Y ahí permanece hasta que ya no se aguanta más pero sabiendo que debe ascenderse despacio y con cuidado hacia la superficie para evitar el burbujeo de la sangre y el hervor de las neuronas.
De nuevo, lo mejor, una opción en dos tiempos: The End / To Be Continued.
Y entre el adiós y el hasta luego -con todo el pasado por delante- él, ahí.
En el cielo azul y en el suelo amarillo.
Colgado de sendos signos de interrogación donde se enganchan un par de cadenas que descienden hasta ese asiento que las une. El sitio donde hamacarse a pensar en cómo seguir pensando en cómo finalizar pero recién luego de no haber comenzado -porque ése nunca fue su estilo para escribir aunque sí fue su estilo como lector en más de una ocasión- al igual que lo hicieron tantas novelas escritas a mediados del siglo XX.
Empezar preguntando.
Con un personaje diciendo algo así como "¿Y qué haremos ahora para llevar todo esto que nos ha venido sucediendo no a buen puerto sino a buen aeropuerto?". Yendo hacia atrás para poder impulsarse hacia delante, columpiándose en la misma trayectoria breve pero amplia del péndulo que hipnotiza primero y después ordena hacer esto o aquello que jamás se haría en plena conciencia y por propia voluntad. Comportamientos impropios, actos inconscientes, creerse un perro aullando al final de una canción que habla de haber terminado de leer un libro, etc.
Y esos signos de interrogación funcionando, también, como uno en rojo STOP y el otro en verde WALK. Y él, entre uno y otro, dudando en ese amarillo que no se detiene ni camina: ese amarillo amarillento que nada tiene que ver con el girasoleado amarillo Kodak para capturar y preservar memorias o con el de ese taxi siempre por venir y al que en más de una ocasión se espera en vano bajo la lluvia y con un brazo extendido hasta el calambre y un silbido en los ojos y rogando porque se detenga para subirse allí y ser llevado lejos y a un sitio mejor. No. Es otro amarillo.
Es un ex amarillo. Ese color que alguna vez fue amarillo y que es, en verdad, el color sepia de la memoria. El pálido y parpadeante color intermedio que es lo que indica que todo está por cambiar. Y que solo depende de uno el cruzar o no, el ser atropellado en el centro de la calle o el llegar seguro al otro lado en tiempos en que, de producirse un accidente, los que pasaban por allí ayudaban en lugar de tomar fotos caras y lentas de revelar.
Y así dar comienzo para recibir final. Señales parpadeando al mismo tiempo, aunque por separado, poses enfrentadas al costado de un camino pero como si estuviesen conversando de un lado a otro: dos flechas apuntando en direcciones opuestas pero que, se sospecha, acabarán uniéndose tarde o temprano. Señales que lo condujeron hasta aquí. Guías desorientadoras mientras utiliza esos signos de interrogación para preguntarse si alguna vez no escribió algo parecido a todo esto en las primeras páginas de un libro suyo.
De ese libro que fue el último libro que escribió.
Y lo que había escrito en su último libro no había resultado tour de force sino viaje forzado. Atravesar una avenida ancha -¿La avenida más ancha del mundo?- esquivando vehículos de tantas cosas y de tantas personas. Algo que más que inolvidable, resultaba -no era lo mismo aunque lo pareciera- imposible de dejar de recordar. Del mismo modo en que no era lo mismo internarse en la batalla de Waterloo con plena conciencia de ello que el -recién tiempo después- descubrir que se anduvo dando vueltas por ahí sin saber de qué se trataba todo ese desordenado fragor de batalla entre batallas, de que allí sonaba y rugía un greatest hits bélico.
Sí: una cosa era el hacer historia y otra muy diferente era el ser historia.
Y así él ahora se pregunta si recuerda o no el haber inventado o soñado los recuerdos. Porque los recuerdos tenían la cadencia líquida de los sueños y la calidad futura de los inventos; porque lo que se piensa que pasó y lo que se recuerda que pasó acaba siendo lo mismo que, en otro tiempo y en otro lugar, él habría cambiado sin duda ni demora por un montón de letras, por un puñado de palabras, por un manojo de páginas.
Después de todo, "acordarse" es sinónimo de "recordar". Y, de ahí, tal vez era que se acababa acordando lo que se recordaba. se llegaba a un pacto en cuanto al recuerdo, se firmaba una tregua a mitad de camino entre lo sucedido y lo que se acordaba que sucedió.
Se pregunta entonces si él recuerda o si él acuerda.
Y se responde que...
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