Si se piensa fríamente, resulta todo un anacronismo que el visionario H. G. Wells utilizara algo tan rudimentario como la pluma y el papel para dar forma a su imaginario futurista. Siendo un hombre de su tiempo, y preocupado por las nuevas tecnologías, sin duda era el cinematógrafo el medio más hachegewellsiano que existía a principios del siglo xx para materializar esos mundos imposibles que el autor de La máquina del tiempo (1895) tenía en su cabeza. De hecho, muchas de sus obras literarias han sido trasladadas con éxito a la gran pantalla, como La isla del doctor Moreau (1896).
El hombre invisible (1897) o La guerra de los mundos (1897). Wells y el cine siempre han ido bien de la mano pero, al margen de las citadas adaptaciones, lo cierto es que La vida futura (1936), aunque dirigida por William Cameron Menzies, debe reconocerse como «la película de H. G. Wells», por lo involucrado que estuvo en ella el escritor británico. El guion de La vida futura fue escrito por el propio H. G. Wells, tomando como punto de partida la forma de lo que vendrá, el ensayo prospectivo que él mismo publicó en 1933.
Vestida de distopía inversa, en la que por culpa de las guerras la humanidad retrocede en su progreso a tiempos pretecnológicos, la película expone una serie de hondas reflexiones sobre los sistemas organizativos civiles y la función de la ciencia en nuestra sociedad, estratificando la vida de la ficticia Everytown (que presenta grandes semejanzas con la Londres de entonces) en tres momentos históricos diferentes: en 1940, cuando sufre la primera guerra de los hombres; en 1970, ya regenerada pero viviendo en un estado cuasimedieval por culpa de su dependencia energética; y en 2036, siendo ya una ciudad futurista construida sobre los principios de la ciencia, viviendo en un equilibrio de paz y bienestar tal que el único reto que le queda al ser humano es la indagación constante de lo que le rodea, la conquista de otros mundos.
«¿Por qué se permitió la ciencia? Es el enemigo de todo lo natural en la vida», pone Wells en boca de uno de sus personajes más recalcitrantes. Y así, gracias a este retrato político y humano al que dan vida actores de corte shakespeareiano como Raymond Massey, Cedric Hardwick, Ralph Richardson o Margaretta Scott, se nos muestran las caras y las cruces de las guerras, del uso de armas químicas, de la dependencia excesiva de los combustibles, de las relaciones entre ciencia y progreso, tecnología y poder, del ludismo y las tecnocracias... y un sinfín más de interrogantes sobre los que el filme reflexiona con equidad y sin fanatismos, convirtiendo lo que a priori se antoja como un mero producto de entretenimiento en un compendio ideológico valioso y profundo, como lo es gran parte de la ciencia ficción como género.
Pero más allá de su indudable poso filosófico y su desgraciada capacidad para anticipar muchos de los eventos históricos que estaban por llegar (recordemos que la película se estrenó en 1936), La vida futura destaca por su impecable factura. La construcción de enormes e imponentes decorados filmados desde inteligentísimas perspectivas para crear esa sensación de monumentalidad; el mimo con el que están rodados los nubosos planos aéreos, los acertados y comedidos diseños futuristas de trajes y maquetas… todo ese trabajo de orfebre puso en la vanguardia cinematográfica a los estudios London Films dirigidos por Alexander Korda.
Hasta aquel entonces, solo David W. Griffith o Cecil B. De Mille se habían atrevido a filmar producciones de semejantes proporciones. Y en el campo de la ciencia ficción, tuvieron que pasar al menos veinte años, quizás hasta el estreno de Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), para que se viera tanta majestuosidad de diseño en la pantalla. La grandilocuencia visual de La vida futura está, sin duda, a la altura de las grandes líneas filosóficas y frases lapidarias que contiene.
El trabajo de Menzies en esta película fue tan exquisito que al poco fue contratado por otro de los grandes megalómanos de la época, David O. Selznick, para participar en la que sería la producción más destacada de la década: Lo que el viento se llevó (1939). A Menzies se le terminó reconociendo su mirada de diseñador artesano con ínfulas de autor otorgándosele un Óscar honorífico por su participación en la citada película. Pero más allá de su reconocida labor técnica, La vida futura quedará como el gran legado de Menzies como director. Podrá sonar a fácil juego de palabras, pero lo cierto es que Menzies y Wells dieron forma con esta película a lo que estaba por venir en la ciencia ficción cinematográfica.
Vestida de distopía inversa, en la que por culpa de las guerras la humanidad retrocede en su progreso a tiempos pretecnológicos, la película expone una serie de hondas reflexiones sobre los sistemas organizativos civiles y la función de la ciencia en nuestra sociedad, estratificando la vida de la ficticia Everytown (que presenta grandes semejanzas con la Londres de entonces) en tres momentos históricos diferentes: en 1940, cuando sufre la primera guerra de los hombres; en 1970, ya regenerada pero viviendo en un estado cuasimedieval por culpa de su dependencia energética; y en 2036, siendo ya una ciudad futurista construida sobre los principios de la ciencia, viviendo en un equilibrio de paz y bienestar tal que el único reto que le queda al ser humano es la indagación constante de lo que le rodea, la conquista de otros mundos.
«¿Por qué se permitió la ciencia? Es el enemigo de todo lo natural en la vida», pone Wells en boca de uno de sus personajes más recalcitrantes. Y así, gracias a este retrato político y humano al que dan vida actores de corte shakespeareiano como Raymond Massey, Cedric Hardwick, Ralph Richardson o Margaretta Scott, se nos muestran las caras y las cruces de las guerras, del uso de armas químicas, de la dependencia excesiva de los combustibles, de las relaciones entre ciencia y progreso, tecnología y poder, del ludismo y las tecnocracias... y un sinfín más de interrogantes sobre los que el filme reflexiona con equidad y sin fanatismos, convirtiendo lo que a priori se antoja como un mero producto de entretenimiento en un compendio ideológico valioso y profundo, como lo es gran parte de la ciencia ficción como género.
Pero más allá de su indudable poso filosófico y su desgraciada capacidad para anticipar muchos de los eventos históricos que estaban por llegar (recordemos que la película se estrenó en 1936), La vida futura destaca por su impecable factura. La construcción de enormes e imponentes decorados filmados desde inteligentísimas perspectivas para crear esa sensación de monumentalidad; el mimo con el que están rodados los nubosos planos aéreos, los acertados y comedidos diseños futuristas de trajes y maquetas… todo ese trabajo de orfebre puso en la vanguardia cinematográfica a los estudios London Films dirigidos por Alexander Korda.
Hasta aquel entonces, solo David W. Griffith o Cecil B. De Mille se habían atrevido a filmar producciones de semejantes proporciones. Y en el campo de la ciencia ficción, tuvieron que pasar al menos veinte años, quizás hasta el estreno de Planeta prohibido (Fred M. Wilcox, 1956), para que se viera tanta majestuosidad de diseño en la pantalla. La grandilocuencia visual de La vida futura está, sin duda, a la altura de las grandes líneas filosóficas y frases lapidarias que contiene.
El trabajo de Menzies en esta película fue tan exquisito que al poco fue contratado por otro de los grandes megalómanos de la época, David O. Selznick, para participar en la que sería la producción más destacada de la década: Lo que el viento se llevó (1939). A Menzies se le terminó reconociendo su mirada de diseñador artesano con ínfulas de autor otorgándosele un Óscar honorífico por su participación en la citada película. Pero más allá de su reconocida labor técnica, La vida futura quedará como el gran legado de Menzies como director. Podrá sonar a fácil juego de palabras, pero lo cierto es que Menzies y Wells dieron forma con esta película a lo que estaba por venir en la ciencia ficción cinematográfica.
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